Una aproximación al retrato en Aragón (1820-1963)

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafael Esteban

   Hay muchas cosas que solo podemos disfrutar una sola vez en la vida y de las que no somos conscientes cuando las tenemos delante. Joseph Mitchell escribió que el momento más emocionante…

…de su existencia había sido el contemplar a un pájaro picando la corteza de un árbol para construir su nido.  El tiempo es como una inmensa acumulación de fotogramas que van configurando nuestra historia individual. 

  Estoy hablando de la historia individual –y artística- de una pareja formada por Eduardo Laborda e Iris Lázaro, zaragozano él y soriana ella, y de su nido pictórico que han ido recopilando a lo largo de cuatro décadas. Es lo que ellos denominan “el rostro del tiempo”. Frente a la perplejidad que nos suscita el devenir del tiempo, una palabra que tiene tantos sentidos que impiden definirla con precisión, solo nos queda el recurso a los momentos, que son distintos, únicos e irrepetibles porque son solo nuestros. A esas cosas vistas una sola vez que, si lo pensamos bien, abarcan nuestra existencia. 

  De esta suerte de nudo entre pasado, presente y futuro participan Iris Lázaro y Eduardo Laborda, o Eduardo Laborda e Iris Lázaro –tanto monta-, quienes, a lo largo de sus vidas vividas, han ido amasando, esto es, su particular nido pictórico, poco a poco, como la vieja hila el copo. Desde la adolescencia han tenido dos nortes que les han atraído, obsesionado y subyugado por igual: la pintura y, por extensión, las artes y las letras. Unas vidas y unas obras repletas de riquísimos detalles, de rincones biográficos, de amor. 

  La vida, así, es como una vida de contrabando y en préstamo, siempre buscada entre fragmentos de ruina, recuerdos evanescentes, historias incompletas. No hay nostalgia en Iris Lázaro. No hay nostalgia en Eduardo Laborda. No hay nada de regodeo en el pasado. Hay, sí, incomodidad por el presente. Y ternura, mucha ternura. Y tristeza por las vidas y las obras que les precedieron, sin las que, entonces sí, sus propias vidas serían incomprensibles. 

  ¿Cuándo se pierde una pieza? Cuando desaparece físicamente, o cuando las personas que han estado en contacto con ella mueren o la olvidan. ¿Es posible vivir el presente sin saldar cuentas con el pasado? ¿De qué estamos hechos, sino de memorias y no solo del tejido de los sueños que decía Shakespeare? Lacerantes o dichosas, con las memorias se ha construido nuestra vida, y se sostiene luego, y para eso se guardan, incluso cuando son pequeños instantes rescatados de “los andrajos o retazos del tiempo”, por decirlo con un verso de John Donne. Tal intento de salvación frente a la devoración del tiempo está en el hondón de toda obra de arte, pero, sobre todo, y como en un furioso desespero, en la pintura. 

  La idea tradicional de la belleza entendida como una manifestación de armonía formal y material es un punto de partida y un elemento del que no se puede –o no se quiere- prescindir, pero es también una noción que se cuestiona y desmiente. Así se entiende esta particular colección de rostros en el tiempo, y quedamos sumergidos en una aproximación al retrato en Aragón, de autores aragoneses o muy vinculados con la comunidad, unas piezas datadas entre 1820 y 1963 y que podemos ver y disfrutar por primera vez en el museo Pablo Gargallo de Zaragoza, desde el diecisiete de febrero hasta el veintiuno de junio de este año 2015. 

  Entre las cuarenta y siete obras expuestas de esta colección privada cedida al museo destacan, por encima de las demás, las del autorretrato de Francisco Marín Bagüés (de 1927), el anónimo que retrata a una anciana con mantilla negra en la cabeza (el mejor cuadro de la exposición, realizado hacia 1900) y los retratos de Ramón Martín Durbán (el de la mujer de pelo cano con un cruz colgada al cuello, de 1926) y del riojano asentado en Aragón Ángel Díaz Domínguez (hecho al farmacéutico zaragozano Gabriel Faci en 1926). Se encuentran también otras peculiaridades como un boceto para una vidriera realizado en 1931 por Santos Cuadros, caricaturas de Marcial Buj ‘Chas’ o de Manuel Bayo Marín (de quien el propio Laborda dirige un documental y escribe una biografía) aparecidas en la prensa del momento, el pintor catalán Salvador Escolá de viaje a Zaragoza para hacerse clientela o el trabajo del vallisoletano Arturo Montero Calvo, discípulo de Federico de Madrazo y fallecido a los veintisiete años, del que se puede ver un cuadro de 1882. La única artista de la muestra es Josefa Valls, con un retrato de 1894 que tiene la particularidad de estar ejecutado sobre una fina tela de algodón. 

  Esta colección privada cedida al museo Pablo Gargallo se divide en tres bloques. El primero se compone por veinte dibujos y caricaturas a lápiz, carbón, tinta y aerógrafo. El segundo bloque lo forman tres fotografías (dos firmadas por Victoriano Balasanz y una por Alvareda y Moliné, retocadas a lápiz y acuarela) y por once pinturas al óleo del siglo diecinueve, que muestran la competencia entre el ideal romántico de la pintura y la nueva realidad de la fotografía. El último de los bloques, titulado ’El triunfo del estilo’, se compone de trece pinturas al óleo de la primera mitad del siglo veinte. 

  Con todo y con eso, se pueden ver retratos realizados por Tomás Fierro, oscense de Barbastro formado en la escuela de pintura, escultura y grabado de Madrid; Francisco de Cidón, valenciano, discípulo de Sorolla, profesor de dibujo en la instituto Goya de Zaragoza y autor de los carteles anunciadores de las fiestas pilaristas de 1925 y 1927; Alberto Duce, zaragozano y autor de las carteleras cinematográficas para la empresa Parra; Manuel Navarro, catalán y profesor de los propios Eduardo Laborda e Iris Lázaro en la escuela de artes aplicadas de Zaragoza; Luis Berdejo, turolense que se traslada a Barcelona para continuar la actividad docente que inició en Zaragoza; Ángel Rael, zaragozano que compaginó su trabajo en la confederación hidrográfica del Ebro con la pintura, la publicidad y la ilustración; o Enrique de Vicente Paricio, nacido en Guadalajara, de padres turolenses, que vive con desahogo de los numerosos encargos de la burguesía zaragozana, seducida por su amable pintura de aire fotográfico y colores luminosos. 

  También hay trabajos de Manuel Lahoz, turolense de Oliete, frecuentador de capeas y corridas, afición juvenil que quedará reflejada en numerosas obras a lo largo de su vida; José Luz Corbín, valenciano de Monserrat y dibujante en Jaca de los cuerpos subalternos de ingenieros de la quinta región militar, con un retrato de Ángel Rael presente en la colección; Félix Gazo, oscense de Boltaña y dibujante en diarios como ‘La Voz de Aragón’ o ‘Heraldo de Aragón’; Juan José Gárate, turolense de Albalate del arzobispo que pinta al natural el retrato de Alfonso XIII por encargo de la diputación zaragozana; Rafael Aguado, zaragozano considerado como el pintor del Ebro; Mariano Oliver, zaragozano de Zuera especializado en la temática costumbrista e historicista; o Adolfo del Águila Pimentel, gaditano de Jerez y también especializado en la pintura costumbrista. Respecto a la calidad de las obras expuestas, de todo un poco. 

  Las pinturas que se exhiben proceden de galerías, colecciones privadas de familias aragonesas, anticuarios e incluso algunas han sido rescatadas del rastro zaragozano. El trabajo de Eduardo Laborda e Iris Lázaro ha permitido recuperar obras que, en muchos casos, se hubiesen perdido o estarían en el olvido, y ellos se han preocupado de adquirir y conservar. La lluvia, la interminable lluvia del tiempo, ni siquiera borra el pasado. Las sombras de cada vida acechan en el perdido rincón de la memoria. Con errantes pasos, el precio de la historia permanece y dura. 

  Unas pinturas, en fin, que ven por primera vez la luz, el nido pictórico que han ido amasando Eduardo Laborda e Iris Lázaro a lo largo del tiempo.  El tiempo, ya saben, es como una inmensa acumulación de fotogramas que van configurando nuestra historia individual. Y termino, por su interés, con estas divagaciones –sustanciales y reveladoras- de los propios Eduardo Laborda e Iris Lázaro, o Iris Lázaro y Eduardo Laborda -tanto monta-, que sirven de preámbulo a esta singular exposición. 

  La fascinación que siempre han suscitado en el espectador esos ‘amuletos contra el olvido’ –que para el poeta Gerardo Diego eran los retratos- quizá se deba a esa capacidad de rescatar al individuo de su época, permitiendo conectar a través de las expresiones, atuendos y escenarios donde representaron su papel los protagonistas del cuadro con un tiempo pasado, que nos proporciona, además, una valiosa información en función de la ‘manera de hacer’ de cada artista (técnica, interpretación de los rasgos psicológicos, estereotipos…). 

  Fue a partir del romanticismo cuando los protagonistas del retrato dejaron de pertenecer casi exclusivamente a la élite social, apareciendo en el lienzo personas de la más variada condición (con los que sintonizaba el anónimo público). Este cambio de tendencia favoreció la progresiva popularización del retrato a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, llegando, en las primeras décadas del XX, a ser considerado un género plenamente moderno que enriquecía sobremanera las corrientes vanguardistas. 

  En la actualidad, el interés por el retrato ha alcanzado su cota más alta catapultado por los récords de cotización de Modigliani, Van Gogh, Picasso, Francis Bacon o Lucien Freud, propiciando, a su vez, la organización de exposiciones como ‘El retrato elegante’, ‘El retrato español, del Greco a Picasso’, ‘El retrato moderno en España’, ‘Retratos: obras maestras del centro Pompidou’ o la actual ‘El retrato en las colecciones reales’, con el esperado lienzo de Antonio López. 

  Pero el interés por este género no debería limitarse a las elevadas cifras de subasta y a los espectaculares montajes. Sería deseable, para ahondar en su recuperación, que aparecieran nuevas iniciativas que dieran a conocer el trabajo de otros retratistas que, por circunstancias diversas, no han gozado de suficiente reconocimiento, aunque hayan realizado excelentes obras. 

  Este es el motivo que nos ha llevado a mostrar esta selección de retratos encontrados en Zaragoza, un recorrido por la cara oculta de la historia más cercana a través de 41 cuadros, todos ellos datados entre 1860 y 1963, con la excepción del anónimo ‘Niña con perro’ (1820) que, aparte del valor iconográfico, posee el interés de las inscripciones que figuran al dorso: ‘Sobradiel’ y ‘Mª Rosa’, nombres que inducen a pensar que la retratada en el idílico paisaje (¿con el Ebro al fondo?) pudiera pertenecer a la aristocracia de la villa zaragozana. 

  Otro de los aspectos a resaltar en la muestra es la inclusión de tres fotografías, hábilmente retocadas, como ejemplo del impacto que provocó en las artes plásticas la aparición de la nueva forma de congelar la realidad. Parece ser que los primeros en beneficiarse del revolucionario invento fueron los retratistas al descubrir que, mediante fotografías del modelo, las interminables y molestas sesiones de posado se reducían considerablemente. En el último tercio del siglo XIX era sabido y aceptado que los más prestigiosos retratistas recurrían a fotografías del modelo. El pintor Walter Sickert, convencido de que los métodos tradicionales estaban desfasados, afirmaba que utilizar el modelo en más de una sesión, pudiendo usar fotografías, era un ejercicio de ‘puro sadismo’. Quizá el primero en utilizar el daguerrotipo fuera Jean-Auguste-Dominique Ingres, el pintor que más interés suscitó en Federico de Madrazo (Roma, 1815-Madrid, 1894). Este, a su vez, influyó en la mayoría de los retratistas españoles de la época.

  De los retratos expuestos que llevan la huella de Federico de Madrazo destacaríamos un lienzo con las iniciales A.M.C.-G.H. Después de consultar bibliografía, llegamos a la conclusión de que solo podía ser del vallisoletano Arturo Moreno Calvo. Las letras G.H. corresponderían a la ‘Galería Hernández’ de Madrid, que comercializaba sus obras. Posteriormente localizamos la publicación de José Carlos Brasas Ejido sobre ‘La pintura del siglo XIX en Valladolid’, que aportaba datos del pintor relacionados con nuestra ciudad: en 1886 participa en la exposición organizada por el ayuntamiento zaragozano, obteniendo medalla de primera clase con el óleo ‘Futuros artistas’, que iría a formar parte de los fondos del Museo de Bellas Artes. Dos años antes, el Estado había adquirido el lienzo ‘La muerte del rey don Pedro I de Castilla’, que actualmente preside la escalinata de acceso a la primera planta de la facultad de Filosofía y Letras de la universidad de Zaragoza. 

  Más curiosa es, todavía, la trayectoria de cinco obras del pintor barcelonés Salvador Escolá Arimany (hermano del fotógrafo Lucas Escolá). Resulta que, con la publicación del número 10, dábamos por concluida la primera etapa de la revista ‘Pasarela’. Pero nos quedaba la frustración de no haber conseguido datos del autor de las obras que no permitieran publicar un artículo. A los pocos días de la presentación de la revista, recibimos la llamada de la nieta del pintor, María Escolá, ofreciéndonos documentación y la biografía realizada por ella, que luego desarrollaría Soledad Gutiérrez en el número 11 de ‘Pasarela’. Además del autorretrato del pintor, tenemos dos rostros de la esposa, María Sabaté (hija del fotógrafo zaragozano). El más antiguo, realizado hacia 1883, viajó con la familia de Zaragoza a Lisboa, posteriormente a Oporto, para regresar, finalmente, a nuestra ciudad, pasando por Madrid (lugar donde murió el pintor). Las obras permanecieron durante años en una vivienda de la calle Jussepe Martínez, a escasos metros del palacio del Prior Ortal, antes de comprarlas al galerista de la calle Santa Cruz, Ricardo Ostalé, que también nos proporcionó el extraordinario retrato de Francisco Marín Bagüés, fechado en 1927, y el de la anciana firmado por otro de nuestros artistas fetiches, Ramón Martín Durbán. 

  Una de las obras más interesantes de la colección es el retrato que Ángel Díaz Domínguez pintó a su amigo y protector Gabriel Faci Abad (Monegrillo, 1878-1932). Químico-farmacéutico, Gabriel Faci viajó a Argentina para trabajar en la puesta en marcha de la azucarera de Tucumán. Ya de regreso, en Zaragoza aplicó sus conocimientos científicos a su gran pasión, la fotografía, y, junto a su hermano Miguel, fue uno de los fundadores de la Sociedad Fotográfica. 

  En 1980 se dio una extraordinaria circunstancia relacionada con un lienzo de Mariano Oliver Aznar (maestro de Marín Bagüés). Nos referimos al retrato que hizo a su hijo Eusebio, en 1907, en el estudio de la calle Roda, número 1 (actual Santa Isabel), y que fue expuesto –según consta en una ficha adherida al dorso del cuadro- en la V Exposición Internacional de Barcelona celebrada ese año. Con el tiempo, Eusebio Oliver Pascual se trasladó a Madrid, ciudad donde adquirió un gran prestigio como médico. Frecuentaba con su amigo José Camón Aznar las tertulias dominicales del ‘Baviera’. Posteriormente, la tertulia se trasladó al domicilio del doctor, presidida por el retrato juvenil. A la muerte de Eusebio, la residencia de Camón Aznar tomó el relevo. El retrato volvió a Zaragoza y fue puesto a la venta en 1980 en la galería de Mariano Naharro, en la calle Manifestación, a escasos metros del lugar donde, setenta y tres años antes, fue pintado. Más de cien años después permanece todavía muy cerca de ahí y próximo al museo dedicado a su amigo Camón Aznar.

  Aún resulta más curioso, si cabe, el hallazgo que nos ha permitido identificar al autor de un boceto para vidriera, adquirido junto a otros dos dibujos de igual factura. Se trata de una figura cuyos rasgos fisonómicos parecen coincidir con los de Asunción Clavero, esposa de Miguel Larrinaga, el naviero vasco que mandó edificar el legendario palacio del zaragozano barrio de Montemolín. Posteriormente, repasando en la hemeroteca el año 1931 de ‘Heraldo de Aragón’, localizamos la entrevista realizada a un vidriero de Durango llamado Santos Cuadrado… con la enorme sorpresa de que en la fotografía que ilustra el texto aparece el artista dibujando ¡uno de esos tres bocetos que adquirimos! y en sus declaraciones anuncia una próxima exposición en Zaragoza de retratos en cristal. 

  Pero si analizando minuciosamente, una y otra vez, la vidriera de Santos Cuadrado pudiera surgir alguna duda respecto a la identidad de la retratada, tenemos, en cambio, la certeza absoluta de que la joven de azul que pintó Juan José Gárate hacia 1900 es Josefina, hermana de Asunción Clavero, ambas primas del pintor, como puede comprobarse cotejando las fotos familiares reproducidas en el libro ‘Los cuatro viajes del Palacio de Larrinaga’, de Ignacio Iraburu y Jesús Martínez Verón (Ibercaja, 2000). 

  Presa fácil de caricaturistas por su enorme nariz, el doctor Ricardo Lozano Monzón fue captado en 1930 por el lápiz de Bayo Marín para ‘La Voz de Aragón’. Al año siguiente fue expuesto en el casino de Teruel, y en 2007 vino a parar a nuestras manos junto a ‘Eugenia Enríquez Girón, Miss España 1934’. Si el rostro del catedrático de Patología y Clínica Quirúrgica de la universidad de Zaragoza representa un ingenioso ejemplo de caricatura sintética, el de la pícara sevillana es una de las mejores obras de madurez del ‘mago del aerógrafo’, que le dio fama tras ocupar portada en la revista ‘Crónica’. 

  Y concluimos este breve repaso a las anécdotas protagonizadas por algunos de nuestros personajes predilectos recordando al periodista gráfico Marcial Buj ‘Chas’. El dibujante y redactor de ‘Heraldo de Aragón’ está presente con varios perfiles humorísticos –autocaricatura incluida- destinados a ilustrar sus artículos de prensa y con las siluetas de Lenin, Stalin y Trosky, en un estilo que recuerda las máscaras en chapa de Pablo Gargallo, referencia de retratistas al que manifestamos nuestra gratitud por ceder las salas de su museo, temporalmente, para esta muestra. 

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