Solo se vive una vez: Michel Piccoli

Por Don Quiterio

     Tiempos raros estos. Se muere Michel Piccoli y empezamos a ver muñecas hinchables por todos sitios. Como la suya en ‘Tamaño natural’, la película que Luis García Berlanga hizo con el actor parisiense en 1973. O en equipos de fútbol, que ponen muñecas hinchables en sus gradas. O en restaurantes que, obligados a utilizar solo el cincuenta por ciento de su aforo, sientan maniquíes de “tamaño natural” en las mesas vacías,…

…disfrazados con diversos atuendos y, naturalmente, mascarillas incorporadas (porque no comen). No como la de Piccoli, en pelota viva y con dos buenas razones. Una película censurada (no se pudo ver hasta 1978), con la que Berlanga fue acusado de machista, misógino y esas cosas del querer. Estamos locos, desde luego.

  El cineasta valenciano cuenta la historia de un odontólogo parisiense cincuentón bien cubierto, en apariencia: un buen trabajo, una esposa brillante y una amante joven y apasionada. El trío de la bencina. Pero un buen día, por capricho, adquiere una muñeca hinchable de “tamaño natural”, que (casi) parece una mujer real, con la que inicia una extraña relación. Y empieza a disfrutar de la sumisión y la docilidad que no puede encontrar en su esposa, llegando, incluso, a tener celos y a desconfiar de aquellos que puedan desearla o mancillarla. El vasco Pedro Olea también toca el tema un año antes en ‘No es bueno que el hombre esté solo’, pero de forma más triste, sin el retorcido humor del gran Rafael Azcona.

  Estamos ante el más personal de los filmes de Berlanga y uno de los más singulares en la carrera de Piccoli, con unos diálogos debidos al ‘buñueliano’ Jean-Claude Carrière, una aguda reflexión sobre la incomunicación humana, donde la miseria sexual está a flor de piel (aunque sea piel de goma). El filme tiene inigualables momentos de erotismo surrealista (sutil hilo de conexión con el autor de ‘Los olvidados’, aunque al turolense no le gustaba nada la película) y un tan interesante como inevitable trasfondo de ironía pesimista.

  Piccoli, en efecto, es el actor que encarna al protagonista, un dentista que vive en un matrimonio donde las cosas cada vez van peor. Sus infidelidades son constantes. Hasta que un día, harto, compra una muñeca inflable que le enamora. Y empieza la juerga. Los amigos de Piccoli se burlan y dicen que se ha vuelto loco. Su madre la acepta de buen grado e, incluso, pone a la muñeca los vestidos que ella utilizaba de joven. La mujer de Piccoli se enfada, por supuesto, pero en algún momento intenta parecer una muñeca, a ver si así el putero odontólogo le hace caso.

  El argumento se complica cuando Piccoli descubre en la muñeca, horrorizado, restos que demuestran que otros hombres también la utilizan, que le ha sido infiel. Intenta matarla, pero no lo consigue. Finalmente, en plena desesperación, sube con ella en un Citroën ‘dos caballos’, circula por la orilla del Sena, da un volantazo brusco y se tira al río. El coche se hunde. Piccoli se ahoga. Al cabo de un minuto, la muñeca vuelve poco a poco, como la vieja hila el copo, a la superficie, donde flota con sus pechos al aire y su cara inexpresiva.

  Michel Piccoli también es el protagonista del decepcionante testamento cinematográfico de Berlanga realizado en 1999, ‘París-Tombuctú’, en el papel de un prestigioso cirujano parisiense que decide abandonarlo todo e iniciar un largo viaje en bicicleta, con parada y fonda en el pueblo levantino de Calabuch. Al cineasta, sin embargo, le cuesta absorber los paisajes y paisanajes de la furia y el vitriolo, tan suyos, y las peripecias de Piccoli no dan para sus gracias radicales y su visión entre surrealista y chocarrera de la vida. A la película, sin mayor cuidado formal ni argumental, le perjudica su exceso de chabacanería y la caricatura barata y amorfa, vulgar y caótica. El pretendido nihilismo provocador y el esperpento no se ven por ningún lado.

  La provocación socarrona sí se aprecia en los trabajos que Piccoli efectúa para Luis Buñuel. Porque el también director (el cortometraje ‘Train de nuit’ o la película ‘Alors voilà’), productor y guionista francés, precisamente, es uno de los actores predilectos (Fernando Rey y Paco Rabal serían los otros) del calandino, con quien fragua una gran amistad. El segundo genio del cine español (después de Goya, según Carlos Saura) le hace interpretar papeles muy mayores en ‘La muerte en este jardín’ (1956), ‘Diario de una camarera’ (1964), ‘La vía láctea’ (1969) -donde encarna al marqués de Sade-, ‘El discreto encanto de la burguesía’ (1972) o ‘El fantasma de la libertad’ (1974). O en ‘Belle de jour’ (1966), donde encarna a un soltero que sabe lo que se cuece en los burdeles, porque va, pero disimula con los amigos. En ‘Belle toujours’ (2006), el portugués Manoel de Oliveira y el propio Piccoli, ya sin Catherine Deneuve, elaboran una suerte de remake de ese mítico filme. Incluso Juan Luis Buñuel, hijo mayor del maestro, lo dirige como protagonista en la fallida ‘Leonor’ (1975), en el papel de noble enamorado de su mujer vampira (¡Liv Ullmann!) en el medievo infestado por la peste negra. Y es Juan Luis, precisamente, quien le entrega el premio Luis Buñuel en el festival de Huesca del año 1999.

  Piccoli, con la elegancia de una ironía no siempre feroz y sarcástica, participa en unos doscientos títulos en siete décadas de carrera, además de trabajos en la televisión y el teatro. En su filmografía, cuidada y ambiciosa, plural e inconformista, se repite con una recurrente anormalidad el retrato del burgués que claudica, del hombre por fuerza acomplejado que no es capaz de entenderse con una masculinidad ya estéril. Su encanto se basa en una mezcla de cinismo y nobleza, como lo demuestra en trabajos a las órdenes de Christian-Jaque, Louis Daquin, Marco Bellocchio, Jacques Rouffio, Christian de Chalonge, Jean Renoir, Alain Resnais, Jean-Pierre Melville, Alfred Hitchcock, Constantin Costa-Gavras, Ettore Scola, Liliana Cavani  Pierre Granier-Deferre, Jacques Rivette, Claude Chabrol, René Clement, Alain Cavalier, Raoul Ruiz, Jacques Doillon, Agnès Varda, Thomas de Thier…

  En ‘Las cosas de la vida’ (Claude Sautet, 1969) aparece al lado de Romy Schneider e interpreta el papel del señor algo mayor y circunspecto, un poco envarado y raro, habitual en muchas de sus películas. En ‘La gran comilona’ (Marco Ferreri, 1973) dice a una de las prostitutas contratadas para endulzar el viaje fúnebre y pantagruélico: “Fuera de las comilonas, todo lo demás es un epifenómeno”. En ‘Las señoritas de Rochefort’ (Jacques Demy, 1967) regenta una tienda de discos e instrumentos musicales, pero se le afloja una tuerca y, cuando está solo, se dedica a recortar y montar, a escondidas, soldaditos de papel. En ‘El desprecio’ (Jean-Luc Godard, 1963), donde encarna a un escritor teatral que tiene que corregir un guion de cine que adapta la ‘Odisea’ de Homero, su sombrero marca época: ¡qué bien le queda al muy cabrón! En ‘Atlantic City’ (Louis Malle, 1980) su aliento sensual y crepuscular observa cómo Susan Sarandon se lava los pechos con zumo de limón. En ‘Mala sangre’ (Leos Carax, 1986) muestra la mirada cansada del gánster que sabe que ha perdido la partida. En ‘Themroc’ (Claude Faraldo, 1972) sabe encarnar la alienación del hombre moderno como si la vida le fuera en ello y, con gruñidos, hace el mejor cavernícola humano de la historia del cine. En ‘Habemus papam’ (Nanni Moreti, 2011) interpreta a un pontífice cansado, que abandona su misión divina con los hombres hundidos para luego jugar al voleibol. Y así. Piel de camaleón.

  Piccoli nunca fue un maniquí cinematográfico en manos de sus sucesivos directores. Tuvo siempre personalidad, elegía con mimo sus trabajos, le gustaba la gente con libertad e inventiva y mantuvo preocupaciones (vitales y de las otras) con el gremio. Un tipo singular, desde luego, De racionalidad atea en su gusto por el riesgo y la transgresión. Como el propio Buñuel. Con quien, por cierto, cenó una vez en una mesa al lado de un peluche con sus platos, cubiertos y copas porque los comensales eran trece.

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