El exquisito Wong Kar-Wai


Por Don Quiterio

  El grupo Zaragoza Urbana está recuperando películas de culto con la intención de atraer a más público a las salas comerciales, tan desoladas en estos tiempos pandémicos.

      ‘Deseando amar’ es el primer título de una retrospectiva dedicada al gran cineasta chino Wong Kar-Wai. Realizada  en el año 2000, estamos ante un melodrama sencillo, cotidiano, a la manera del clásico británico de David Lean ‘Breve encuentro’, pero narrado con una inusitada audacia, con inabarcable hondura. Un periodista y una joven secretaria entablan amistad. Sus respectivas parejas están a menudo ausentes por motivos laborales, con lo que su amistad se refuerza día a día. Sin embargo, habrán de enfrentarse a una dolorosa sorpresa: sus cónyuges están manteniendo una relación amorosa.

  Se trata, en efecto, de un exquisito melodrama oriental, resuelto con una refinada estética, en las antípodas del folletín tradicional. La trama describe las turbulentas relaciones del redactor jefe de un diario de Hong Kong con una misteriosa vecina, filmadas por medio de una escenografía estilizada, nocturna, abismal. Lo que da lugar a una historia de amor vista a través de unos ojos rasgados, a veces eléctricos, tal cual cerrojos de oscuras estancias, húmedos, temblorosos, como una diadema de días y de noches, abriéndose camino por territorios inexplorados. Con mimbres livianos, ‘Deseando amar’ se convierte, gracias a la pasión de su director y a su atrevimiento conceptual, en una reflexión, casi susurrada, sobre las relaciones personales, la amistad y el amor. Una rigurosa historia de amor, esto es, entre dos personas casadas bajo el paraguas histórico del Hong Kong de principios de la década de 1960, con los colores de la lluvia que inundan las calles borrosas y difuminadas.

  Wong Kar-Wai afronta su historia como una mezcla de Jacques Demy y Douglas Sirk renacidos, sin temor a caer en la estampa gratuita o la cursilería, a la manera de un tango o un bolero desaforado (ahí entra el soporte musical y las canciones de Nat King Cole). Huidiza y callada, minimalista y pudorosa, esencial y abstracta, la película se compone de escenas brevísimas, reiteraciones e imágenes fugaces del pálpito vital de los personajes contagiados por la atracción y el deseo. Emoción sublime y embelesadora para un relato soñado que necesita atravesar pantanos kafkianos, ya que la intriga nos lleva por meandros, ambigüedades y divagaciones hacia una iluminación extraña, donde el amor se funde con una noche petrificada. Así, los cuerpos de los amantes se disuelven en la lluvia, se convierten en perfume, en genuina porcelana china, giran y giran, al tiempo que convocan a todos los éxtasis para que se reúnan en un lecho de plumas.

  Todas las películas de Kar-Wai están dotadas de un talento acaso impenetrable, desde ‘Wong gok jut moon’ (1988), su debut en el largometraje que retoma las “malas calles” de Scorsese, hasta ‘El gran maestro’ (2013), pasando por ‘Ángeles caídos’ (1995), ‘Aches of time redux’ (2008) o los episodios ‘La mano’ (2004) y ‘Traveled 9000 km to give it to you’ (2006), de los trabajos colectivos ‘Eros’ y ‘Chacum son cinéma’, respectivamente. En ‘Días salvajes’ (1990), en cierto modo autobiográfico, divide el filme en cuatro partes y retrata la juventud del Hong Kong en los años sesenta y setenta, sobre la novela del argentino Manuel Puig ‘Boquitas pintadas’, publicada en 1969. Otra brillante y experimental propuesta en sus conceptos narrativos y formales es ‘Chungking Express’ (1994), una suerte de cruce entre el cine de John Cassavettes y el de Jean-Luc Godard, según la novela del japonés Haruki Murakami, y compuesta por dos relatos diferentes, sin relación aparente, pero protagonizados por sendos policías que se enfrentan, cada uno a su modo, al universo femenino.

  En ‘Cenizas del tiempo’ (1994) ejecuta un melodrama de artes marciales en el que las escenas tienen más elementos de danza que de violencia, sobre una novela de Jon Yong. En ‘Feliz juntos’ (1997) hace lo propio con los desgarradores amores entre una pareja de homosexuales chinos en Buenos Aires cuando estalla la crisis económica argentina. En ‘My blueberry nights’ (2007) homenajea a los escritores ‘beatniks’, a los bares de los filmes de Alan Rudolph y a ciertas composiciones de Edward Howard, todo lo cual permite una excitante combinación de variados elementos culturales en una historia de amores rotos, tan cara al autor. La cantante Norah Jones aparece por primera vez como actriz en una pantalla y el director rueda para su lucimiento una versión abierta de un corto propio que transcurría en un bar. Solo se escucha una de sus canciones, ‘The story’. La música incidental es de Ry Cooder. Y el mayor atractivo de este drama episódico es la creación de climas a través de la cámara del gran Darius Khondji, enamorada del reparto de jóvenes guapos recortados sobre colores fuertes.

  Punto y aparte merece ‘2046’, culminación del estilo del maestro. Coproducción entre China, Hong Kong, Francia y Alemania, este drama realizado en 2004 habla de un escritor que creía escribir sobre el futuro, cuando, en realidad, estaba escribiendo sobre el pasado. En su novela, un misterioso tren salía con dirección al año 2046. Todos los que subían a él querían recobrar los recuerdos perdidos. Wong Kar-Wai retoma la vida del protagonista de ‘Deseando amar’ y lo encierra en la habitación de un hotel. En ella confunde sueños y realidades, entre fantasmas, recuerdos y mujeres, en especial a las mujeres a las que ha amado, responsables de su frenético deseo de viajar al futuro. En una clave que trasciende el melodrama para introducir elementos fantásticos o de ficción científica, con su habitual tratamiento de imagen y banda sonora, potenciado hasta un extremo que de tan poético se torna casi abstracto (en un muy particular homenaje a Alain Resnais), en el año en que nada cambia, en el que todo permanece, el año 2046. Historia romántica donde las haya, centrada en amores que atraviesan desde la más estricta inocencia a la más desesperada de las pasiones, desde la sensibilidad más exquisita a la magia de la posesión fantasmal.

  Las grandes películas ofrecen casi siempre alguna verdad práctica: nociones de cómo sentir y nociones de cómo vivir. Porque, si existen cuatro grandes verdades (lo imposible, lo improbable, lo probable y lo inevitable), ‘2046’ trata de lo improbable, pero sugiere que lo irrealizable puede ser verdadero. De lo que se trata, en suma, es que el espectador se sumerja en las imágenes narradas. Wong Kar-Wai, en fin, entrega una obra genial, hermosísima, delicada, una desgarrada historia de amor de irresistible cadencia, un canto a los misterios de la creación, el deseo, la vida, la muerte. Cuando uno acaba de ver una película de Kar-Wai cuesta unos segundos cerciorarse de si el mundo real es el que describe sus fotogramas o si es el que tenemos al lado. La sensación es similar a la que se produce cuando alguien se despierta en medio de un sueño y tarda unos instantes en abandonar el universo onírico antes de afrontar lo cotidiano. En ese lapso de tiempo, a veces mínimo y otras no tanto, se mezclan lo imaginado y lo tangible, y nadie tiene la capacidad de decidir si prefiere quedarse a un lado o a otro. A veces, incluso, resulta complicado diferenciar lo real de lo ficticio.

  Así se mueven los personajes del cineasta chino nacido en Shanghái, que a los cinco años, en 1963, se traslada con sus padres a Hong Kong, huyendo de la revolución cultural. Se hace guionista profesional a mediados de los años ochenta y escribe más de cincuenta libretos. Sus personajes conviven en un frágil equilibrio, están marcados y atormentados por su pasado y no encuentran la manera de romper con él para ser felices en el presente. Son seres que están predestinados a vivir en soledad, con la única compañía esporádica de sus propios fantasmas. Necesitan la redención personal y transitan sin descanso por túneles en los que la luz dura muy poco antes de convertirse de nuevo en oscuridad. El cineasta abandona un universo para entrar en otro, con las dificultades de sus personajes por alcanzar la estabilidad emocional. Universos, a fin de cuentas, complicados, interiores, que pueden estar tras una puerta, al final de una escalera, en el peaje de una autopista o al abrir el ascensor. De pronto, todo cambia. Y los demonios, hasta entonces adormilados en espera de su oportunidad, irrumpen con una fuerza sobrehumana en tu vida para ponerlo todo patas arriba.

  La soledad es el tema esencial en el cine de Wong Kar-Wai, realizador de una hondura extraordinaria y con una narrativa única, cuya emoción hace estremecer. Todo fluye sin prisa pero sin pausa, y los personajes parecen autómatas en busca de su destino. Viven en silencio para no herirse los unos a los otros. Y su cine habla también de luz y oscuridad, sobre todo de su círculo eterno, de la necesidad de ambos. Nunca se puede ser una fuente de pura luz o pura oscuridad mucho tiempo. Pero al cineasta le atraen los extremos, y su trabajo habla de los extremos emocionales que podemos experimentar y cómo pueden ser fuente de extremo sufrimiento. Son parte de la condición humana.

  Todos sus filmes tienen mucho en común, como unas progresiones armónicas que parecen estar siempre ascendiendo. Solo le interesa comunicarse a través de las imágenes y los sonidos, alcanzar a la gente emocionalmente. Su cine, así, es una auténtica experiencia. Uno no puede acercarse a él con la creencia inocente de que se encuentra ante una sucesión de imágenes que cuentan una historia, porque, al fin y al cabo, Wong Kar-Wai interpela al espectador de una manera tan simbólica, tan onírica, tan milimétricamente estética y sensorial que el concepto puro de lo audiovisual no basta para abarcar todas sus multitudes. Cuando estás con la belleza, el tiempo no existe.

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