¿Ropa como obra de arte?

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Por Manuel Sánchez Oms

    Nuestro amigo y colaborador nos cuentas sus impresiones acerca de la actual exposición del museo Galliera de la Moda e incluso -nos cuenta- ha llegado a plantearse profundas dudas  existenciales. Cuestión normal luego de pasarse siete horas  al día observando tejidos suspendidos

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Manuel Sánchez Oms
Crítico de Arte  

      Como corresponsal en París y crítico de arte de nuestro querido Pollo Urbano, debo iniciar estas “IMPRESIONES DE FRANCIA” con un primer informe acerca de mis experiencias más próximas y que están ligadas directamente con las circunstancias de mi vida.   

     Vigilando en calidad de “gardien” la actual exposición del Museo Galliera de la Moda, -una de esas funciones que solemos cumplir los historiadores de arte españoles en nuestra proyección internacional-, he llegado a plantearme profundas dudas existenciales. Normal, teniendo en cuenta que paso siete horas al día (incluyendo muchos fines de semana) observando tejidos suspendidos como por arte de magia, y visitantes instruidos y orgullosos del corte y confección. Con ellos mantengo una curiosa relación basada en la insistencia y en la reiteración hasta las fronteras de la inercia: yo repito mis plegarias –“on peut pas prendre de photos”, “no pictures please”, “pardon madame, ne touchez pas s’il vous plait”-, mientras ellos se hacen los sorprendidos como si no lo supieran. Entre tanto alguno me habla: “¿no estará usted un poco harto de ejercer un oficio tan repetitivo?”. Desde luego no le cuento todo lo que he estudiado para poder llevarlo a cabo, sería vergonzoso y humillante para mí. En cambio, me armo de valor y respondo: “ustedes observan los cadáveres estáticos del arte mientras yo me deleito con la vida animada de las gentes que vienen a visitarlos. Ustedes pagan y yo cobro. Curiosas relaciones de mercado”. Y son muchos los que, a pesar de todo, me aseguran nutrirse con los alimentos “bio” de establecimientos comerciales justos. De este modo, una vez aclarados nuestros diferentes puntos de vista, cada uno nos replegamos en nuestros respectivos rincones.

            Pero no aporto nada si, siendo que el museo no cuenta con una colección pública permanente de la moda, no comento la exposición temporal que actualmente tiene ahí lugar, desde el 28 de septiembre hasta el 26 de enero, y que ha servido de reapertura del museo tras cuatro años de restauración. Se trata del diseñador de moda, –aunque él se defina directamente como un “costurero”-, Azzedine Alaïa, uno de los grandes del resurgimiento de la moda parisina en los años 80 junto con creadores de la talla de Jean-Paul Gaultier, a quien por cierto tuve ocasión de ver en la exposición mientras analizaba con detalle los vestidos, lo que me puso bien nervioso dado que su dedo se aproximaba excesivamente a las tramas de los tejidos. Y muchos de ustedes, estimados lectores, -quizás los más avispados-, se preguntarán cómo se puede dedicar tanto tiempo a un puñado de vestidos con la ingente cantidad de desnudos que hay que vestir cada día si no queremos que reserven buena parte de sus vidas a tejer vegetales y desollar animales en vez de mirar las musarañas durante 40 horas semanales como hacen hoy en día.

            Pues bien, para ello hay que atender, tal y como debemos hacer en todas las exposiciones y colecciones que vayamos a visitar en la actualidad, al cofre que las alberga, en este caso un palacio historicista concebido a finales del siglo XIX por el arquitecto Paul René-Léon Ginain por petición de la Duquesa de Galliera Maria Brignole-Sale de Ferrari, con el fin de alojar la colección de obras de arte de su propiedad y de su fallecido marido el Duque de Galliera, la cual decidió donar a la ciudad de París. Por circunstancias burocráticas y aristocráticas, el museo nunca llegó a albergar la colección Galliera, así que se decidió desde 1895 dedicar la planta baja a exposiciones temporales, la primera de las cuales una muestra de “retratos de damas y encajes”, lo que quizás sirvió de precedente al actual museo de la moda inaugurado en 1977, -el mismo año que el Museo Pompidou curiosamente-, aunque antes haya servido a otras iniciativas, como aquella tan interesante del Conseiller Municipal Quentin-Beauchard, consistente en instituirlo como un museo de artes industriales, antecedente más fresco si se quiere a su actual uso que los encajes de señoras. Aún así, no podemos borrar el arraigado sustrato artístico y académico del museo que condiciona sus propios muros, erigidos en un estilo que, frente a los eclécticos historicismos franceses de aquella época, -como la Ópera de Garnier cuyo proyecto Ginain no ganó-, intentó resurgir el proyecto renacentista del arte como medio de conocimiento y sabiduría, tanto por la naturaleza de la colección que iba a conservar en un primer momento y la condición italiana de la Duquesa, como por las inclinaciones del arquitecto Léon Ginain, encargado de todo el sexto distrito de la ciudad y profesor en el Colegio de Bellas Artes, y quien disfrutó además de una estancia como pensionario en la Villa Medici de Roma entre 1853 y 1857, donde pudo imbuirse de todo el espíritu humanista que transpiraban los muros y las ruinas restantes del esplendor renacentista italiano. Por ello el Palacio, a pesar de su estructura en hierro realizada por la empresa Eiffel, fue concebido al modo de esas villas italianas del siglo XVI (Villa Rotonda, Villa Medici, Villa Borghese, etc.) dedicadas a la colección y estudio de esculturas y fragmentos procedentes de la Antigüedad y que de un golpe se instauraron como obras de Arte, como modelos referenciales de la norma y del equilibrio. Este fin fue ilustrado en el tardío ejemplo de París, por el mosaico que cubre el suelo y las cúpulas, diseñado por Giandomenico Facchina, siguiendo los modelos geométricos de los mosaicos imperiales romanos, especialmente las grecas que hoy encuentran continuación en la moqueta diseñada por Christian Lacroix, lo que intenta dejar patente la voluntad de continuar las aspiraciones del museo –constantemente amenazadas por las indecisiones y rectificaciones de políticos y mecenas-, de ofrecer una muestra cultural de interés especial para el pueblo parisino, tradicionalmente interesado por la costura y la moda. Finalmente se optó por acoger el legado de la Societé de l’Histoire du Costume, el Musée du Costume (el cual pasó a llamarse a partir de entonces “Musée de la Mode”) que había albergado con anterioridad el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París situado justo enfrente del Palacio Galliera. Pero eso, tal y como veníamos diciendo, no borra el pasado artístico del centro. Tan sólo poco antes, en los años 50, se destinó a la exposición de pinturas de autores residentes en la ciudad como refuerzo del intento de París por construir un concepto de “escuela” propia que compitiese con la emergente ciudad de Nueva York.

            La decisión de dedicarlo a la moda forma parte más bien de un proceso aún mayor por el que toda una serie de realidades no consideradas tradicionalmente dentro del recinto sagrado de las Bellas Artes, han sido integradas no tanto por ellas sino por sus instituciones, especialmente por los museos, colecciones y salas de exposiciones. Esto no sólo atañe a collages, ensamblajes, events, performances y música de ruidos (El Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París dedica estos meses una sala al pionero de la música concreta Pierre Henry), sino también a todas aquellas materias consideradas tradicionalmente como “decorativas” o “menores” -más despectivamente aún si cabe-, y que el historiador austriaco Aloïs Riegl decidió acuñarlas con el nombre de “artes industriales” a principios del siglo XX como una respuesta contundente a los acontecimientos que la humanidad venía viviendo desde los inicios de la Revolución Industrial. Algunas de las visitantes que más conversación me ha dado en el mes que llevo ahí trabajando, próxima a Alaïa y seguidora ferviente de su producción, me brindó su opinión acerca de la muestra: por su frialdad (la del cadáver artístico) el museo no es un lugar apropiado para el calor que desprende la producción de Alaïa. Está bien para esculturas y pinturas, pero no para este tipo de producción. Quizás por ello, tal y como me comentaba esta señora anónima para mí, hayan escogido su producción más exótica –o extática-, más “africana”, siendo que se trata de un couturier natural de Túnez, lo que resta popularidad a su producción, así como las referencias en las leyendas que acompañan los vestidos, a las grandes vedettes que los han llevado en galas y eventos, lo que enturbia aún más los 20 luxes necesarios para la conservación de los vestidos y de nuestras migrañas, y que se mantienen constantes en una sala donde nada se tira, lo que nos obliga a nosotros los “gardiens” a intercalar entre nuestras plegarias un “no abra las cortinas, por favor, señora”. De hecho, este lado exótico, primitivo e incluso bestial (caso de un conjunto compuesto por un corto abrigo de clásico corte austriaco y una falda consistente en una piel y pelaje de una cabra negra), ha sido cuidadosamente escogido por los comisarios, así como los vestidos realizados con pieles de reptiles, colmillos, conchas, etc., cuando Alaïa es conocido precisamente por haber elevado a la alta costura junto con el nailon, los motivos sintéticos de las pieles de animales (animal prints). Aún así y como si de una provocación a las protectoras de animales se tratase, han escogido para el cartel la piel de un cocodrilo. Nosotros los “gardiens”, armados tan sólo con un walkie-talkie,  tenemos clarísimo lo que debemos hacer cuando lleguen los militantes de estas organizaciones con sus botes de pintura: “¡a mí, seguridad!… cambio y corto” 

     No obstante y desde un punto de vista más general, lejos quedan de esta exposición y del actual estado de la moda, los diseños populares y propios del agitprop de Exter, Stepanova, Popova, Suetin, Klucis y tantos otros vanguardistas soviéticos, dispuestos a ser reproducidos industrialmente para extenderlos a toda la población, con el fin de difundir los principios constructivos de una nueva sociedad, sustentados sobre la realidad de las cualidades de la materia y de sus posibilidades formales, al tiempo que anulaban las diferencias de apariencia entre unas clases que ya se creían extintas en su país. En cambio y a pesar de ser conocido por su compromiso democrático, la humilde inclinación de Alaïa por considerarse “costurero” frente a “diseñador”, adquiere su doble filo cuando se trata de instituciones artísticas. Él justifica esta elección suya a que “no nos vestimos con dibujos”. Con ello enarbola su sincera profesionalidad y directa manualidad. Pero seamos francos: con las manos dedicamos un montón de tiempo a un único vestido que vestirá a una sola persona afortunada, mientras que los mecánicos procesos de producción y reproducción, permiten realizar más copias, diferentes tallas de un mismo vestido, y preservar un uso racional de los recursos ambientales. Se trata de la misma democratización de la imagen de la fotografía frente a la pintura. Los modernos procesos de fabricación han lanzado las viejas ideas contra la materia hasta aplanarlas. Un buen diseño está concebido en función de los soportes materiales de su reproducción, contempla el trabajo en equipo frente al individualismo que a pesar de las posibilidades técnicas actuales reina hoy sobre la faz de la tierra, permitiendo desigualdades que la humanidad nunca antes había conocido ni permitido. Éste es el único lado de la originalidad que hoy conocemos, la del artesano que, como buen burgués, se ha hecho a sí mismo encerrado entre las cuatro paredes de su taller, proyectando su estrechez en los viajes y visitas que esporádicamente realiza al exterior según viajes organizados de empresas y agencias de viajes de grandes cadenas comerciales. De hecho, han sido los diseños de Alaïa para grandes y populares firmas, una vez asentado en los años ochenta en el barrio obrero y multicultural de Barbès, los que han hecho de Alaïa un costurero democrático, hasta el punto de haber diseñado él mismo el motivo de las bolsas de plástico de la cadena Tati a modo de las barras bicromáticas de Daniel Buren. Pero aún así su defensa del trabajo artesanal y manual del tejido desvela sus orígenes artísticos. El arribó a París a fines de la década de los cincuenta cuando aún no tenía ni veinte años, con el fin de estudiar en el Colegio de Bellas Artes, ahí donde aprendió las cualidades escultóricas del cuerpo humano, especialmente del femenino. Dedicado a la costura para ganarse la vida mientras estudiaba, fue en realidad con este oficio que alcanzó su éxito, trabajando para firmas como la de Christian Dior. Una vez adquirida la forma corporal trabajó su revestimiento, esto es, la propia piel, su apariencia misma que es objeto primero del arte, cortándola y recomponiéndola a su voluntad de artista en el mundo de las apariencias que él mismo había creado.

    De hecho, la continuación de la exposición encuentra de manera estratégica continuación al otro lado del Boulevard Président Wilson, en la Salle Matisse del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París, donde se expone ahora mismo, además de los murales abstractos de estética 3D -deudora de la infografía- del artista chino Zeng Fanzhi, y precisamente de una colección de tapicerías realizadas por conocidos artistas plásticos, la abstracción del pintor moscovita asentado en París Serge Poliakoff, quien formó parte de la nueva abstracción parisina defendida por historiadores como Jean Cassou como una nueva Escuela de París y que, en el caso de este artista ruso, se hacía eco de las investigaciones formales de los vanguardistas de su país, de suprematistas y constructivistas, para canalizarlos hacia la expresión individual y no hacia la construcción de una nueva realidad, lo que le permitía redescubrir posibilidades de la pintura como la factura y la transparencia, tal y como ocurre con la costura y los empeños institucionales del Ayuntamiento de París, del Museo Galliera y de su actual director Olivier Saillard, precisamente historiador del arte. De esta manera la producción de Alaïa continúa próxima al arte, tal y como siempre lo ha estado, en el Groninger Museum, en el Gugenheim de Soho, en el CAPC de Burdeos, etc. Al defender la costura no se aleja del arte sino todo lo contrario: la reivindica como un arte, lo que deriva de su propia concepción del oficio consistente en la idea del artista que trabaja directamente la materia y que hace de la realidad un modelo, lo que nos separa de ella misma irremediablemente. Los más fervientes de la moda recurrirán en defensa de esta concepción medieval y gremial, a los circuitos propios de este oficio, por los que las grandes cadenas imitan en materiales más asequibles y en medios de producción más baratos, las formas de las grandes firmas. Pero eso implica una degradación del modelo –la idea- en su materialización plural. Convierte una mínima facción de la realidad material en un modelo, es decir, en una idea, concretamente artística. Y hace mucho tiempo ya, antes de la exactitud digital y numérica, que la reproducción es simultánea y fortalece la invención. El original se pierde entre las copias porque nada los distingue. Son estos medios los que han llevado a cabo de manera más efectiva la utopía socialista, y no las grandes ideas de unos poco iluminados. La realidad de los vestidos posa sin carne, sustentada por imperceptibles maniquís recortados para cada vestido, a modo de espectros que, ante el dolor de mis ojos por tanta oscuridad, renacen como visitantes que alzan sus hombros para sacar nuevas fotos. ¿A quién esta vez? 

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