Arte en el Instituto Goya de Zaragoza

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Por Carlos Castán

     Hay exposiciones que le sitúan a uno frente a la dimensión más primigenia y verdadera del arte. Tras contemplar la que han montado ahora en el IES Goya con los trabajos de los alumnos lo que queda es una sensación reconfortante de sentido recobrado, de aprendizaje y logro a la vez.    Uno puede imaginar a las profesoras incitando y conteniendo a la vez, casi a partes iguales, llamando a la osadía y guiando la mano de unos artistas que han reproducido el prodigio de poner un mundo en pie donde no había nada. Unos alumnos de ESO han versionado al pastel algunas obras célebres del pintor que da nombre a su instituto: la duquesa de Alba, las viejas comiendo sopa cobran una vida distinta e inesperada.

     Han vuelto los colores del revés, lo han interpretado todo a su manera, sin prejuicios ni pudor hasta el punto de llegar a conferir a la propia imagen de Saturno devorando a sus hijos algo parecido a la ternura; y sobre un autorretrato de Goya han reproducido la caligrafía del genio de Fuendetodos recordándonos que siempre se sigue aprendiendo, que pintar es aprender a pintar de la misma manera que vivir es aprender a vivir.

     Goya creaba obras sublimes hacia el final de sus días con la conciencia de seguir aprendiendo y estos jóvenes artistas nos muestran cómo, al inicio de su aprendizaje, están ya materializando algo que habitaba en su cabeza, convirtiendo en belleza su confusión de adolescentes, su alegría, sus fracasos, lo que hasta hace un momento no era sino un boceto borroso y una inquietud sin forma. En esa misma exposición podemos admirar témporas que representan personajes que para ellos son importantes: conmueve ver a Buñuel   entre Amaral y Bunbury, formando parte de un mismo mundo en el que las coordenadas temporales parecen haberse borrado. Y las transparencias de Borau y Bigas Luna, y ese Picasso de tinta china asomándose por encima del cuello de su abrigo, el pulso con el que está dibujado por medio de tramas, sin posibilidad de rectificación. Y las líneas isófotas que hacen aparecer los rostros de Pertegaz e Isidro Ferrer.

     Impresiona la autenticidad de esas miradas, desde la melancolía incurable de la de Labordeta a esa perturbadora síntesis en el fondo de los ojos de Eva Amaral de timidez y travesura. Y conmueve especialmente la desgarrada poesía que encierra Desnivel, una fotografía en blanco y negro que acierta a sugerir en silencio toda la soledad y la incertidumbre del hombre pero quizá especialmente la de quien se encuentra en edad de empezar a llamar a las puertas de la sociedad justo cuando ésta parece estar echando el cierre a cuanto valía la pena: la libertad, los derechos, los caminos por recorrer. Esa sensación de llegar tarde a donde nadie les espera.

    Sorprende ver el manejo de técnicas tan diversas, pero sobre todo llama la atención esa mezcla de indomabilidad y disciplina que se adivina detrás del proceso de creación de jóvenes artistas a los que podemos ver por las aceras cargados con sus mochilas, con la gorra hacia atrás, con sus suspensos y sus dudas, su miedo y su coraje, sus llaves de casa, y de los que demasiado a menudo escuchamos decir que apenas tienen nada en la cabeza.

     Esta exposición muestra a las claras que eso no es verdad, y que sobre todo no es verdad cuando alguien acierta en el difícil de arte de moverles a la rebeldía y a la contención a un tiempo, de a la vez darles alas y guiarles la mano.  “El tiempo también pinta”, reza otra sentencia de Goya que podemos leer sobreimpresionada en una de esas revisitaciones al pastel. Con el paso de los años cambia la mirada, los temas que se escogen, el propio pulso.

     Es imposible saber ahora mismo qué derroteros tomará mañana la trayectoria de estos artistas, por dónde querrán ir, por dónde acertarán a hacerlo.

      Pero lo más importante ya está hecho: esa mecha encendida, ese estar ya en el aire tras haberse atrevido a saltar, esa conciencia de no haber apenas límites cuando la tinta, las pinturas al agua o los pasteles, gracias a la técnica, pueden ponerse al servicio de un universo interior y, atravesado de emoción o belleza, hacerlo aparecer ante los ojos de todos, en medio del mundo, entre las cosas y la luz.

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