Laborda, la obsesión por Buñuel  

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Por Carlos Calvo
Fotografías de César Sánchez


    
Entiende Eduardo Laborda, el pintor zaragozano de los mitos y las musas, que la biografía de un cineasta son sus películas. Y sus proyectos fracasados. Y sus secretos. Como una cámara de faraón, Buñuel acoge dobles fondos, falsos techos y caminos que apartan del camino, pero el viaje es fascinante.

   Todo en él sigue siendo una perpetua posibilidad. La exposición de Laborda, titulada de igual modo que el testamento cinematográfico del director turolense, ha sido la encargada de inaugurar la duodécima edición del festival internacional de cine Buñuel-Calanda (en su nueva denominación), y se mantiene en cartel hasta finales de este mes de octubre de 2016. En esta muestra rescata el pintor sus principales desnudos para recrear, esto es, ese oscuro objeto de deseo tan presente en la obra buñueliana.

  La última película rodada por el cineasta, en efecto, sirve de título a esta exposición del centro Buñuel Calanda, una selección de pinturas y dibujos que Eduardo Laborda efectúa sobre el desnudo femenino desde una visión barroca. Son una quincena de óleos y grafitos vinculados, casi siempre, a la mitología griega y con mujeres de distintas edades. Las modelos Marga Rueda, Mari Carmen Ruiz Prádanos, Clara Vizcarrondo, María José Gracia Lacal o Lara Corraliza son sus musas (de la tragedia, de la esfinge, de la poesía, de la naturaleza, de la vida) y sirven al artista para afrontar sus enigmáticos cuadros, elaborados entre 2005 y 2013: ‘Afrodita’, ‘Andrómeda’, ‘Mediterráneo’, ‘Melpómene, celebrada en cantos’, ‘Erato, adorable’ o ‘Perséfone’.

  Una exposición en la que el autor muestra a los dioses como seres que padecen, despojados de sus ropas y atributos divinos. Y elabora un catálogo de sentimientos y situaciones con los que enfrenta al espectador hacia el rostro menos amable del ser humano: la tristeza, la soledad, el sometimiento, la avaricia, la destrucción o la crueldad. Todo ello entremezclado con un aire de erotismo que remite a la idea de la Eva moderna. Así se aprecia en la alegoría del cuadro titulado ‘El ángel exterminador’, personaje al que se alude en la Biblia, retrato barroco de una muchacha -la modelo Inés del Campo-, en una pieza en acuarela y papel realizada expresamente para la exposición.

  Es ‘El ángel exterminador’, efectivamente, una de las películas favoritas de Laborda y la sombra de este filme recorrió la inauguración de la exposición. Y es que había en el ambiente una cierta incertidumbre por si aparecía el innombrable, no fuera que dejara a todos encerrados en una última maniobra de manipulación. O se liara a bastonazos como aquel mendigo recogido por la novicia que interpreta Silvia Pinal. La cosa, gracias a dios, no pasó a mayores: a pesar de que, antes de la presentación, un pastor del lugar merodeaba con sus doscientos corderos por el recinto, el cojo de Calanda no asomó.

  Recuerden la película mexicana de 1962, realizada inmediatamente después del escándalo ‘Viridiana’. Tras haber asistido a una representación operística, un grupo de aristócratas se reúne en la mansión de uno de ellos para una cena y queda atrapado en el salón sin explicarse qué extraña fuerza lo retiene allí, sin poder salir durante varios días. Esto desencadena que choquen las distintas posturas en el interior de la casa y la cortesía inicial de los invitados se transforma en el más primitivo y brutal instinto por la supervivencia. A medida que van pasando las jornadas, el alimento y la bebida escasean, los personajes enferman y la basura se acumula. Las buenas costumbres y la cordialidad se acaban perdiendo y los burgueses se comportan como auténticos salvajes, llegándose a acariciar la idea del homicidio. Finalmente, conseguirán salir, pero la situación se vuelve a repetir en el interior de una iglesia. El aparente final feliz, pues, da una vuelta de tuerca contra las instituciones.

  Como ven, las convenciones burguesas son dinamitadas por el maestro en una película terrible y asombrosa, opresiva y sardónica, perturbadora e inclasificable. El filme abraza una catarata de códigos surrealistas para elaborar un agrio análisis de la mezquindad humana, un dibujo de la atracción por lo atroz, una parábola lúcida y extenuante, rodeada de imágenes en las que laten el desasosiego y la inquietud. A Buñuel le interesa sobre todo el desorden, el caos palpitante que sobrevuela la realidad. Lo que vemos es un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación. Ese aleteo o presencia de un deseo insatisfecho –“verdadero leimotiv de la filmografía buñueliana”, afirma Laborda- se entremezcla con otra intención cáustica, la demolición esperpéntica de una nefasta burguesía a la que convierte en diana de sus invectivas, alternando el subrayado grueso y la mofa más o menos soterrada. La película, así, contiene referencias sociales, religiosas, iconos culturales y bromas privadas en prodigiosa sucesión, y constituye un prodigioso ejercicio de potencia visual que sumerge al espectador en una atmósfera de desconcierto, un ameno jardín donde el capricho y la digresión campan por sus fueros.

  Laborda también aporta, para complementar la exposición, tres piezas de su colección particular: una fotografía de la madre de Buñuel, María Portolés, hallada por el zaragozano abandonada junto a unos contenedores de basura; una dedicatoria de un Buñuel ya anciano a su primer amor de la infancia, Carmencita Sampietro, y una entrevista que el artista le hizo a esta cuando la mujer ya contaba noventa años. En este pequeño documental, Sampietro recuerda cómo siendo niños se abrazaba a Buñuel mientras veía las primeras proyecciones cinematográficas a través del agujero de una pared. Estas fotos ocupan un discreto lugar entre los cuadros de desnudos, dentro de una vitrina, junto a ese audiovisual en el que Laborda, con la ayuda del realizador turolense José Manuel Fandos, evoca la escena inicial de la película mexicana ‘Él’, rodada por Buñuel en 1952.

  ‘Él’, hagan memoria, es un grandioso, desquiciado e inquietante melodrama sicopático, idóneo para advertir las convergencias estéticas y conceptuales entre Laborda y Buñuel. Filme clave en la obra del calandino, que lo filma a tumba abierta, sin asomo de remilgos. Una película brutal, desesperada, en la que Buñuel acribilla con saña los modales y actitudes burgueses, encarnados en un caballero católico y cuarentón de esmerada figura que se casa virgen con una jovencita. Tras una estampa de beato late la crueldad de quien se consume de celos. Y Buñuel lo utiliza para subvertir el orden, dinamitar convenciones o ahondar en los abismos humanos, que debe mucho al Cukor de ‘Doble vida’, ese otro fascinante (y extraño) melodrama acerca de un actor neurótico, quien asume en su vida personal el papel de Otelo que está representando en la escena.

  Pero si la sombra de ‘Él’ recorre la exposición de Eduardo Laborda, con todas sus convergencias estéticas y morales, es ‘Ese oscuro objeto del deseo’ la película de Buñuel que más se acerca al universo del pintor zaragozano. El artista siempre ha destacado del realizador calandino su grandeza para descifrar las contradicciones del ser humano. El cineasta, en su testamento, se zambulle en los abismos más oscuros e insondables y se entrega a la tarea de convertir la lencería femenina en un indestructible cinturón de castidad. El cineasta agita la religión, la autoridad, la dictadura del sexo, un sentido crítico de la ironía, la risotada en la jeta de las convenciones y una perversa mezcla de misoginia y adoración femenina. Fernando Rey simboliza todo lo que quiere decir el viejo y cínico maestro sobre el amor y sus deditos ágiles, y Ángela Molina y Carole Bouquet comparten y complementan la figura de esa mujer joven, sabia, irresistible, calculadora y bipolar. Algo así como las dos hermanas sadianas por excelencia: Justine, representante de la virtud, y Juliette, encarnación del vicio. Un mismo personaje para dos actrices con esos reversos ya fijados por Sade. Y Buñuel hace de la dualidad su bandera narrativa. La mujer seductora, esto es, como ese oscuro objeto del deseo.

  Estas certeras palabras del pintor zaragozano, entresacadas de la entrevista concedida al periodista Antón Castro -alegrías aparte-, son elocuentes: “El sexo en Buñuel siempre está mediatizado por la imposibilidad. El gran estímulo es la frustración. Luis Buñuel es el mayor poeta del erotismo: sugiere deseo con cualquier cosa. Con el pie, la rodilla, con los zapatos, y rara vez muestra un desnudo o un acto sexual. El erotismo, para él, está en la imaginación. Pertenece a una generación marcada por la religión. De ahí su interés por el fetichismo y las perversiones como válvula de escape y como algo vinculado a la infancia y sus misterios. El erotismo es al sexo lo que la gastronomía a la comida. Una cosa es tener hambre y otra disfrutar del ritual. El erotismo es la esencia del cine de Buñuel y siempre está marcado por la decepción. Sus personajes, que acaban resultando un tanto patéticos, intentan una y otra vez materializar sus deseos. Y rara vez lo logran. Y ahí sobreviene el dolor y la cercanía de la muerte”.

  En la inauguración hicieron acto de presencia, entre otras personalidades de los poderes fácticos, el alcalde de Calanda, José Ramón Ibáñez Blasco -¡asombroso su parecido físico con el autor de ‘Un perro andaluz!-, y el consejero cultural del gobierno aragonés, Nacho Escuín, quien expresó privadamente en el almuerzo oficial las presiones recibidas “desde arriba” para sacar adelante cualquier proyecto. Más le valdría al consejero de la cosa, que en nada se parece a Buñuel, limitarse a observar la realidad y a mostrarla, pues ya sabemos que el espectador evita reconocerse y pone la excusa del surrealismo. ¡Qué listo era para eso don Luis!

  ¿Cuántos mitos, genios, artistas o intelectuales han sido capaces de mantenerse en su mejor nivel durante toda una carrera profesional? Pocos, muy pocos en la historia de la humanidad. La clave de Buñuel es que ha basado su superioridad y su maestría en la inteligencia y no en el desprecio o en la pedantería, y nunca dejó de querer aprender. Dejar de aprender es entrar en decadencia. Cuando se pierde la curiosidad se pierde el genio. Buñuel fue capaz de convertir en sustancia lírica lo aparentemente mundano. A partir de él y a través suyo se ha construido todo un imaginario fílmico. Y pictórico, como demuestra Laborda. Volver a Buñuel es volver a una felicidad antigua y sagrada.

  Así se entiende un festival como el dedicado al autor de ‘El fantasma de la libertad’ en su tierra natal. Y así lo entiende Eduardo Laborda, el pintor zaragozano de los mitos y las musas que muestra sus pinturas y dibujos en la sala de exposiciones del centro Buñuel Calanda. No se la pierdan.

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