El gallinero


Por Martín Ballonga

   Según el diccionario enciclopédico Larousse, la palabra “gallinero” se refiere a la persona que tiene por oficio criar y vender gallinas. O el lugar donde se crían gallos y gallinas. También indica el conjunto de localidades situadas en la parte más alta de un teatro, cine o…

…sala de espectáculos; las más baratas, ya sabéis. O el sitio donde hay mucho barullo, jaleo o griterío.

    Carlos Calvo, subdirector de ‘El pollo urbano’, y Emi Nogueras, responsable de la sección gastronómica de esta revista, son las cabezas visibles de una nueva taberna zaragozana ubicada en pleno pulmón del barrio de la Magdalena, en la calle de las Cortesías. ‘El gallinero’ se llama, en efecto. Un lugar que pretende iluminar la vida cultural de esta ciudad inmortal que apenas come de cultura y apenas deja comer a los demás.

    Desde la sencillez y la heterodoxia intelectual, el garito va siendo frecuentado por artistas varios, poetas proscritos o elevados, músicos callejeros o de grandes avenidas, gentes de la farándula y el audiovisual, universitarios jóvenes o no tan jóvenes, librepensadores o refinados ‘clochards’. Un lugar donde el arte parece entrar y salir a su antojo en todas sus formas, al tiempo que lo hace la vida cotidiana y el día a día.

  Un lugar, también, de borrachos y enamorados, de albañiles y arquitectos, de fontaneros y poetas, de actores y tramoyistas, de plásticos y políticos, de agitadores e indigentes. En la mezcla se encuentra su síntesis. Un gallinero, vamos. El jaleo. Y todos ellos van a ser capaces de configurar el perfil humano de un nuevo lugar de encuentro. Un lugar donde prima la conversación y el amigo se siente siempre protegido, querido, mimado.

  Los bares en que a uno le llaman por su nombre resultan especialmente acogedores y su ambiente tiene algo de familiar, entre el eco de las tertulias, acaso intelectuales, acaso chabacanas, acaso etílicas. Esto sucede en ‘El gallinero’, en el que, a medida que va entrando la noche, cierto barullo y caos se adueñan del lugar. El jaleo. Ya decía Eugenio d’Ors, refiriéndose a las tertulias de taberna, que o dabas una conferencia a las ocho de la tarde o te la daban.

  ‘El gallinero’ mantiene esa tradición de la conversación amistosa, de la adorable brisa del conversar, el ambiente relajado, la cripta de la hospitalidad, el laberinto de la fantasía, el horno de la meditación, la caja fuerte de las ideas, el cofre donde el aroma de los dulces venenos quizá ya no espere esparcir sus efectos. Y el barullo.

  Muchas veces, cuando uno se siente perdido e incomprendido, y le entra el síndrome de la soledad, sabe que si se acerca por cualquier taberna amiga a lo mejor se le arregla la tarde-noche. Las mejores tabernas son las que aúnan un revoltijo de fragilidad y ausencia, de envidias y conocimiento. Las que aúnan, en fin, el olor de la cocina y el vino, el olor de cada individuo, las toses, las risas, el bullicio, el esperpento español.

  Y tanto Carlos como Emi, o tanto Emi como Carlos, ansían un tono familiar, como si estuviéramos en nuestra propia casa, en una suerte de familia numerosa. Con su griterío y todo. Un bar de tertulias en el que se ayuda a rebajar los niveles de estupidez de los vanidosos, de los malhumorados, de los malcarados, de los cabrones.

  El reportaje fotográfico que acompaña a esta reseña es la fachada del local, recién pintada por Kalitos, el Melgares, Jalper, Chefo e Iru. Los chicos, ya sabéis, de ‘Malavida’. Emi y Carlos, o Carlos y Emi, se fueron a comer opíparamente con ellos para celebrarlo. No podía ser de otra manera. El jaleo. O el gallinero.

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