‘Las niñas’

Por Don Quiterio 

  Fue Machado el que dijo aquello de “Sólo recuerdo la emoción de las cosas; / y se me olvida todo lo demás”. Los hechos, en efecto, importan, pero acaso, y en según qué situaciones, es la emoción la que salva. ‘Las niñas’, rodada íntegramente en la ciudad de Zaragoza…

(y en formato cuadrado), es básicamente un tratado sobre la memoria construida a través de la emoción de las cosas, una suerte de viaje a la pubertad de una niña de once años (la zaragozana Andrea Fandos, convincente) como reflejo de las contradicciones del paso a la edad adulta. Unas niñas encerradas en ese mundo de olor a incienso en la escuela y a naftalina en el hogar, y que aprenderán las primeras letras en los abecedarios de la rebeldía y la libertad que todo adolescente ha de incorporar a su lenguaje.

  Debut en el largometraje de la zaragozana Pilar Palomero, también guionista, ‘Las niñas’ es un agridulce drama intimista con algún destello humorístico, ambientado en 1992, en la España de la exposición universal de Sevilla y de las olimpiadas de Barcelona –y la de la explosión del pop rock, la de los festivales de música, la de las revistas juveniles o la de las campañas ‘Póntelo, pónselo’-, donde la pequeña gran protagonista interpreta a un alumna de un colegio de monjas en Zaragoza que vive con su madre soltera (Natalia de Molina), una mujer insegura y algo autista, en permanente estado de tensión, que no sabe expresar lo que le pasa y todo lo lleva hacia adentro. Un tiempo en el que España entraba en un permanente estado de euforia, una mezcla extraña y esquizofrénica que se creía muy europea con las ‘Mama Chicho’, Umbral y Raffaella Carrà en la televisión. Y, sin embargo, las cosas, las de verdad, eran muy diferentes.

  Autora de los cortometrajes ‘Niño Balcón’, ‘Chan Chan’, ‘Noé’, ‘La noche de todas las cosas’, ‘Noc’, ‘Sol de invierno’ o uno de los episodios del filme colectivo ‘Reset’, Palomero plantea una reflexión de la sociedad en su interés por analizar las consecuencias del paso del tiempo, como ya reflejara en su pequeña pieza ‘Horta’. En la pequeña pantalla, sin ir más lejos, se veía, en un sentido radicalmente opuesto, una realidad mitificada y las monjas en la escuela mantenían a las niñas de entonces en otra mucho más agria, más gris. La España, esto es, extrañamente mitificada y contradictoria de un tiempo donde en el colegio se hablaba de pecado y de culpa. Un tiempo, sí, con hambre de libertad en el que la educación en los colegios religiosos permanecía anclada en el pasado. Y que nos sitúa ante el recuerdo no demasiado lejano de un mundo sin móviles ni plasma; un mundo con el teléfono en el pasillo, la música (Héroes del Silencio, Chimo Bayo, Niños del Brasil, Más Birras, Manolo Kabezabolo, Ana Torroja, Hombres G) en el casete y la serie a su hora en punto.

  Cuando al centro llega una chica nueva de Barcelona (Zoe Arnao), como un rayo de luz en medio del laberinto, empujará a la protagonista hacia una novedosa etapa en su vida, la adolescencia, lo que dará lugar a replantearse el mundo en el que siempre ha vivido. Un filme, pues, que habla de cómo se educaba a las mujeres en una época determinada. Porque ‘Las niñas’ se centra en la educación que recibieron muchas de las mujeres de hoy en aquel momento, pero no solo la impartida en las aulas, sino, al mismo tiempo, en el ámbito familiar, ya que cargaron con las mochilas educativas que recibieron de sus padres, con la diferenciación, o separación, entre chicos y chicas.  

  Somos, en realidad, consecuencia de una educación recibida. Porque lo que cuenta es cómo el mito se enreda con cada uno de los enigmas que lo configuran a una edad en la que todo es misterio. La cineasta zaragozana es consciente de todo lo que esconde la naturalidad y precisión de una simple mirada que por fuera escapa a los rigores de la puesta en escena. Y hace descansar a toda la película en el gesto ausente de la joven protagonista. ‘Las niñas’, así, se las arregla para construir, antes que el retrato de una época y un tiempo pasado, la descripción meticulosa de un estado moral, que no de ánimo.

  Palomero se empeña en convertir la evidencia de la bondad en acontecimiento; la certeza de la dignidad, en espectáculo; la belleza, en un modo de estar en el mundo. Y busca el realismo con la cámara siguiendo a las pequeñas protagonistas, a la manera del Truffaut de ‘Los cuatrocientos golpes’ (1959) o ‘La piel dura’ (1976). Sin embargo, no termina de ensamblar las piezas, acaso por precipitación, acaso por arbitrariedad, acaso por tratarse de una obra primeriza. Como es sabido, sin una ruta clara se puede avanzar mucho, pero a menudo a ninguna parte. Y existe el riesgo de perderse.

  Al hablar del distanciamiento de la cineasta con respecto al momento en el que se desarrolla la película, el crítico Joaquín Vallet escribe: “Palomero no lleva a cabo una inmersión en los años noventa. Parece, por el contrario, que se asoma a los mismos observando sus rasgos más representativos desde el punto de vista actual. Los momentos en los que suena cualquier canción propia de la época quedan como escollos que no se han integrado en el conjunto debido a que la cineasta los observa a distancia. Sin que formen parte del día a día de nada. Como si estableciera un baremo comparativo entre la realidad que todos conocemos y la que aquella generación conoció (y de la que Palomero forma parte), expuesta sin complicidad, sentimiento (sea de la naturaleza que sea) ni mirada propia. Con un prisma aséptico que acaba por dejar en tierra de nadie el marco dramático surgido de su coyuntura temporal”.

  Son sagaces las palabras de este crítico, efectivamente, porque el estimulante planteamiento esbozado por Pilar Palomero queda algo desaprovechado en su desarrollo y lo anecdótico campa a sus anchas, con uso y abuso de la baza de la ambigüedad, dejando espacios en blanco que tiene miedo a rellenar. El ritmo narrativo lánguido tampoco ayuda. Palomero, en efecto, recrea el desajuste entre la libertad del país, en la calle, y la pedagogía en el aula. Y en esta dicotomía entre el exterior y el interior radica, precisamente, el desajuste de la película. Pero tampoco hay que exagerar, pues a su favor encontramos buenos momentos, con interesantes apuntes autobiográficos, porque la cineasta pertenece a una “generación de mujeres que crecimos teniendo como ejemplo un modelo anticuado de mujer (ama de casa sumisa, abnegada, solícita) y otro modelo más moderno, pero tremendamente sexualizado”.

  La mirada inquisitiva de una preadolescente a la realidad de los años noventa y a la educación religiosa que recibe, así como a los estigmas morales de la sociedad, convierten a ‘Las niñas’ en un filme discreto y conmovedor, cuidado y detallista, una infancia zaragozana de búsqueda e identidad, con una hermosa e intensa música –de Carlos Naya- que, con los reparos apuntados, envuelve este viaje interior de descubrimientos, instantes que marcan un paso adelante en el devenir de la vida. Los hechos, lo decía Machado, importan, pero acaso, y en según qué situaciones, es la emoción la que salva.

 

  Nacionalidad: España. Año: 2020. Producción: Valérie Delpierre (Inicia Films) y Álex Lafuente (Biteam Pictures). Dirección: Pilar Palomero. Guion: Pilar Palomero. Fotografía: Daniela Cajías.  Música: Carlos Naya. Intérpretes: Andrea Fandos, Natalia de Molina, Francesca Piñón, Álvaro de Paz, Laura Gómez Lacueva, Mariano Anós, Maite Sequeira, Zoe Arnao, Julia Sierra, Ainara Nieto, Carlota Gurpegui, Elisa Martínez. Duración: 97 minutos.

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