«Las líneas perdidas», mediometraje documental de José María Ballestín y Antonio Tausiet

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Por Don Quiterio

     Cuentan las crónicas que algunos de los asistentes a una primitiva proyección, al ver las imágenes, en blanco y negro y sin sonido, de una locomotora llegando a la estación de La Ciorat, en 1895, se retiraron hacia atrás por temor a ser atropellados.

      No extraña que la prensa parisina titulara con cursilería al día siguiente: “Con el invento de los hermanos Lumière… la muerte deja de ser absoluta”. Y, a pesar de la desconfianza de los propios inventores, el cine va a ser un éxito. Y el tren, ya desde estos inicios cinematográficos, crea atmósfera en el imaginario colectivo. Que se lo digan, si no, a los Chaplin, Keaton u otros cómicos del cine mudo americano. O a los hermanos Marx, al expresionismo alemán, a los ‘westerns’, a las hazañas bélicas, a los documentales sobre el holocausto, a las comedias románticas con despedidas folletinescas, a las nuevas olas europeas, al cine, en fin, de ayer y de hoy.

     A principios del siglo diecinueve, Peter Mark Roget hace una gran aportación cuando afirma la persistencia de imágenes en la retina, por lo que el movimiento se puede descomponer en una sucesión de imágenes fijas. Es decir, la fotografía es el punto de partida para lograr representar el movimiento. El movimiento del tren, sin embargo, es otra cosa, aunque sirva para proyectarlo en una pantalla en el salón Indien del sótano de un gran café en el bulevard de los Capuchinos en París, ante un variopinto grupo de gente que se reúne para ver qué es eso que se anuncia como el cinematógrafo.

      El ferrocarril, es cierto, supone en el tercio central del diecinueve europeo un auténtico motor económico por su extraordinario atractivo para atraer capitales nacionales o extranjeros y, asimismo, por el impulso que da a sectores tan diversos como la minería del carbón (y del hierro, en menor medida), la siderometalurgia, la construcción (de vías, estaciones y aduanas, túneles y puentes) o la tala de madera. Y, por supuesto, dinamiza la expansión del comercio, transportando rápidamente todo tipo de mercancías, el correo y los pasajeros.

     Si, en efecto, en el siglo diecinueve se impulsa el ferrocarril como medio de transporte al amparo del desarrollo del maquinismo, ya en el veinte y en estos inicios del veintiuno se perfecciona para adaptarse a los tiempos, pues el tren siempre ha sido una tecnología de vanguardia en la sociedad industrial. De los viejos vagones de madera hemos pasado a las máquinas de alta velocidad. De las viejas y ruidosas máquinas de vapor a los modernos trenes que atraviesan nuestro territorio con destino a lo más remoto del continente en un tiempo récord. El progreso no se detiene y sirve para mantener una sociedad abierta a la innovación y al comercio, al turismo y a la industria. En Aragón, Zaragoza y, algo más tarde, Huesca quedan rápidamente integradas en la red, pero Teruel no lo consigue hasta principios del siglo veinte.

     El tándem formado por José María Ballestín y Antonio Tausiet ha unido fuerzas para la ejecución de ‘Las líneas perdidas’ (2014), un estupendo mediometraje documental en torno a los trayectos ferroviarios abandonados en la capital del Ebro y hace, con pulcra caligrafía narrativa, un repaso audiovisual por los recorridos ya inexistentes de los trenes en la ciudad de Zaragoza, aportando los datos para una pequeña historia ferroviaria de la urbe y rellenando un hueco en la memoria ciudadana, reivindicando la puesta en valor de lo que aún existe en este interesante pasado.

     Este documento es un relato y, como tal, es deudor del tiempo de su historia, o sea, del presente, de su propia historicidad. Contar y escuchar lo que pasó es como una cosa muy humana. Explicarnos nos singulariza como especie. Se puede confundir el pasado y la memoria, pero son dos cosas muy diferentes. El pasado se reconstruye con hechos, con eventos que han sucedido. La memoria es un acto de hoy que recuerda el pasado y siempre lo transforma. Somos, en fin, memoria de un paisaje. Sin memoria no seríamos nada.

     Estamos, en efecto, ante un ejercicio sobre la memoria, una reflexión en forma de investigación donde el pasado y el presente se entrecruzan de manera tan fluida como de marcado interés, al tiempo que sugiere toda una serie de sentimientos, con su lirismo y su carga de libertad, tristeza y felicidad. Estas viejas líneas ya perdidas nos ofrecen un viaje en el tiempo, acaso la búsqueda de un futuro sin olvidar su historia y su leyenda. Conservando nuestro patrimonio construimos una sociedad mejor que valora el arte, el conocimiento y la cultura.

     Acompañado por un plano animado, que sirve de hilo conductor a los sucesivos enclaves filmados cámara en mano –a veces, con la técnica de la aceleración-, el documental reivindica puntos ferroviarios de la ciudad de Zaragoza –vías, casetas, túneles, apeaderos, señales, aduanas, puentes- ya desaparecidos o simplemente abandonados, en una muestra de la dejadez política por el patrimonio urbano, a través de la voz en ‘off’ del propio Ballestín y una música –muy bien elegida- que realza las imágenes con dinamismo y eficacia.

      Con una exquisita delicadeza, los cineastas, que ya habían trabajado juntos un año antes en el documento ‘Aniversario 40: asociación de vecinos del barrio San José de Zaragoza’, intentan ahora, con buenos propósitos y resultados estimulantes, hacer llegar a los espectadores la historia de aquellas líneas férreas –“caminos de hierro”, en su acepción original- que, directa o indirectamente, afectan a esta ciudad inmortal, a las que se acompañan otras de estimada curiosidad, relativas a los pasos a nivel, considerados como los puntos negros de la circulación rodada. Se trata de que el espectador pueda apreciar no solo la importancia y el desarrollo que el ferrocarril aporta a la sociedad, sino el impulso que da a los pueblos, llevando arte y cultura, comercio e industria, convirtiendo las aldeas en poblados y estos en ciudades.

      El ferrocarril es el más poderoso medio de transporte terrestre utilizado hasta la fecha. Su invención no es cosa de un día y, como casi todos los inventos, tiene sus detractores, que ponen a prueba el genio y carácter de sus descubridores. En su momento, el aragonés Jerónimo Borao escribe el siguiente fragmento poético: “¡Monstruo indomable, siempre gigante, / que silbas por los llanos y montañas, / y vives con la sangre / del fuego que circula en tus entrañas! / ¡Reptil inmenso que, asombrando al mundo, / cruzas honda canal y aéreo puente / y te pierdes del monte en los abismos, / y en la torcida senda te recoges, / y asomas en la margen del torrente! /¡Asombro pavoroso que doliente / ayes al viento lanzas, / el humo al respirar de tus volcanes! / ¡Rey del espacio y árbitro del tiempo, / vestigio que, fantástico y sin nombre, / a polvo redujeras los titanes, / y humilde doblas tu cerviz al hombre!”. El poeta dice las cosas, pero Ballestín y Tausiet las muestran, nos permiten verlas más intensamente, en un retroceso temporal, de olvidos y fragancias.

    Los Lumière, vuelvo a ellos, ensayan algo tan poco arrogante como filmar un fenómeno a través del tiempo: el ferrocarril que parece arrollar a los incautos espectadores. La auténtica imagen cinematográfica (entre otras cosas, claro) no solo vive con el tiempo, sino que el tiempo también vive gracias a ella. ‘Las líneas perdidas’ es un documental sostenido por el tiempo, puesto que el tiempo y su elaboración por medio del recuerdo es su argumento. Su trama, efectivamente, no es otra que la propia construcción de su sentido.

     La idea, pues, es dar con el sentido, el sentido del propio cine. Hay que dejar claro que las normas ordinarias del cine comercial y las producciones televisivas corrompen al público de forma imperdonable, porque le roban cualquier posibilidad de contacto con el arte. Es triste lo poco que valoramos el tiempo cuando llevamos a gala el placer que producen las cosas que hacen que nos olvidemos de él. El tiempo pasa rápido en el placer. Solo en el aburrimiento, el tiempo se hace visible. Los cineastas de ‘Las líneas perdidas’, acaso menos frívolos, se esfuerzan en capturar el tiempo: solo en él se hace visible la vida. Y a ello dedican un documental que acaba exactamente donde empieza: en los raíles. Su obra, como la vida, empieza donde termina.

     Esto es lo que hacen José María Ballestín y Antonio Tausiet en este documento ferroviario, con la lógica de lo poético, la búsqueda de la armonía, la relación armónica entre los hombres y las máquinas, el arte y la vida, el tiempo y la historia. La película se sostiene sola como la novela que imagina Flaubert empeñada en convertir el tiempo, la memoria y la realidad en materia cinematográfica. Si hacemos caso a la taxonomía ideada por el francés Gilles Deleuze, el tiempo es, en un principio, una consecuencia derivada de la producción cinematográfica, del montaje. Solo posteriormente, de la mano de gente como los italianos Rossellini o Antonioni, el cine se empeña en ofrecer una imagen directa del propio tiempo.

     ‘Las líneas perdidas’ es una historia de abandono, de memoria, de herencia, como los viejos puntos de conexión ferroviarias, antiguas estaciones, restos de taquillas, puestos del guardagujas, viviendas de los jefes de estación, por los que la cámara, a la manera del maquinista que se adentra por los caminos a través del convoy, pasea. O corre. Edificaciones en ruinas, silencios, polvo, vías retorcidas y comidas por la maleza. Territorios míticos que tantas veces se hicieron realidad retumban por encima de las palabras recordadas, porque no queda nada ni nadie. Viejas instalaciones ferroviarias como metáfora de todas las raíces perdidas. La memoria es el mejor amigo y el peor enemigo del hombre.

     El cine, el audiovisual en general, necesita películas como esta para mantenerse vivo. Sin riesgo no hay opciones de ganar y sin osadía no hay intentos. Necesitamos, pues, intentos apasionados que saquen las narraciones audiovisuales de su letargo. Es imprescindible que empecemos a creer que esto también es necesario para nuestras vidas. Somos historias y nos alimentamos de historias. El cine es un buen almacén de donde extraerlas. Y ya sus primeros espectadores se retiraban hacia atrás por temor a ser atropellados… por un tren. Cosas de las locas motoras. O de sus líneas perdidas.

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