Un espacio vacío. A Rafael Esteban, mi amigo.


Por Dionisio Sánchez

   Me pone carne de gallina y se me afloja el lagrimal tan solo al recordar  la estrofa inicial que entona el cantautor argentino Alberto Cortez al referirse a la pérdida de un amigo y al que, con su seguro permiso, le voy a robar unas coplas: Cuando un amigo…

…se va…queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo

    A finales del mes de noviembre de este año que se acaba, Rafael Juan de Dios Esteban Lorente (como a él le gustaba signarse con retintín cuando estábamos en actos de alto copete  o en presencia de señoras susceptibles de futuros escarceos) abandonó el barco zaragozano con menos destrozos en el cuerpo que su admirado Blas de Lezo, ese almirante español cojo manco y tuerto que logró resistir el ataque de toda la flota inglesa que armaba 195 buques con tan solo 6 navíos en  Cartagena de Indias,  cuando corría el año 1741.

   No tenía esos destrozos en el cuerpo pero el intento de sobrellevar con dignidad  las consecuencias de un  malhadado ictus, sufrido unos meses antes, se lo llevó por la borda pese a sus desesperados intentos por forzar su rehabilitación. Tras la primera operación, parecía que todo iba a ser posible ya que “el hombre de acero” (como él mismo se nominaba antes de alguna de las innumerables “batallas” que hemos afrontado) tenía  una capacidad extraordinaria para el sacrificio y el esfuerzo que exigen estas duras recuperaciones. Y con su pierna, arrastras al principio, y articulada con elegancia después de los ejercicios de atleta a los que se sometía en régimen espartano, “bolinga uno” recorría el habitual paisaje tabernario junto a “bolinga dos” que era yo, según ilusa y desacertada  definición de terceros que todavía, a estas alturas, no se habían enterado de que ambos, Rafa y yo, éramos abstemios.

   Y así, poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que la vida nos había hecho un poco más viejos y que habríamos de olvidar viejas aventuras en moto, en Land Rover o en barca. Pero bueno, lo importante era seguir disfrutando del huerto, de la “Torre de Daroca” y de las charradas sin fin en el vermú o por las tardes de crucigrama y clarete en el Praga.

   Pero tras segunda intervención, tardana hasta el hastío pero que ahora sabemos que nos permitió tenerlo con nosotros un tiempo más,  algo olía a podrido.

   Cuando un amigo se va queda un tizón encendido  que no se puede apagar ni con las aguas de un río. Y mientras los médicos nos decían que esa lentitud en la recuperación era algo normal y su familia y amigos veíamos avances en pequeños logros diarios, todo se venía abajo cuando aparecían unos espasmos traidores que había que cortar a pastillazo limpio. Y cuando le tuvieron que hacerle  la traqueotomía para favorecer la expulsión de mucosa y nos vimos privados  de su voz, un manto de oscuridad nos cegó las esperanzas. Pero había que seguir luchando. Y él lo hacía.

   Cuando un amigo se va se detienen los caminos y se empieza a revelar el duende manso del vino. Y todos los días, en los paseos cerveceros, cual viuda afligida, tenía que dar el parte de situación que su hermano Juan Francisco u otras amigas de la red que se había creado al respecto, me habían llegar. Y el comunicado casi siempre era el mismo: Todo sigue igual. Aunque no era así, pero teníamos que creer que el camarada Rafael avanzaba contra toda suerte de problemas que las largas estancia hospitalarias conllevan. Y cada día, las visitas, eran más y más desoladoras porque los avances estaban excesivamente ralentizados. Y bebíamos en su honor  cervezas en la Madalena, en el Vinagre`s Rock, los lunes, los amigos de la peña a la que él llevaba tiempo sin acudir.

  Cuando un amigo se va se queda un árbol caído que ya no vuelve a brotar porque el viento lo ha vencido. Y en estos que parecían días aciagos cuántas veces se rememoraba entre sus amigos el anecdotario donde él era el protagonista: cientos de viajes en Land Rover rodando la  naturaleza de nuestro Aragón, el descubrimiento chusco del “tomate corporalis”, 11 botellas de Möet & Chandon Brut Impérial abatidas en un solo ataque en una noche bilbilitana, la admiración que despertaba por sus conocimientos de mecánica y su capacidad como regidor teatral, fotógrafo y conductor de riesgo, su generosidad supina para acudir , presto como el rayo, a todas las peticiones de ayuda de cualquier tipo que le fueran solicitadas, los huevos fritos en la sartén de la Nasa ejecutados con leña de secuoya   en la “Torre” de Daroca  y, cómo no, su éxito con las mujeres, envidia de todos sus amigos… Y en este último asunto permítaseme una frivolidad que no es otra que  destacar que todavía no se conoce mujer alguna despechada hacía él ¡Qué tendría el maricón!

  Cuando un amigo se va queda un terreno baldío que quiere el tiempo llenar con las piedras del hastío. Finalmente,  he de destacar su riquísima colaboración pollera. Dirigió la revista  taurina del Pollo  Urbano que llegó a ser inmensa en cantidad y calidad pues no se detenía en mientes para recorrer con sus amigos taurinos ganaderías de España. Y de allí nos traía reportajes únicos que los buenos aficionados saboreaban. Porque él no era taurino. Era “torista”. Amaba los toros y era un entendido que participaba en tertulias de radio y televisión. Al final se hartó de pelear con “aficionados”, dejó la revista, pero continuó con su afición pero ya, desde la “barrera”. Estaban acaeciendo sus últimos días en el hospital San Juan de Dios, cuando el Subdirector del Pollo, Carlos Calvo, pudo asistir a un recital privado que al borde de su cama le dio el gran Luis Felipe Alegre leyéndole, como sólo él sabe hacerlo, estos párrafos de “La música callada del toreo” que escribiera José Bergamín:

(…)

    He oído decir a muchos viejos aficionados y toreros que cada vez es más difícil ver un toro bravo en la plaza, que es muy raro ver salir por los chiqueros de las plazas un toro bravo. Pues ¿qué es un toro bravo? No entremos ahora en el laberinto de sus clásicas definiciones, que van desde Pepe Hillo hasta Domingo Ortega.

   Contentémonos con decir que, ante todo, el toro bravo es un toro que embiste y que esto lo sabe hacer el toro, según don Ramón Mª del Valle Inclán, hace miles de años. Es indudable que si los toros no embistieran no habría toreo posible y que todo el arte de torear no hubiera existido. Sin embargo ahora vemos salir al ruedo con tanta frecuencia, que casi diría que no vemos otros, toros que no embisten.  En cambio, vemos en la mayoría de esos toros que no embisten toros que pasan, es decir, que siguen fácilmente el engaño de la muleta o la capa con tanta docilidad como si estuviesen amaestrados. Nos parece entender que esa diferencia que decimos entre un toro y otro, uno que embiste, otro que pasa, que sigue el trapo rojo con una embestida tan débil, tan suave, tan dócil, que ya no nos parece una embestida, es la que separa un toro bravo de otro que no lo es: lo que los diferencia. También el buey, uncido a la carreta, sigue al boyero que le pica para estimularle que le siga y que marcha delante de los bueyes con su pica al hombro.

   Y es posible que esas palabras se quedaran en su cabeza herida  para servir de alimento mientras caminaba, cada vez más deprisa, para llegar al embarcadero de Caronte, donde rendiría su vida un triste día de noviembre del año 2017.

    “Bolinga dos, llamando a bolinga uno, ¡conteste!”.

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