Scorsese


Por Carlos Calvo

   El neoyorquino Martin Scorses, añada del 42, se cría en un entorno muy parecido al de ‘Los olvidados’ de Buñuel (la comparación es suya).    Su cine oscila entre la representación de la violencia que, a menudo, desborda lo real y la necesidad de una redención que tarda en llegar, y que pocas veces tiene la forma de lo religioso. La batalla entre lo divino y lo humano. La batalla entre el bien y el mal. Scorsese siempre reflexiona sobre la moralidad y la maldad, sobre el crimen y la violencia frente a la posibilidad de encontrar el camino correcto.

  “La iglesia y el cine eran los dos únicos sitios a los que mis padres me dejaban ir”, reconoce Scorsese, al que de niño, como al mismísimo Buñuel, le atraía tanto la iconografía católica y la liturgia dramática de la misa que acaba metido a monaguillo. Asmático desde los tres años, es un chaval solitario cuyo destino no está en las bandas mafiosas de Little Italy en Nueva York. Entre ser cura y golfo elige ser director de cine para plasmar sus obsesiones. Para ello, ingresa en 1963 en el departamento cinematográfico de la universidad de Nueva York, donde realiza sus primeros cortometrajes. Durante varios años viaja por Europa, donde la cinemateca belga le produce su corto ‘The big shave’ (1967), colaborando, también, en el filme holandés de Pim de la Parra ‘Obsesiones’ (1968).

  A su regreso a los Estados Unidos dirige su primer largometraje, ‘¿Quién llama a mi puerta?’ (1969), de escasa resonancia. Instalado en Hollywood, desempeña diversos trabajos en la industria cinematográfica. Tras entrar en contacto con Roger Corman, este le produce ‘El tren de Bertha’ (1972). Un año después, en ‘Malas calles’, habla de las vidas de unos jóvenes en el barrio italiano de Manhattan, un filme autobiográfico rodado con vocación casi antropológica, al modo de un Pasolini neoyorquino retratando el vía crucis de sus ‘ragazzi’. También está la herencia del Vittorio de Sica de ‘Ladrón de bicicletas’, del Fellini de ‘Los inútiles’, del Saura de ‘Los golfos’ y, por supuesto, del ‘Accatone’ pasoliniano y aquellos olvidados buñuelianos, atravesada por su amor al cine de gánsteres de bajo presupuesto. “Los pecados no se expían en la iglesia, sino en la calle”, le dice su confesor al personaje protagonista.

  A partir de aquí, hasta ‘El irlandés’ (2019), Scorsese realiza casi una cincuentena de trabajos más, entre relatos criminales, musicales, comedias, melodramas, filmes biográficos, documentales o thrillers policiacos y de intriga. Con todo y con eso, el libro ‘Maestro Scorsese, retrato de un cineasta americano’ ofrece un recorrido por la filmografía del realizador neoyorquino de la mano de veintiocho insignes directores del cine español, entre ellos Rodrigo Cortés, quien abre el libro. A él se suman las miradas de Cesc Gay, Mariano Barrogsa, David Calparsoro, Gracia Querejeta, Agustín Díaz Yanes, Oriol Paulo, Rodrigo Sorogoyen o la zaragozana Paulo Ortiz, la que cierra el libro.

  Sin con la estimable ‘Alicia ya no vive aquí’ (1974) recorre la odisea de una joven viuda que trata de rehacerse, en la ambigua ‘Taxi driver’ (1976) lo hace a través de la desencantada vida de un taxista neoyorquino aquejado de insomnio y obsesionado por sus recuerdos de excombatiente de Vietnam, que halla en la violencia justiciera un motivo de realización personal. Su sueño es limpiar la noche de prostitutas y drogadictos. Una reflexión, al fin y al cabo, de la soledad del hombre. Tras los musicales ‘New York, New York’ (1977) y ‘El último vals’ (1978), Scorsese se mete de lleno en la historia del boxeador Jake la Motta (‘Toro salvaje’, 1980), desde sus primeros triunfos hasta su derrumbamiento físico y moral. Un discutible filme en el que late la idea de purgar la culpa por los pecados del protagonista mediante el sufrimiento, pues se duele en el ring como un mártir en la cruz, y que termina con una cita del ‘Evangelio de san Juan’, en la que los fariseos interrogan a un hombre que ha sido curado de su ceguera: “No sé si seré o no un pecador, lo único que sé es que antes era ciego y ahora veo”.

  El humor de malicia crítica queda reivindicado en las excelentes ‘El rey de la comedia’ (1983) y ‘¡Jo, qué noche!’ (1985). En ‘El color del dinero’ (1986) retoma Scorsese los pasos dados por Robert Rossen en ‘El buscavidas’ (1961), con los densos ambientes de los tugurios, en una aguda y penetrante radiografía de la filosofía del éxito. En ‘La última tentación de Cristo’ (1988), según la novela de Nikos Kazantzakis, las imágenes densas y sombrías respetan la iconografía religiosa, pero ahondan en la dimensión humana de un personaje que sufre y se desconcierta mientras intenta comprender lo inevitable de su destino. Un año después, Scorsese dirige un brillante e intenso episodio del filme colectivo ‘Historias de Nueva York’ (los otros dos a cargo de Coppola y Woody Allen), titulado ‘Apuntes del natural’, basado en pasajes de la novela de Dostoievski ‘El jugador’.

  Menos interés ofrecen, empero, sus filmes más valorados, ya metidos en la década de 1990 y principios del siglo veintiuno: ‘Uno de los nuestros’, ‘El cabo del miedo’, ‘La edad de la inocencia’, ‘Casino’, ‘Kunun’, ‘Al límite’, ‘Gánsteres de Nueva York’, ‘El aviador’, ‘Infiltrados’, ‘Shutter Island’ o ‘El lobo de Wall Street’. Si existen momentos buenos, los resultados, sin embargo, se revelan carentes de la menor sutileza, y la puesta en escena denota, muchas veces, una grandilocuencia efectista y autocomplaciente, con muchos tópicos y subrayados, filmes petulantes, miméticos, abigarrados, pomposos, que sucumben a los estilos de su cine (documentalismo esteticista, violencia paroxística, fijaciones morales, cámara nerviosa…). Y aunque es cierto que la inventiva visual de Scorsese resulta indiscutible, la febrilidad de esta parte de su obra agota, impide respirar y se convierte, en ocasiones, en redundante. Unas odas al exceso, vamos.

  El vigor de antaño es recuperado por Scorsese en las películas ‘La invención de Hugo’ (2011) y ‘Silencio’ (2016). La primera es el primer acercamiento del director italoamericano al género familiar en un homenaje al cine y al gran George Méliès inspirado en un relato ilustrado de Brian Selznick, un cuento a lo ‘Oliver Twist’ en el que Scorsese traza un puente entre el insigne pionero del cine y su propio filme, en un bello canto de amor al séptimo arte y a la magia. ‘Silencio’, por su parte, es una gran epopeya, profunda y agotadora, cuya trama es una búsqueda, la de dos jóvenes jesuitas por territorio nipón de un misionero desaparecido, un poco al modo del Kurtz de Conrad y Coppola. Hay una descripción potente y violentísima de los pesares de los cristianos en el Japón del siglo diecisiete y algunas otras cavilaciones sobre la fe, el suplicio o el silencio de dios.

  La culpa cristiana, la redención mediante el sufrimiento y la violencia en la vida estadounidense vertebran la obra del director neoyorquino, descendiente de emigrantes italianos. Su cine es frenético y ruidoso, casi histérico, a imagen de las peripecias de sus personajes. Scorsese observa con mirada de etnólogo –Buñuel, otra vez- a taxistas alucinados, púgiles en calvario y mafiosos con prejuicios burgueses. Lejos de acomodarse en ese cine de gánsteres que bebe de su infancia en Little Italy, el realizador acostumbra a dar quiebros en una filmografía siempre sorprendente, aunque, muchas veces, gratuita y banal. Su origen es la esencia de su cine –otra vez Buñuel-, influido, cómo no, por la época dorada del género negro, en plena guerra fría. Es, además, un cinéfilo ilustrado que ha hecho suya la causa de la conservación de negativos y la divulgación de clásicos, como demuestra igualmente en sus documentales.

  La realidad, para Scorsese, no es más que un reflejo de la ficción. Y al revés. Y en ese terreno intermedio y contradictorio decide quedarse a vivir.

Artículos relacionados :