Otro cine de monstruos


Por José Joaquin Beeme

 

    Dejé a Rodolfo Valentino-Guglielmi algo atribulado en mi Síndrome sur (publicado este año por Fundación del Garabato con el aval literario del Instituto de Estudios Turolenses) y lo reencuentro en la secuencia de apertura del primer Mondo cane(1962), torvas miradas pulleses que buscan sacudirse el subdesarrollo imitando la suerte ultramarina del ídolo breve.

     Con pretendido deber de crónica y caprichoso montaje de atracciones, Gualtiero Jacopetti (ayudado de Prosperi y Cavara) inauguró el crudo infragénero mondo, documentales exótico-morbosos que hincan la mirada en las vísceras de lo humano y condimentan una ensalada de vicios antropológicos y nefandas tropelías etnográficas. Y estos días, revisando las espeluznantes prácticas culinarias que allí se cuentan, no pueden menos que recordarnos temibles zoonosis siempre en acecho: las serpientes-lagartos-tortugas-mapaches de los mercadillos de Hong-Kong, las empanadas de chinches mejicanas (alternativa a los mondongos azucarados de Judas), el cocodrilo africano que es manjar único y por eso mismo esterilizante, los cachorros chow-chow que te eliges directamente de la jaula del carnicero-cocinero en Taipei, las terneras japonesas de carnes tundidas y emborrachadas de cerveza, los pollitos teñidos e intoxicados para el huevo pascual romano, las ocas embutidas hasta el reventón hepático en Estrasburgo, los platos trufados de hormigas y gusanos en restaurantes chic de América, el despellejo de ofidios en los puestos callejeros de Singapur, las aletas de tiburón desecadas en playas malayas por sus tullidas víctimas. O los cientos de cerdos masacrados a golpes de clava cada cinco años en Nueva Guinea, ritual splash que estudiará Marvin Harris desde la cultura material (como también el culto al cargo que recogen sus cámaras), los toros bravos escachando mozos por la rúa y gallardos forcados en los redondeles portugueses, los gurkhas nepalíes destazando bueyes tras colgar el femenino travestimiento, los combates a muerte de mirlos cantores, los escualos atragantados con erizos venenosos y devueltos al mar en lenta agonía. Violencia que, cuando más tarde filmen la eclosión de los países recién descolonizados (Adiós, África), será casi insoportable. El catálogo de infamias continúa por efecto de la contaminación radioactiva: flamencos agonizantes, mariposas y pardelas casi enterradas vivas, millares de huevos estériles de gaviota y charrán, tortugas desorientadas que dejan sus huesos en las dunas… Al lado de bestialidades religiosas de nuestro inefable sur: tarantulados en éxtasis, badajos accionados con los dientes, cabezazos sardos, gradas de iglesia lamidas por lenguas estragadas, faquires correteando por las brasas, desollados que riegan con su sangre la Semana Santa calabresa, cofradía roja pulidora de los esqueletos arrojados por el Tíber, hasta llegar a los ataúdes vivientes de Pobra do Caramiñal. Tampoco el civilizado norte salva sus vergüenzas, con sus beodos aspando en la noche de Hamburgo o sus geishas enjabonando curdas en una Tokyo invariablemente machista, con sus besadoras de alquiler, diez dólares y desinfectante bucal, y sus modelos pret-à-porter desfilando con caniche linchado. Sin olvidar, entre horror y horror, su cuarto en bastos al arte contemporáneo: chatarra ultracomprimida del nuevo realismo a lo César, subproducto del tráfico infernal que ya entonces bullía, Klein y sus mujeres embadurnadas de azul prusia que por parejas (una brocha, la otra maniobrándola por las caderas) improntan enorme tela al compás de una orquesta de cámara, una pintura vomitiva, pigmento del maestro que pasa de boca en boca, y otra luciferina, el caballete plantado en un bosque de llamas, un concierto de Liszt para piano y bofetadas sincronizadas… Pasados casi sesenta años, este cine del fragmento chocante, lleno de insolencia y desafío, caleidoscópico y delirante, sigue mirándonos con su cara de perro dolor.

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