Fílmicos apestados, capítulo 3


Por Don Quiterio

  Te creías que eras el dueño de tu propia vida, pero el virus ha llegado para que veas lo fácil que es dejar de serlo. Las decisiones individuales han dejado de importar.

     Ahora solo importan las decisiones del grupo. Solo importa lo que es mejor para todos. Estamos todos solos, enclaustrados en nuestras pequeñas madrigueras domésticas. Hay que esperar. Para todo.

  En su hermética ‘La madriguera’ (1969), el cineasta aragonés Carlos Saura pone la alegoría por encima de la narración, un drama pop entre lo simbólico y lo sicológico sobre una pareja bien avenida que termina trágicamente por mutua incomprensión. Llevan una vida cómoda y convencional. Él es un ejecutivo de una fábrica de automóviles y ella sale de compras con las amigas, se pone guapa para su marido y da órdenes al servicio. Pero la situación cambia cuando llegan a su lujoso y aséptico  chalet de diseño unos muebles heredados. Unos muebles, maldita sea, que van invadiendo la casa, como si de un letal virus se tratara. La mujer empieza a sufrir sonambulismo, a profanar el sueño de los muertos y a tener fantasías que hacen que el matrimonio viva su relación como si fuera un juego. Durante un fin de semana, sin embargo, sus juegos llegan demasiado lejos…

  Un año antes, Saura realiza la austera y poco valorada ‘Stress es tres, tres’, una suerte de variante de ‘La caza’ (1965), y que le debe no poco al Stanley Donen de ‘Dos en la carretera’. Tres películas que significan otras tres madrigueras fílmicas, a través de unas tensiones derivadas de los rencores larvados y las derrotas personales, historias acotadas como diagnósticos sobre las relaciones, sus esguinces, roturas de ligamento y traumatología en general. “¿Quiénes pueden sentarse en la misma mesa durante horas sin hablar?”, pregunta una virginal Audrey Hepburn. “Los matrimonios”, zanja, rotundo, el rudo Albert Finney.

  En ‘Stress es tres, tres’ nos encontramos ante una relación triangular sobre unos jóvenes personajes encerrados prácticamente en el espacio interior de un automóvil, con un espléndido Juan Luis Galiardo como contrapunto del matrimonio protagonista, un gigoló escéptico que se hace preguntas sobre el porvenir de la humanidad, alertando que a lo largo de la historia las epidemias parecen servir de módulo regulador ante la masificación de nuestra especie. Un tipo que cree en la corrección natural. Los humanos somos demasiados, en efecto, y eso repercute en una forma de desequilibrio ecológico que no puede continuar para siempre. Les pasa a muchas especies, dice: cuando son demasiado abundantes para los ecosistemas les ocurre algo. Se quedan sin comida. O nuevos depredadores evolucionan para devorarles. O pandemias virales las derrumban.

  Y aquí aparece el miedo. Porque es una emoción y amenaza el edificio incuestionable de nuestra racionalidad, la idea de que todo, en fin, está bajo control. El miedo, además, está asociado a relaciones de poder, y estas disimulan su miedo vistiéndolo de seriedad. Para Darwin, no hay que olvidarlo, sobrevivían las especies que “temían correctamente”. El miedo, tan desprestigiado, indica qué es lo importante y quiénes. Nos recuerda, en el brevísimo instante que basta para que el corazón se acelere, lo que amamos y lo que debemos proteger. Tenemos que tener la dignidad dos peldaños por encima del miedo. Esto es lo que hace el ‘descatalogado’ e infravalorado cineasta Jorge Grau en ‘No profanar el sueño de los muertos’ (1974).

  Después del vampirismo de la condesa Bathory en ‘Ceremonia sangrienta’ (1972), el realizador catalán se encara con los zombis en un filme verdaderamente estimulante, inspirado en la precursora ‘La noche de los muertos vivientes’ (George Romero, 1968). Una máquina experimental del ministerio de agricultura, que funciona con fuertes ultrasonidos, acaba con las plagas de insectos, pero lo que no se espera es que también sea capaz de alterar los sistemas nerviosos de los muertos. Los cadáveres próximos a cierta abadía inglesa salen de sus tumbas y vuelven a cobrar vida. Una película de cuidada factura artesanal, de una truculencia impactante, en la que destacan los efectos y la fotografía, y con curiosos toques ecologistas y antitotalitarios. La historia comienza cuando una joven se ve asaltada por un sueño terrorífico en el que ve el cadáver de un hombre que había muerto hace poco. Y empieza la fiesta. Y el miedo, claro.

  En ‘Dune’, la gran novela de Frank Herbert publicada en 1965, dice el protagonista: “No debo tener miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y, cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Solo estaré yo”. Un original literario, recuerden, que intenta llevarlo a la pantalla el chileno Alejandro Jodorowsky y que finalmente lo hace el controvertido David Lynch en 1984 con un ambicioso filme de ficción científica, acaso de excesiva complejidad y con excesos granguiñolescos, maldita sea. “Sin oscuridad no hay belleza”, nos asegura este cineasta en cada fotograma.

  Sea como fuere, existen numerosos relatos cinematográficos en los que los seres humanos se han tenido que enfrentar a confinamientos varios, a sus madrigueras particulares. En ‘El último tango en París’ (1972), el parmesano Bernardo Bertolucci ofrece una mirada desgarrada al mundo de la incomunicación humana, importante muestra de cómo representar en pantalla la soledad, la urgencia sexual y la devastación de los sentimientos. Estamos ante un hombre maduro y una joven que establecen entre sí, confinados en una habitación, unas relaciones bruscas e informales. El tipo caerá sucumbido por los encantos de ella, que, desencantada, matará a este como él esperaba. Una película desesperada, cuya furia propone la demolición de las convenciones sociales. El filme se arroja a retratar la fugacidad de los sentimientos y se sumerge en la angustia y el complejo de culpa de unos personajes que huyen del pasado porque carecen de futuro. Las pinturas de Francis Bacon que acompañan los títulos de crédito introducen al espectador en una pesadilla envuelta en los hermosos y trágicos movimientos de cámara del cineasta italiano, que acompañan a los personajes en una huida tan desesperada como nihilista. Y nos arrastra a un espacio subterráneo, fracturado, de espacios vacíos, gritos inarticulados y convulsiones corporales, acompañado por los exaltados valses al saxofón de Gato Barbieri, los reflejos en los espejos, los decorados incongruentes o los encuadres descentrados. Un descenso vigoroso al vientre de la muerte.

  Otro particular confinamiento es el que propone el bilbaíno (con acento) Galder Gaztelu en ‘El hoyo’ (2018), un thriller ambientado en una experimental prisión, un edificio de muchas plantas en el que los reclusos conviven en parejas, hacinados en celdas dispuestas verticalmente. En esta particular madriguera, los pisos se comunican entre sí a través de un hueco rectangular por el que desciende, siguiendo un horario regular, una plataforma con alimentos. Los presos de los pisos inferiores se comen las sobras dejadas por los de los pisos superiores. Los de arriba tienen más ventajas y privilegios que los de abajo. Cada mes, las personas recluidas cambian de celda. El debutante cineasta habla de la lucha de clases en una mixtura de ficción científica y thriller de terror, en la que se homenajea al ‘Quijote’ de Cervantes. Esta brutal alegoría kafkiana remite igualmente al Mercero de ‘La cabina’, al Joon-ho de ‘Rompenieves’ y al Natali de ‘Cube’, bucea en los paraísos o en los infiernos de la imaginación y se empeña en hacer coincidir la fabulación con la mugre, el costumbrismo con la desesperación, el arte figurativo con la más sucia abstracción. El carácter sugestivo de su contundente discurso sociopolítico y de su recordatorio de la naturaleza humana cohabita con el sentido turbador que, a su vez, entraña el énfasis en los impulsos, el salvajismo, el egoísmo y la miseria moral que brotan en situaciones límite.

  Otras historias de confinamiento son ‘Vivarium’ (2019) y ‘A ghost story’ (2017). La primera, dirigida por el irlandés Lorcan Finnegan, gira en torno a una pareja atrapada en una urbanización en bucle, una pequeña ciudad donde todas las casas, las calles e incluso las nubes son iguales. La idea del filme parte de lo ocurrido en la crisis inmobiliaria de Irlanda. Allí, miles de familias se vieron atrapadas por la compra a crédito de casas a menudo situadas en urbanizaciones donde al final iban a vivir unos pocos compradores. A veces, una o dos familias se hallaban solas dentro de complejos de cientos de viviendas construidas en medio de ningún sitio. Al estallar la burbuja y desatarse la crisis, a gran parte de esos compradores les fue imposible pagar el préstamo. Las urbanizaciones se convirtieron en lugares peligrosos, las casas se destruyeron y luego se volvió a construir a tope. El resultado es un brillante y muy turbio homenaje a Magritte, a De Chirico, a Hopper, al Buñuel de ‘El ángel exterminador’ y, otra vez, al Mercero de ‘La cabina’.

  Por su parte, el estadounidense David Lowery, director de ‘A ghost story’, indaga en la comunicación e incomunicación entre dos personas que se amaron y que ahora no pueden intercambiar ni una palabra. Y explora el amor, la pérdida, el dolor, el paso del tiempo y la eternidad a través de la relación de un muerto, que vuelve convertido en el típico fantasma de sábana blanca y agujeros en los ojos, y su viuda, atascada vitalmente en la casa de las afueras en la que, en teoría, iban a envejecer juntos.

  Quien también vive atascado vitalmente es el protagonista del filme de Alfonso Ungría ‘El hombre oculto’ (1970). Después de la guerra civil española, un hombre que huye de sus persecutores decide refugiarse en un zulo donde permanece oculto durante muchos años y en el que solo tienen acceso sus más directos allegados. Hay que resistir en la madriguera como gato panza arriba. Estamos ante una singular alegoría política sobre un individuo, encerrado en su casa, que apenas se comunica con los demás, en un drama experimental (al parecer, libremente inspirado en las experiencias tras la contienda de Ricardo Muñoz Suay) rodado totalmente en interiores con uso y abuso de encuadres extraños y una narrativa lenta que llega a exasperar. El resultado es un tan peculiar como fallido filme vanguardista que desafía las convenciones del lenguaje.

  Otro filme que desafía las convenciones es el del gallego Rodrigo Cortés ‘Enterrado’ (2010), una intriga sobre un padre de familia y contratista en Irak que despierta, enterrado vivo, en una vieja caja de madera. Sin saber quién lo ha introducido ahí, ni muchos menos el motivo, su única oportunidad para escapar es un teléfono móvil sin casi cobertura ni batería, además del escaso oxígeno de que dispone. Toda una propuesta de sumo interés que utiliza tan solo un hombre, un ataúd, un móvil y un bolígrafo. Con estos cinco ingredientes monta un claustrofóbico thriller y un notable ejercicio de estilo, del que el director sale totalmente airoso. El mismísimo Hitchcock, sin lugar a dudas, habría dado su bendición.

  Otra madriguera es la que propone el griego Yorgos Lanthimos en ‘Canino’, un cineasta de una distintiva personalidad autoral por su estricto formalismo y un obstinado estudio de la incomunicación humana. El cine del ateniense, de ideas brillantes y gélidas, se distribuye en fábulas macabras sobre la alienación del individuo en el corazón de las sociedades modernas, un cohesionado proyecto de crítica social que, lejos de toda raigambre naturalista, ha hecho de la parábola con tintes surrealistas su figura retórica de cabecera, siempre en el distanciamiento ‘bressoniano’ como instrumento privilegiado para la disección de la cara más perversa de la maquinaria social.

  Tomando la institución familiar como el centro de sus dardos cinematográficos, Lanthimos desmonta el patriarcado burgués en ‘Canino’. Un padre, la madre y sus tres hijos viven en una mansión a las afueras de una ciudad. Un cercado muy alto rodea la casa, y los chicos nunca han salido de ella. Están siendo educados entretenidos y ejercitados con los métodos que sus padres juzgan apropiados, sin ninguna influencia del mundo exterior. Creen que los aviones que pasan volando son juguetes, o que el mar es un tipo de silla forrada de cuero. La única persona a la que se le permite entrar en la casa es Christine, que trabaja como guardia de seguridad en la fábrica del padre. Este le hace visitar la casa para saciar las necesidades sexuales de uno de sus hijos.

  ‘Canino’ es una terrible inmersión en un microcosmos angustioso y endogámico que abomina del mundo exterior y que pronto se convierte en su espejo. También es una película de terror filmada a plena luz, un drama que desprende congoja y sufrimiento y un análisis de una sociedad abrazada a la falsedad, que hace bandera de su autoafirmación para ocultar su pánico. Un gran filme, de inabarcable hondura temática y vistosa desnudez formal, en la estela del cine de Michael Haneke.

  Adaptación de una novela de Emma Donoghue, ‘Room’ es un perturbador, emotivo e intenso drama dirigido en 2015 por el irlandés Lenny Abrahamson, en el que una cariñosa y entregada madre se dedica a proteger a su hijo de cinco años e intenta hacerle feliz, pese a que sus vidas no tienen nada de normal. Están atrapados. Viven encerrados en un minúsculo espacio, sin ventanas al exterior, al que la mujer ha bautizado con el eufemismo de la habitación. Se ha preocupado de crear todo un universo para su hijo dentro de ese recinto y nada le va a impedir conseguir que tenga una vida plena a pesar el reducido espacio en el que se mueven.

  Para el pequeño, la habitación es su mundo, el lugar donde nació, donde come, juega y aprende con su madre. La habitación, en efecto, es su hogar, pero para ella es el cubículo en el que lleva siete años secuestrada con servicios mínimos. Cuando recuperan la libertad, al fin, deberán afrontar una nueva realidad. El argumento es terrible porque la madre ha estado esclavizada desde los diecinueve años y el niño es consecuencia de una violación de su secuestrador, de ahí que su reinserción social sea doblemente dificultosa dado que los abuelos no encajan los hechos. Pese a una más convencional segunda parte, la puesta en escena del cineasta es efectiva al exponer con naturalidad las situaciones, evitando explotarlas, aunque su mayor fortaleza radica en la dirección de actores.

  En 2004, el británico Edgar Wright realiza una delirante sátira de terror, no exenta de afilada crítica social, en ‘Zombies party’, que se ríe del subgénero zombi en general y del gore en particular. Un tipo sin demasiadas ambiciones, cliente fijo del pub de su barrio, pretende poner en orden su vida: mejorar la relación con su madre y reconciliarse con su novia que le ha abandonado, hasta su dejadez vital. Por desgracia, cuando encarrila su vida, y sale a la calle a por todas, se encuentra, de repente, con que los muertos están volviendo a la vida y tratan de devorar a los vivos. Armado con un palo de cricket y una pala, emprende una guerra sin cuartel contra una horda de zombis.

  Un filme que tiene su mérito, pese a su realización demasiado amateur, en donde Wright se muestra como un eminente cineasta pop y este trabajo suyo es mucho más que una película de terror vírico. Los muertos son el ‘macguffin’ para reflexionar sobre la motivación como motor de la supervivencia. Como las mismas madrigueras de Saura y Bertolucci. O de Grau y Gaztelu. O de Lanthimos y Finnegan. O de Ungría y Cortés. O de Lowery y Abrahamson. O del gran Stanley Donen. Juntos en la carretera, sin miedo. Tenemos que tener la dignidad dos peldaños por encima del miedo. Porque el egoísmo subyace en lo más profundo de nosotros. Somos animales miedosos y si damos poder a alguien que ha vivido toda su vida con miedo, confinado en sus temores, es probable que se convierta en un auténtico hijo de puta.

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