Por Carlos Calvo
Las cosas que importan son las únicas que permanecen. Suelen estar cerca y no exigen más verdad que saber lo que se quiere.
Lo demás, antes o después, adquiere ese color de guinda muerta de cuando además de trasnochar se ha madrugado para nada. Si, como explica el aforismo horaciano, no pueden perdurar mucho tiempo los textos escritos por bebedores de agua, la literatura más interesante es la escrita por alcohólicos. O eso dijo Javier Barreiro en la presentación de su libro ‘Alcohol y literatura’ (Menoscuarto, 2017), en la zaragozana librería Cálamo, con Luis Alegre (el de Lechago, no el de Podemos) como maestro de ceremonias.
Para muchos, el alcohol ha sido el primer amor y, bien se sabe, el amor verdadero es tan solo el primero. Dice Raymond Chandler por boca de Terry Lennox en ‘El largo adiós’ que el alcohol es como el amor. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo único que hacemos es desvestir a la muchacha. Y es que el amor es algo maravilloso que, a veces, mata como el tabaco, los pasteles… o el vino. Son muchos los escritores que aseguran que su inspiración les llega del imaginario vínico. La literatura y el vino, a lo largo de los siglos, van de la mano, porque escribir, marchar con los amigos a las tabernas a beber y a jugar a las cartas, es un menú lleno de inspiración para cualquier literato que se precie.
Luis Alegre (el lechaguino, repito, no el de Podemos) preguntaba, diseccionaba el libro de Barreiro, y este se explayaba en sus contestaciones. Había sintonía y complicidad, sabiduría y humor, pues ya se sabe que, parafraseando a nuestro paisano Buñuel, una presentación sin risas es una presentación perdida, y lo que generalmente se consigue es hacerle perder el tiempo a uno y no pocas veces las ganas de salir por piernas. Entre Alegre y Barreiro, o entre Barreiro y Alegre, había química, han vivido y han bebido. Hay que desconfiar de los escritores que no han vivido, que no han bebido, que no se han metido en líos, que solo han leído y han emborronado, sin más, refugiados entre libros y más libros, en una quietud sospechosa. La mejor literatura es la borracha, la etílica, la alcoholizada de palabras, polvo de verbo, y pensamientos.
Por la librería del reconocido Paco Goyanes aparecieron José María Gómez, Fernando Ayora, Mila Coca, Rodolfo Notivol, Pilar Lorenz, Ángel Artal, Javier Torres, Ana Dubón, Mariano Ester, Jesús Soria, Pascual Sanz, Pilar Aguarón, Ramón Acín, José Luis Acín, Estrella Pardo, Pilar López, Rosa Jaime, Alberto Romero, Antonio Ibáñez, Alba Martín, Blanca Chollet, José Alejandro Franco, María de Big, Julio Martín, Sagrario Manrique, Fernando Seral, María Gómez Patiño, Fermín Ezpeleta, Silvia Pennings, un suizo, la mujer del suizo, el reloj de cuco (menoscuarto), Rosebud, Pandora y el holandés errante, el quiosquero de la esquina y así. Tampoco faltó el rapsoda Luis Felipe Alegre, pero no llegaron, maldita sea, el de Podemos, Cudós, el de la papiroflexia o el de Clásicos Luna.
No era el caso, claro, pero las causas superficiales son las excusas que se suelen argumentar para desencadenar, pongo por caso, una guerra, mientras que las causas profundas son las que realmente mueven el conflicto. La mejor literatura, digo, viene de una existencia llena de conflictos, de personas que desempeñan todo tipo de oficios más o menos ilegales, que consumen drogas y enloquecen, que se enriquecen varias veces seguidas para dilapidar todo hasta no tener donde dormir, que protagonizan altercados con armas de por medio, que intentan suicidarse (el suicidio, lo dice el filósofo, es la apoteosis de la rebelión), que son encarcelados, que se relacionan con putas, chulos y estafadores de todo pelaje, que se entregan al vino barato, siempre abocados a la frustración, y que luchan, a fin de cuentas, contra el alcoholismo con la ayuda de otros exadictos hasta que ven la luz al final del túnel.
Se dice que los escritores suelen estar más cerca del infierno que del cielo, pero este oficio ya no tiene nada de bohemio. El escritor cumple su horario como un oficinista. En literatura, hoy, con solo talento y calidad no se va a ninguna parte. Hace falta algo extraliterario. También hay escritores que si llegaran a alcoholizarse no alcanzarían ni las suelas de las faraonas sandalias de Faulkner, ese escritor que “con una copa crezco, con dos me agiganto y con tres me hago infinito”. O el mundo de Scott Fitzgerald, al que siempre ocurren cosas, tan vulnerable él, tan inmenso escritor del derrumbe, el fracaso y el efecto que provoca el alcohol. O el universo de Brian Friel, cuyo aroma etílico sabe a esos hogares rodeados por muros de piedra y huele a acantilados y a tabernas.
Barreiro documenta en su libro las relaciones que, a lo largo de la historia, han tenido el fruto de la viña y la literatura, ese matrimonio del cielo y el infierno. O al revés. Contar historias alrededor del vino (o de cualquier otro líquido fermentado o destilado) es catar con palabras, encasillar ese fruto en un tipo concreto. De esto es un maestro el maestro Buñuel. Lo de Hemingway es otra cosa: un mal literato que escribe porque algo tiene que decir entre borrachera y borrachera. ¿Es mejor estar borracho de amor que de vino? El vino es algo más que el zumo de la uva. Representa una cultura. Es como un lienzo donde la mano del hombre expresa olores, sabores, sensaciones. A veces nos empeñamos en buscarle explicaciones a las cosas en vez de limitarnos a disfrutar de ellas. Esto también es del maestro Buñuel. Nos educan de tal manera que tenemos los remordimientos antes incluso de haber cometido las faltas. Lo cierto es que cada vez que razonamos sobre un deseo, tanta sensatez, por lo general, solo sirve para privarnos de un placer.
Desde que el mundo es mundo, el placer del vino es una argumentación literaria. La literatura y el vino, en efecto, tienen desde sus inicios una relación que, como casi todas las grandes pasiones, está marcada por turbulentos desencuentros e intensos acercamientos. No puede ser de otra manera, por cuanto una y otra disciplina suponen dos formas de aproximarse al pleno conocimiento de las cosas, si bien por vías diferentes. Ese parece ser el objetivo de Javier Barreiro, porque ofrece una muestra de cómo distintos escritores intentan ese acercamiento entre el vino y la literatura, entre el alcohol y la prosa poética. Los mejores escritores son los de madrugadas fuertes y fondos de vasos vacíos.
El alcohol tiene un poder que admira y desconcierta, que transmuta la nieve en fuego y el fuego lo vuelve piedra. Los escritores del medioevo, que en esto son más sabios que el vulgo, consumen cantidades ingentes de vino ya que sospechan del agua por la falta de higiene. Hoy, para algunos escritores, la noche sin alcohol es un suplicio, aunque saben que abusar de él puede llevar a perder el norte. Con juicio o sin juicio, y cuando el alcoholismo no alcanza en ningún instante el ‘delirium tremens’, muchos escritores sueñan con el éxito y, si llega, pueden emborracharse. Pocos procuran tener los pies en el suelo. Y luego se quejan de las resacas. El éxito les cambia la vida para mal, porque no lo tienen nada claro y no se agarran a la realidad. No saben que los sueños son un buen sitio para ir de visita, no para quedarse. Escriben como eruditos, con la cabeza, cuando, en realidad, la erudición no puede ser impostada: hay que escribir con el corazón. Los que pueden, actúan; los que no pueden, escriben. Las historias, en todo caso, no hay que escogerlas. Las historias eligen a uno.
Elogian el vino Shakespeare, Marlowe, Byron, Quevedo. Y Góngora, para que no se enfade el bueno de Antonio Pérez Lasheras, aunque no apareció en el envite. Pero la flor, el velo, la nota, los puntos blancos de la vanguardia, están en la memoria. No bebemos ni vivimos lo suficiente. Cuando apenas empezamos a comprender las cosas nos damos cuenta de que ya hemos envejecido. La botella que te alegra el día y te calma las penas, que promete salud y energía, es como la literatura, que no está para pontificar. Ni para adular. La habilidad para describir una tragedia sin sentimentalismos es una de las mayores cualidades de un escritor. Dickens sabe describir su tiempo: trabajo infantil, niños abandonados, pobreza extrema, bebedores de vino barato, tabernas de mala muerte… Y, aun así, sus novelas son optimistas, y eso que los escritores son, generalmente, destructores. La vinculación entre las tabernas y la literatura lo explica muy bien Stefan Zweig en el cuento ‘Mendel, el de los libros’, y no se comprenderían los movimientos estéticos contemporáneos sin estos establecimientos.
A Barreiro le encantan las tabernas, sobre todo si son antros lúgubres y con aires de decadencia. Para él, acudir a estos lugares de cotilleos y de embustes suele ser sinónimo de aventura y diversión. Nada como un tugurio sórdido para coleccionar seres extraños, que te dan, además, ideas para imaginar los relatos más inverosímiles. Son lugares en los que se empina el codo y los mejores retiros para unas resacas del copón. Del copón bendito o del copón del vino tinto. Estos lugares, en fin, son el mejor de los antídotos cuando el insomnio hace acto de presencia y las noches comienzan a arder. “Mientras frecuentábamos la taberna que más nos apetecía”, escribe Pla, “pedíamos una botella de vino del Rin y enviábamos tres o cuatro violetas a la puta más descarada”.
A la hora señalada, y sin descaro, la librería Cálamo echó la persiana y los que nos apuntamos acudimos a la taberna del “poeta borracho”. Tras trago va, trago viene, los que quedamos en pie fuimos en peregrinación cabezuda a un mítico restaurante del casco histórico cesaraugustano. El servicio, bien, gracias. Los platos, escasos. Acaso no eran horas para excesos gastronómicos, que luego vinieron los etílicos, aunque no sirvieron, vaya por dios, caldo de la bodega ‘Luis Alegre’. Cenaditos y contentitos, nos despedimos todos. Los conocidos y los desconocidos. Los suizos y los errantes. Los alegres y los abstemios. Porque las cosas que importan, decía al principio, son las únicas que permanecen. Suelen estar cerca y no exigen más verdad que saber lo que se quiere. Lo demás, antes o después, adquiere ese color de guinda muerta de cuando además de trasnochar se ha madrugado para nada. El morbo de zozobrar en el océano del alcohol no llegó hasta el naufragio. Así fue.
O no del todo. Porque, solitario, aún cerré el último antro abierto de la Inmortal. Y allá me encontré con un amigo “de toda la vida”, al que no veía hace tiempo. Nos fundimos en un abrazo tabernario y hondo; despotricamos un poco de todo y de todos, y hablamos de los amigos comunes de los días de vino y rosas, subiendo la voz. Y propusimos tomarnos una última copa. ¿Dónde, si ya estaba todo bebido? Dicho y hecho: nos metimos en un bar de putas. Una camarera bizca, a la que costaba moverse, con las tetas al aire, se acercó hacia nosotros y nos puso en la mugrienta barra lo que habíamos pedido: dos chupitos de nuestro whisky favorito con un par de piedras, en vasos anchos. Sí, el whisky, ese trago que no entiende el maestro Buñuel, aunque es el único alcohol que se puede tomar. El menos perjudicial, el alcohol diurético, el líquido de la bondad, de la fantasía, de la imaginación. El whisky, al decir de Pla, “convierte al hombre, como engullidor de sopas de leche, en un ser desdoblado y crítico, observador y atento dentro de la inevitable y necesaria fantasía”.
A los pocos minutos entró un tío al puticlub. Era viejo. Tenía una barriga de la hostia. Su nariz era como una patata roja. Iba mal vestido. Con una mano sostenía una vieja máquina de escribir cutre, y con la otra una maleta de cartón más cutre todavía. Se sentó a nuestro lado. “Soy Charles Bukowski, el escritor más grande de todos los tiempos; invitadme a una cerveza”, nos dijo. “No nos jodas, tío, Bukowski la palmó hace tiempo”, le espetó mi amigo. “¿Y qué?”, enfatizó. “Que tú eres un colgao, joder”, le contesté. Sacó su carnet de conducir. Nos enseñó unos cuantos folios. Un libro de relatos. Efectivamente, era él. “No entendemos nada”, le dijimos. “Y, además, llevas una pinta de pringao que te cagas; si fueras Bukowski estarías lleno de pasta y con una rubia al lado”, insistía mi amigo. “Sois unos mamones”, nos dijo. “Todo es pura rutina. Sentarte ante la máquina y escribir. Follarte jovencitas. Salir en los periódicos. Dar conferencias. Las apariencias engañan”.
Miró a su alrededor. No había ninguna puta. Se tocó las pelotas. “Voy a cascármela”, dijo. Se abrió la bragueta, sacó una cosa roja, se escupió la mano derecha y empezó a pelársela. Nos apartamos. Se corrió enseguida y nos miró con cara de aburrido. Nos preguntó que a qué nos dedicábamos y se lo dijimos. “Vosotros tendríais que tener un estanco”, aseveró, implacable. “¡Y tu puta madre!”, respondió mi amigo, cabreado. “No había otra que la mamara como ella”, dijo. “¿Cómo lo sabes?”, le pregunté. “Me lo contó mi padre”, respondió y se fue. Y nosotros tras él.