Miserias (y gestos) del franquismo o la aproximación a un libro colectivo coordinado por Julián Casanova

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Por Carlos Calvo

   Jehová le dice a Caín que peregrinará toda su vida, pero será maldito aquel que lo mate. Caín no puede morir. Por eso es el origen de Occidente: todos somos hijos de asesinos y tenemos una culpabilidad monstruosa, pero evitamos pensar en la culpabilidad que nos atañe.

    La guerra civil todavía sigue porque los españoles no están dispuestos a saber cuál es su grado de responsabilidad y siempre está buscando culpables: “Los asesinos son los franquistas”. Cada vez que dicen eso lo que están diciendo es “yo soy inocente”. Y cada vez que alguien se proclama inocente, se tiene ante los ojos un culpable. La figura de Francisco Franco, ese hombre, vuelve a generar un reguero de literatura y diferentes lecturas de su régimen. Tras tres años de guerra civil y con un país dividido y destrozado, el uno de abril de 1939 se anuncia el fin del conflicto bélico, el denominado “día de la victoria”. Para muchos, la esperanza de un tiempo nuevo y mejor, y para otros, la entrada a un periodo de hambre, represión, dictadura y mucho silencio. Miserias y gestos. Franco llega al poder y logra controlar cada rincón de España.

 

  Autor de ‘Breve historia de España’ y de más de media docena de libros e infinidad de trabajos publicados sobre anarquismo, franquismo, guerra civil y también sobre las guerras mundiales, el turolense Julián Casanova, catedrático de Historia contemporánea en la universidad de Zaragoza, coordina el volumen ’40 años con Franco’ (Crítica, 2015), una visión global sobre la dictadura de Franco y su larga duración como rasgo distintivo de la historia de España en el siglo veinte. El propio Casanova se centra en la victoria de las tropas nacionales, en la violencia de la posguerra, en las políticas de castigo y expolio y en la llamada “nueva España”. Junto a sus textos, se suceden los escritos de Paul Preston, Ángel Viñas, Borja de Riquer, Carlos Gil Andrés, Mary Wash, José-Carlos Mainer, Agustín Sánchez Vidal, Enrique Moradiellos e Ignacio Martínez de Pisón.

  La primera parte de estas colaboraciones se centra en la visión del marco político y una segunda se complementa con una serie de análisis de la sociedad y la cultura. La falange española se funda en 1933 cuando el fascismo es ya un movimiento de masas consolidado en varios países europeos. Unos años después, Franco comienza el asalto al poder con una sublevación militar y lo consolida tras la victoria en una guerra civil, derribando el régimen republicano. Al tratar de identificar las causas de esa larga duración, siempre sale, en primer lugar, la represión y la cultura excluyente, ultranacionalista, que dominan la sociedad española desde la victoria en la guerra a la muerte de Franco. “El mantenimiento de ese escenario de violencia, miedo y vigilancia durante tanto tiempo”, escribe Casanova, “resulta incomprensible si no se tiene en cuenta el papel fundamental del ejército, del ejército de Franco, construido en medio de una guerra civil y de una preguerra victoriosa, que garantizó en todo momento la continuidad de la dictadura, porque unido en torno a su caudillo y al recuerdo del 18 de julio, no presentó fisuras”.

  Y habla del ejército unido, del apoyo de la iglesia católica, de las políticas desarrollistas, todo puesto al servicio de los intereses y objetivos de un régimen que defiende el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, el inflexible conservadurismo y la hostilidad beligerante contra el comunismo. Para muchos españoles, en fin, la dictadura significa cuatro décadas de miedo, subordinación, olvido e ignorancia de su propio pasado y del mundo exterior. Julián Casanova distingue entre un sector de la sociedad que es activamente franquista, que vigila y delata al vecino, y otro que no es activo, pero sí cómplice por apoyar el franquismo de forma pasiva y rutinaria. La sociedad solo empieza a mostrar resistencia ante Franco de modo claro en la década de 1970, cuando surge una parte de la iglesia que empieza a disentir, cuando el proceso de Burgos enajena una buena parte del pueblo vasco que es católico y conservador, cuando aparece ETA matando y cuando el búnker se atrinchera.

  Franco se presenta a sí mismo, apoyado en un potente aparato de propaganda, como héroe militar en Marruecos, salvador de España en la guerra, hacedor de la paz al mantener al país fuera de la contienda mundial, baluarte contra el comunismo cuando hay que negociar con los americanos, gobernante prudente y modernizador y, al final, como una especie de ‘abuelito’ un poco severo de los españoles. En la segunda mitad de la década de 1940, España sufre la mayor hambruna de Europa occidental, con decenas de miles de muertos, y la agricultura sufre más por el régimen autárquico que por la guerra. Las protestas universitarias de 1956, el plan de estabilización o el llamado contubernio de Múnich se muestran como pequeños cambios que van abriendo el terreno para la transición por antonomasia.

  Para Casanova, “los historiadores económicos han demostrado que la apertura económica respondió a la presión del fondo monetario internacional y el banco Mundial, que ante el desastre al que se abocaba España con la autarquía obligaron a Franco y a Carrero Blanco a echar a falangistas del gobierno y contar con tecnócratas, algo que aceptó muy a regañadientes”. E insiste en que “la dictadura de Franco no es algo peculiar de España, sino que hasta 1945 en España ocurre lo que ocurre en toda Europa”. Es a partir de ese año cuando los caminos se separan, “y España vive tres décadas, entre 1945 y 1975, en las que se pierde el proceso de consolidación de la democracia que se vive en Europa. En todas partes se universaliza el estado benefactor de derecho, la escuela y la sanidad para todos, la cultura democrática y los grandes símbolos nacionales como eje de integración y no de exclusión, pero en España se congela el tiempo y se pierde ese proceso”.

  Paul Preston, catedrático de Historia española en la London School of Economics, centra su estudio en los tres principales centros de poder, esto es, el ejército, la iglesia y la falange. Con un millón de prisioneros en cárceles y campos de trabajo y cientos de miles de ejecuciones, la espiral de violencia en el mandato de Franco “sirvió como una inversión de terror de cuyos beneficios viviría durante décadas”. Para Preston, el método del dictador es dejar hacer a sus subordinados. Y subraya sus estrafalarias teorías financieras. Y sus coqueteos con Hitler. Y su obsesión con la masonería, parecida al antisemitismo del dictador alemán. Y la construcción de su propia propaganda. Y la ambición desmedida. Y la manipulación de los medios de comunicación. Y el mercado negro. Y la corrupción de sus colaboradores. Y su afición al golf, a la pesca y a la caza.

  Un personaje para nada heroico, dice Preston, y sí mezquino, siniestro, mediocre, poco culto y poco sofisticado, repleto de miserias y gestos, con un control total de los medios de comunicación y del sistema de enseñanza, apoyado por toda la fuerza propagandística de la iglesia católica. El coste humano en ejecuciones, cárceles, campos de concentración, torturas, la ruptura de vidas y familias por el exilio de 1939 o la emigración en las décadas de 1950 y 1960, dan constancia del exorbitante precio que paga España por los supuestos éxitos de Franco. Ángel Viñas, catedrático de la universidad Complutense, se ocupa de los años de gloria y de sombra y los tiempos de crisis, una dictadura que emprende el camino de su consolidación al comienzo de la década de 1950, con los inicios de la fase de crecimiento de la economía y el salto a la escena global, vía el comercio, y los norteamericanos campando como Pedro por su casa. Mary Nash, catedrática de Historia contemporánea en la universidad de Barcelona, se interesa de la sistemática represión de las mujeres, la derogación de sus facultades y la falta de libertad, erradicando el gobierno franquista los derechos igualitarios y de ciudadanía introducidos por el régimen democrático de la segunda república.

  Borja de Riquer, catedrático de Historia contemporánea en la universidad Autónoma de Barcelona, analiza la crisis de la dictadura y cómo los últimos seis años del régimen franquista explican con precisión por qué esa dictadura no tiene continuidad tras la muerte del general. Buena parte de los políticos franquistas son conscientes del agotamiento del régimen e incluso un sector de ellos empieza a propiciar corrientes oportunistas que les permitan continuar siendo los protagonistas en el posfranquismo. Y se adentra en el activismo terrorista de ETA, en la conflictividad social, en el incremento y protagonismo de la oposición democrática, en la política exterior contradictoria o en la imposible continuidad del régimen tras la muerte del dictador en plena crisis. Carlos Gil Andrés, doctor en Historia contemporánea y profesor en Logroño del instituto de educación secundaria Cosme García, traza la silueta biográfica de los principales actores, a saber: Carlos Arias Navarro, Luis Carrero Blanco, Santiago Carrillo, Manuel Fraga Iribarne, Laureano López Rodó, Agustín Muñoz Grandes, Enrique Pla-Deniel, Pilar Primo de Rivera, Dionisio Ridruejo, Ramón Serrano Suñer…

  Historiador de literatura española y catedrático jubilado de la universidad de Zaragoza, José-Carlos Mainar (¿por qué la coquetería del guion en el nombre compuesto?) nos habla del mundo de las letras, de cómo la triunfalista literatura a partir del día de la victoria pasa, progresivamente, a una más acongojada literatura de posguerra, para ir tomando, poco a poco, como hila la vieja el copo, perfiles de distinto signo. Y reseña la aparición de revistas literarias como ‘Jerarquía’ (1937), ‘Escorial’ (1940), ‘Garcilaso’ (1943), ‘La estafeta literaria’ (1944), ‘Ínsula’ (1946), ‘Laye’ (1950), ‘El ciervo’ (1951), ‘Índice’ (1951), ‘Ansí’ (1952), ‘Revista española’ (1953), ‘Papeles de Son Armadans’ (1956), ‘El Español’ (1962) o ‘Cuadernos para el diálogo’ (1963). También habla de los muchos diarios incautados en beneficio de la nueva prensa: las instalaciones de ‘El Sol’ pasan a ser las de ‘Arriba’, y las de ‘El Liberal’ y ‘Heraldo de Madrid’, la sede del periódico ‘Madrid’. En Barcelona sobrevive ‘La Vanguardia’, que añade a su nombre el gentilicio de ‘Española’. Y la vieja ‘Solidaridad Obrera’, el diario de los anarquistas, pasa a ser ‘Solidaridad Nacional’. Aparecen, asimismo, el semanario deportivo ‘Marca’, el de sucesos ‘El Caso’, la revista de humor ‘La Codorniz’, la política ‘Triunfo’ o las del corazón ‘Semana’, ‘Hola’ y ‘Diez minutos’. Por su parte, los tebeos infantiles conocen un auge insospechado, y van apareciendo ‘Flechas y Pelayos’, ‘Roberto Alcázar y Pedrín’, ‘El guerrero del antifaz’, ‘El Coyote’, ‘El Zorro’ o ‘Antoñita, la fantástica’, al igual que las novelitas de quiosco de temática romántica de Corín Tellado y los relatos del oeste de Marcial Lafuente Estefanía.

  El historiador zaragozano, sin embargo, no profundiza en una temática verdaderamente apasionante. O no quiere. O no sabe. Porque no faltan nombres conocidos que ponen su pluma al servicio de la propaganda oficial, secundando con convicción o por oportunismo los ideales que proporcionan sustancia ideológica al régimen fascista. Otros deciden o bien callar o bien mostrar algún tipo de resistencia. El escritor puede combatir el régimen desde la clandestinidad. Puede escribir desde el anonimato para la prensa antifascista extranjera. Puede, en fin, como hacen muchos, poner su vida a salvo fuera del país. Empero, no son pocos los intelectuales de las artes y las letras que muestran su adhesión al régimen tiránico. Reciben como recompensa cargos y privilegios. Muchas figuras de la literatura española optan por el exilio y se ven constreñidos a errar de un país a otro, con frecuencia en condiciones penosas de desamparo y pobreza, cuando los que se quedan postulan las medias verdades, el revisionismo o, peor aún, el silencio. Miserias y gestos. En las postrimerías del franquismo, ay, muchos de ellos se hacen demócratas. “Toma un círculo, acarícialo y se convertirá en un círculo vicioso”, dice la cantante calva de Ionesco.

  Catedrático emérito de cine y otros medios audiovisuales en la universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal se encarga, claro está, del cine español de la época. La victoria franquista de 1939 supone la represión y el exilio de profesionales muy valiosos relacionados con el cine, como Luis Buñuel, Carlos Velo, Luis Alcoriza, Francisco Elías, Julio Alejandro, Eduardo Ugarte, José María Beltrán o Rodolfo Halffter, y algunos de ellos terminan integrándose en la cinematografía mexicana, una de las de mayor entidad industrial de habla hispana. Los que permanecen en España caen bajo el control de unas normas con capacidad para interferir en el proceso del guion, rodaje y comercialización. Toda una serie de nombres quedan desterrados de las pantallas por razones ideológicas, al tiempo que no se puede nombrar a políticos liberales del siglo diecinueve, ni citar la palabra “revolucionario”, ni incluir músicas de izquierdas, ni incluir en los créditos a los actores y técnicos que han apoyado la causa republicana. También se prohíbe la proyección de películas no habladas en castellano, en una normativa de 1941.

  Serrano Suñer traza un plan de adoctrinamiento, propaganda y movilización social, que Franco, ese hombre, apoya mientras duran los éxitos militares de las potencias del eje. La voluntad de control de la opinión pública se manifiesta en la puesta en marcha de una extensa cadena de prensa del movimiento nacional, de una red de emisoras de radios y de los noticiarios y documentales. El llamado NO-DO, efectivamente, se crea en 1942 y es de obligada proyección en todos los cines, como preámbulo a la película propiamente dicha. E irrumpe una nueva promoción de realizadores (José Luis Sáenz de Heredia, Antonio Román, Rafael Gil, Juan de Orduña, Ignacio Ferré Iquino, Luis Lucia, Antonio del Amo, Ladislao Vajda, José Antonio Nieves Conde…) que comienza su andadura profesional a través, sobre todo, de las productoras Cifesa, Suevia Films o Emisora Films.

  Una nueva hornada surge en las siguientes décadas y supone la promoción desde el poder de un frente renovador y una política “de autor”, que debe complementar el cine de género o meramente industrial, desplazándolo para proyectar la imagen de un país más moderno y abierto. Ahí están, para corroborarlo, los Bardem, Berlanga, Forqué, Saura, Fernán-Gómez, Regueiro, Camus, Olea, Picazo, Borau, Grau, Forn y compañía. Una de las películas más curiosas de la época es ‘Tierra de todos’ (1961), de Isasi Isasmendi, que se atreve a formular una historia de amistad entre un soldado republicano y uno franquista, obligados a convivir en una modesta casa rural en plena guerra civil, alejada de la tónica triunfalista impuesta por el gobierno a la hora de abordar el conflicto bélico. Y uno de los realizadores más significativos del tardofranquismo es Basilio Martín Patino, quien, refugiado en un estudio harto de la censura, pergeña las crónicas ‘Canciones para después de una guerra’, prohibida y estrenada tras la muerte de Franco; ‘Queridísimos verdugos’, retrato atroz de la aplicación del garrote vil; o ‘Caudillo’, un documento de la guerra. Pero ni los tambores de Calanda, universalmente célebres gracias al más revoltoso de sus hijos, Luis Buñuel, hacen una ‘rompida’ del silencio tan atronadora como la de la película ‘Viridiana’.

  Catedrático de Historia contemporánea en la universidad de Extremadura, Enrique Moradiellos se refiere a las narrativas sobre el régimen y su caudillo, y nos ilustra sobre los grandes historiadores del franquismo, desde el profesor Javier Tussell hasta el hispanista británico Raymond Carr y su alumno español Juan Pablo Fusi, pasando por analistas sociales como Antonio Elorza o Julio Aróstegui, juristas como Manuel Ramírez o Juan Ferrando Badía, o sociólogos como Salvador Giner o Amando de Miguel, para desarrollar el concepto de que Franco es la clave de bóveda y del ejercicio del poder político, sin instancias superiores de consulta o revisión de sus decisiones. También se refiere el estudioso a conocidas ficciones literarias de los escritores Francisco Umbral (‘La leyenda del César Visionario’, 1991), Manuel Vázquez Montalbán (‘Autobiografía del general Franco’, 1992), José Luis de Villalonga (‘El sable del Caudillo’, 1997) o Juan Luis Cebrián (‘Francomoribundia’, 2003). Lo que da a entender Moradiellos es que existen, en última instancia, analistas sociales e historiadores que legitiman y presentan la sublevación militar de Franco como un hecho prácticamente inevitable, y califican a ese jefe de estado no de dictador o totalitario, sino simplemente de autoritario. Tampoco mencionan la represión ejercida sobre los vencidos en la guerra civil. Afortunadamente, el rigor histórico y el sentido común de otros no ocultan o falsean hechos históricos comprobables y ampliamente escrutados. Casi siempre se paga un precio por decir en voz alta la verdad. En el caso de las dictaduras, no es raro perder la libertad. Y en las guerras, la vida.

  Con todo y con eso, este volumen coordinado por Julián Casanova, ese hombre, repasa cómo viven los dos bandos, vencedores y vencidos, a través de diferentes prismas para que cada lector pueda juzgar hechos como las típicas escuelas dirigidas por la iglesia que, cuando Franco les entrega el ministerio de educación –tan valioso para crear ideales y conciencia ‘recatolizando’ España-, expulsa a miles de maestros. O cómo el Opus Dei se instaura en el país en 1957. O cómo los panfletos clandestinos tratan de despertar las mentes dormidas y mostrar esperanza a los vencidos. O cómo ese periodo autárquico obliga a emigrar a tantos que no pueden soportar una España con una economía hundida, un déficit considerable en la balanza de pagos y una inflación galopante. Si la sociedad no tiene libertad, menos los medios de comunicación. ¿Por qué subsisten mitos como el de que Franco es un modernizador o incluso un pacifista que no quiere embarcar al país en una guerra mundial, en una España en la que tras casi medio siglo de constitucionalismo sigue sin enseñarse con seriedad el franquismo en las escuelas?

  Fraga escribe en sus diarios que en mayo de 1976 ya tiene la certeza de que la transición hay que hacerla desde arriba, siguiendo las leyes del franquismo. La oposición puede meter más o menos presión en el proceso, pero no puede hacerlo descarrilar. Desde entonces han transcurrido casi cuarenta años y durante más de la mitad de ellos ha gobernado la socialdemocracia. Se dan las condiciones para superar las posibles insuficiencias democráticas de la transición. Si alguien considera que no es así, es decir, que dichas insuficiencias se extienden hasta el momento presente, acaso la responsabilidad no recae en la forma en la que se desarrolla la transición, sino en los sucesivos gobiernos que tienen múltiples oportunidades para introducir reformas institucionales que refuercen la democracia y no las han querido aprovechar.

  Cierra el libro el novelista zaragozano Ignacio Martínez de Pisón, perteneciente a la primera generación de universitarios de la democracia, y lo hace, claro está, con una mirada más o menos autobiográfica a los cuarenta años sin Franco: “Los dos acontecimientos de la historia colectiva que de verdad influyeron en nuestras historias individuales fueron la muerte de Franco en noviembre de 1975 y el frustrado golpe de estado en febrero de 1981. Entre esas dos fechas quedaría enmarcada la Transición: la primera señala el inicio de nuestro trayecto hacia la democracia; la segunda, la superación de una amenaza que a punto estuvo de devolvernos a los viejos tiempos de los militarotes y el inveterado ordeno y mando”. Y se hace esta pregunta: “¿Cómo podía ser que eso fuera una verdadera democracia si hasta el jefe del estado había sido designado por el mismísimo Franco?”.

  Pero se pueden hacer muchas más preguntas, con más o menos miserias (y gestos): ¿Qué se diría ahora del frágil proceso democrático iniciado a fines de 1976 –al fin y al cabo, otro régimen de transición, como la república de abril- si el golpe del 23-F hubiera triunfado o dado lugar a una involución significativa, y ello a pesar de desarrollarse en un contexto internacional infinitamente más estable que el de los años treinta del siglo veinte? ¿Tiene realmente sentido suponer que nuestra crisis política es consecuencia de lo que se hace mal durante los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco?

  Martínez de Pisón realiza un recorrido evocador, y muy bien escrito, desde la designación del rey Juan Carlos primero hasta la proclamación del nuevo monarca, Felipe sexto, en junio de 2014. Sin entender qué pasó durante el periodo franquista es imposible entender la política de consensos y el modelo de 1978. Sin conocer qué ocurrió en la dictadura no se puede conocer la transición. Pero a pesar de las décadas transcurridas, y por contradecir un poco al narrador zaragozano, el pasado de Franco, ese hombre, aún no ha sido del todo desactivado. La gran contradicción de hoy en día es saber quién tiene el poder, quién manda, quién explota. Todo se resume en eso, por mucho que se adorne con ideologías. Cuarenta años después de esos otros cuarenta años, España apesta a franquismo por todos sus poros, con leyes represivas en la mejor tradición del peor nacionalcatolicismo. Es una sensación asfixiante. Y dan ganas de salir corriendo.