Italia: Recontramafia


Por José Joaquín Beeme

Italia convive, en lo profundo de su ADN político-cultural, con la mafia. No hablo de aparato delincuencial más o menos sumergido, ni de sucio agón partidista, que de ambas gangrenas está salpicada la crónica.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

     Se trata del disfrute del mal organizado como espectáculo, de abismos cotidianos que repugnan tanto cuanto fascinan. Seguidísimas las series Gomorra (hace años canté el coraje de Saviano), el comisario Montalbano (guiño de Camilleri al padre de Carvalho), Suburra, Romanzo criminale, La piovra…, el fenómeno ha alimentado un subgénero dentro del cine comprometido (Petri, Damiani, Rosi, Leone, Montaldo, Tornatore, Placido, Scimeca), declinado incluso en tono de comedia (Benigni, Pif, Lando; Aldo, Giovanni e Giacomo…). Ahora Bellocchio, que ya se había atrevido con las BR narrando el secuestro y ejecución del presidente Moro (Buongiorno notte), reconstruye otra página macabra de la historia nacional con El traidor, la evisceración por el ambiguo Buscetta, «hombre de honor» palermitano enfrentado a los corleoneses, de los secretos y las atrocidades de Cosa Nostra, que permitió a Falcone junto con un buen nutrido colegio de jueces y fiscales abrir un maxiproceso para pinzar, por primera vez, algunos de los tentáculos al horrendo pulpo. La película no ahorra pormenores truculentos de la lucha de clanes, que parecen fruto de la mente enferma de un guionista bartonfink y son pan negro y suyo de cada día bajo el manto acribillado de santa Rosalía. Como si aquel baño de sangre original, la evolución predatoria que Dart veía como indeleble sello de la raza humana, despegada del simio antecesor sólo por sucesivas conquistas de nuevas armas y violencia pura, no hubiera hecho sino engordar y gozarse en su triste festín. Retengo, entre otras vomitivas secuencias (mérito del placentín), aquella en que los procesados, obligados en sus celdas a soportar una emisión televisiva ininterrumpida, fingen no ver o no escuchar a Rosaria, joven viuda del policía reventado en el atentado de Capaci, que pide a los responsables, que sabe también dentro de la iglesia, que se arrodillen y dejen en paz a Palermo «ciudad sangre», devolviéndole la esperanza y (casi a dictado del cura que le empuja el micrófono) el amor: pero «no hay amor —grita ahogada en llanto—, no lo hay; no hay amor para nada…» porque «ellos no cambian, no quieren cambiar sus planes mortales».

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