Solo se vive una vez (7): El azote cinematográfico de Gabo

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Por Don Quiterio

     Luis Buñuel bebe mucho de la literatura y debe mucho a la literatura, pero la literatura, al mismo tiempo, debe mucho al calandino. El cineasta, en cierto modo, es uno de los inspiradores del llamado ‘boom’ latinoamericano, de García Márquez, de Vargas Llosa, de Cabrera Infante, de Fuentes, de Mutis, de Donoso, de Cortázar y de otros tantos tan valiosos o más, pero desconocidos y menospreciados por la misma corriente, tan envidiosa y engreída.

     Son unos compañeros de viaje muy complejos que consiguen que el mundo deje de ser aquella zona como una cueva variopinta de dictadores, ladrones, torturadores con pretensiones de aristócratas o de líderes del proletariado. Enseñan un continente rico, exuberante en sus carnavales y en sus velorios, lleno de mitómanos dispuestos a contar los kilómetros entre sus casas y la luna, y poblado por comunidades que no saben de qué lado de la cama se sueña con la esperanza y cuál produce exclusivamente pesadillas con el desencanto.

      Gabriel García Márquez acaba de morir y su América, como la del resto de sus compañeros de fatigas o la del propio cine azteca de Buñuel, es un poco irreal. No falta nunca la ilusión, viaje o no en tranvía, ni la magia silvestre que hace que aparezca el amor. Pero, de pronto, el amor se desvanece, el pan se vuelve aire, y el dolor y la felicidad intercambian sus carnés de ciudadanos. Los que hacen los cambios reales, los que reinventan los juegos con las palabras y las imágenes, los tiempos y los días, reconcilian a los latinoamericanos con sus pueblos aburridos, el mediodía tieso y caliente, los abuelos y la pobreza, las putas tristes, los borrachos, los tarados y los soñadores. Esta es una vertiente muy importante de la herencia que dejan estos literatos y el propio director de ‘Los olvidados’, porque ayudan a descifrar las fotos viejas y a rescatar los paisajes y las historias que se quieren ocultar por ignorancia o por vergüenza.

     La cercanía que forja el escritor colombiano con el cineasta turolense –o viceversa- desencadena una respetuosa correspondencia de admiración. Se conocen a través de otros dos exiliados españoles, Luis Alcoriza y Julio Alejandro, guionistas ambos del maestro. Pronto, establecen una pronta amistad. De hecho, quiere el escritor que el cineasta le filme un guion titulado ‘Es tan fácil que hasta los hombres pueden’, pero Buñuel está con el proyecto de ‘El ángel exterminador’ y no tiene tiempo para experimentos del ‘boom’. El ‘boom’, en realidad, no es tanta novedad, porque ya está antes William Faulkner. También Rulfo y Onetti. En México escribe Max Aub relatos imaginarios que resultan proféticos. Y alguna otra escritura novedosa se suma al ambiente latinoamericano del momento. De ahí bebe Gabo. Y Buñuel. Los vínculos son muy estrechos entre el surrealismo del turolense y el realismo mágico que envuelve a sus escritores. Lo real es lo mismo que lo imaginado. Y al revés. La ficción ha sido eso, es eso. Lo que pasa es que aquella escritura está llena de fantasmas, de tiempos retorcidos, de amores que duran más de lo que dura el tiempo.

      Antes de convertirse en mecenas del cine latinoamericano y caribeño con la creación en 1986 de la fundación de ese nuevo cine y la escuela internacional de cine y televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba, García Márquez ya vive un largo y complicado idilio con el cinematógrafo, una relación que se puede rastrear en sus tempranos artículos periodísticos y que empieza a cristalizar en 1954 con la dirección de un cortometraje de tintes surrealistas, ‘La langosta azul’, realizado con otros cineastas incipientes a partir de un guion propio, poco antes de su ingreso en el centro experimental de cinematografía de Roma. Diez años más tarde, tras iniciarse como guionista en el cine mexicano, tiene lugar la primera adaptación de un cuento suyo, ‘En este pueblo no hay ladrones’ (Alberto Isaac, 1964), donde se reserva el papel de atolondrado taquillero de un cine de pueblo y Buñuel aparece como un sacerdote rural con profundo acento aragonés. Al poco escribe el primer filme de Arturo Ripstein, el wéstern intelectual ‘Tiempo de morir’ (1966), a quien, años después, deja en sus manos la adaptación de ‘El coronel no tiene quien le escriba’ (1998), película afortunada más por lo que tiene que ver con el cine de Ripstein que con la literatura de Gabo.

      Sus guiones y adaptaciones por acreditados nombres del cine latinoamericano, aun interesantes, no se encuentran entras las mejores películas de sus directores: Roberto Gavaldón con ‘El gallo de oro’ (1964), Miguel Littin con ‘La viuda de Montiel’ (1978), Jaime Humberto Hermosillo con ‘María de mi corazón’ (1979), Felipe Cazals con ‘El año de la peste’ (1980) o Fernando Birri con ‘Un señor muy viejo con alas enormes’ (1988). Tampoco han destacado las producciones europeas o estadounidenses basadas en sus obras, pues la magia del escritor no refulge en pantalla como en libro, las imágenes concretas del cine pierden enfrentadas a la imaginación lectora que alimenta el colombiano: ‘Crónica de una muerte anunciada’ (Francesco Rosi, 1987), ‘El amor en los tiempos de cólera’ (Mike Newell, 2007) o ‘Memoria de mis putas tristes’ (Hennig Carlsen, 2011). La vena cinematográfica de Gabo cala con dignidad y aplomo en su hijo Rodrigo, director de ‘Cosas que diría con solo mirarla’, ‘Nueve vidas’ o varios episodios de las series ‘En terapia’, ‘Los Soprano’ y ‘A dos metros bajo tierra’.

     Es curiosa la anécdota acontecida en el festival de Cannes de 1982, cuando García Márquez es jurado del certamen. Werner Herzog presenta su ‘Fitcarraldo’ -que tanto debe a ‘Subida al cielo’-, con su barco que trepa montañas, su proyecto de ópera en medio de la selva, su soledad y su locura. Dicen que entonces el alemán se dirige al colombiano y le expresa su deseo de hacer una película juntos, a lo que este le responde complacido: “Quédese tranquilo, que ya la hemos hecho”.

     Y poco tiempo antes de la muerte de Gabriel García Márquez, muere en La Habana el cineasta José Massip, buen amigo del escritor colombiano y del mismo Buñuel. Miembro de la élite intelectual de realizadores cubanos que desde el comienzo de la revolución se compromete con la creación de una cinematografía nacional, el crítico, pedagogo y ensayista Massip desarrolla una extensa carrera al servicio del séptimo arte en su país. Autor de filmes como el clásico ‘Historia de un ballet’(1962), colabora con otros cineastas ilustres como Julio García Espinosa, Alfredo Guevara y Tomás Gutiérrez Alea. En la década de 1970, Massip decide salir de Cuba para retratar los procesos libertarios que se extienden a lo largo de África, lugar en el que rueda ‘Angola, victoria de la esperanza’ y lugar en el que escribe ‘Los días del Kankouran’.

     De todo este tipo de cine siempre ha sido un experto Alberto Elena, que también acaba de fallecer. Autor de libros como ‘Los cines periféricos: África, Oriente Medio, India’ y ‘Abismos de pasión: una historia de las relaciones cinematográficas hispanomexicanas’, Elena ha sido fundador y director de revistas del prestigio de ‘Secuencias’ y ‘Archivos de la filmoteca’, y ha escrito excelentes artículos sobre Luis Buñuel, sobre el azote cinematográfico de Gabo y, por extensión, de todos los guiones y adaptaciones que del ‘boom’ latinoamericano se han producido.

     Y no quiero terminar sin antes hablar de las coincidencias en las memorias de Gabriel García Márquez, ‘Vivir para contarla’, y las de Luis Buñuel, ‘Mi último suspiro’. Para ellos, lo vivido y lo soñado forman parte de la misma realidad. Las biografías pueden ser fascinantes, pero sin el misterio de la creación literaria, mera agenda. La memoria es otra cosa. La de ellos retiene lo que sucedió y lo que tal vez sucediera. Las miradas hacia el interior de unas imágenes suspendidas tras los años que, de nuevo, hablan, vagan por las estancias ocultas de lo que damos en llamar memoria. La realidad, ahora lo recuerdan, es mejor que la nostalgia, pero también la ficción es mejor que la nostalgia. Y las conversaciones que todo lo atraviesan de historias que se intercalan, de vidas cruzadas en el tráfago fatal del tiempo.

 

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