Por: José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
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Michele De Lucchi, archistar con saca de premios, ensayos dedicados y cartel de campanillas en festivales de filosofía.
Un barbudo designer de Ferrara, que opera en el eje Roma-Milán y tiende un puente de la paz y calatravo en mitad de Tblisi. aMDL (ad maiorem dei luxum), quién habría de decírmelo, se emboscó hace una veintena de años en Angera, su pueblo ya y el mío, en un secreto carmen a los pies del castillo viscontiano. Alrededor de un jardín pelado, zenoide, ha distribuido la paridera de sus ideas. Primera estación: leñera de troncos apretados y engrasada motosierra para extraer, del alma de la madera, el abitare primigenio. Segunda estación: hangar, con trazas aún del aseladero que fue, donde se alinean maquetas, prototipos, mesas de dibujo, biblioteca, focos fotográficos y tendones atmosféricos (todo se transmuta en imagen: nada es, si no es representable). Tercera estación: almacén de piezas producidas por la industria (máquinas Olivetti, lámparas Tolomeo, sillas Bisonte) a partir de sus primeros cálculos de cabeza: unas, clasificadas con vocación museal; otras, de producción propia, esperando distribución y venta. Yo tengo sentimientos encontrados con todos los DeLucchi (o Toscani, o Sotsaas) que este país ha dado y sigue dando: alumbradores de nuevas formas y serial numbers de supermercado; vocacionalmente espectaculares y celosos de su fragua íntima; paladines del reciclaje de materiales y la unción ambiental e invasores narcisistas del espacio. Mi vecino, que a menudo ocupa el centro de sus puestas en escena (escala humana, pero también firma, sello de calidad), es un claro ejemplo de estas contradicciones que muchos, boquiabiertos, confunden con el genio y la figura. Cada villa, su Leonardo.