Místico y juglar


Por Fernando Gracia    

    La visita a nuestra ciudad de Rafael Alvarez, el Brujo, hace tiempo que es casi una costumbre. Desde que nos fascinara con su Lazarillo raro ha sido el año en el que no se ha asomado a algunos de nuestros espacios escénicos para ofrecernos sus propuestas.

      Y digo “espacios” por precisar mejor, porque aún no se me ha olvidado la vez en la que se movió por el Rincón de Goya para volver a interpretar al citado pícaro, no limitándose al escenario sino ascendiendo por aquella ladera donde asentábamos nuestras posaderas los espectadores.

      El cordobés ha conseguido sintetizar sus habilidades artísticas en un estilo propio, que bien podríamos denominar así de sencillamente como “estilo Brujo”. No ha faltado quien lo ha comparado al que durante los últimos años de su fértil carrera exhibía el gran Vittorio Gassman cuando se enfrentaba al público en solitario.

      ¿Y por qué no? Sus inflexiones de voz, su amor por la mejor poesía, su histrionismo, su facilidad para saltar de lo más profundo a lo más liviano, sus aparentes improvisaciones, y siempre, siempre el absoluto dominio de la situación incluyendo ahí el dominio de nuestro interés y nuestras voluntades durante la hora y media o más que nos dedica.

       En esta ocasión la excusa para su espectáculo es nada menos que Juan de Yepes, San Juan de la Cruz para la eternidad. Su poesía, algunas de sus andanzas, buen número de las leyendas que adornan su biografía, todo ello cocinado con el inefable verbo del juglar que sabe arrancarnos la carcajada cuando se lo propone para después deleitarnos con profundos pensamientos y arrebatados versos.

      Al poco de comenzar ya nos tenía a los espectadores en el bolsillo. Su aire pícaro y bohemio, su dominio de nuestra lengua –cuántos académicos posiblemente no le lleguen a la suela del zapato-, su innegable oficio sobre las tablas y su enorme amor a la mejor literatura hacen que el espectáculo fluya con rapidez y frecuente encantamiento, despachando finalmente uno de los más redondos a mi modo de ver de los que le hemos visto en estos últimos años.

      Y por si fuera poco la propuesta resulta didáctica, cumpliendo así una de las funciones del buen teatro: que el espectador salga sabiendo algo más de lo que sabía al entrar. Que parece cosa baladí, pero que estimo no lo es ni mucho menos.

      Éxito innegable. Palabras finales de agradecimiento en plan colega, como si estuviéramos en un bar de copas y a esperar su siguiente visita, traiga lo que traiga.                                                              

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