Café negro con jeque blanco


Por José Joaquín Beeme
http://blunotes.blogspot.com

 

      Suelo decir que descubrí el café italiano, sus infinitas variaciones, cuando vivía en Roma y, más allá de los cafetines del Trastévere o del escondido San Eustaquio, me dejaba caer por la galería Alberto Sordi, al lado del Congreso.

     Aquel kilométrico menú, exclusivamente consagrado al torrefacto elixir, me raptaba en su aromada nomenclatura a la romanidad parlera y buenachona de Albertone, su cara de pizza ornada de rizo corto, sus ojos de plato y la desamparada sonrisa de su bocaza, de la que salía un vozarrón que lo mismo trabucaba a Oliver Hardy o aireaba promos radiofónicos que daba el justo tono trágico y cómico a los primeros largos de Fellini, su camarada de parranda y sueños de rescate. Reconstruye aquellos años famélicos, en un telefilm producido por la RAI en el centenario de su nacimiento, el hijo de Manfredi, quien se lamenta de que los jóvenes italianos, desmemoriados como lo son todos y en todas las latitudes, apenas tienen indicios de aquella apabullante filmografía (casi dos centenares de títulos; otra veintena, cada vez más melancólica, bajo su dirección) donde despuntan La gran guerra o Un americano en Roma, Una vida difícil o Los inútiles, Un burgués pequeño pequeño o Todos a casa. Actor vocacional y gran exhibicionista desde niño, todo instinto y nada arte dramático, anduvo de ujier ascensorista en el hotel Continental de Milán mientras ponía su característica voz, una voz que había sido blanca en el coro de la Sixtina y que mutó de golpe en bajo, al servicio de la radio y del doblaje (Mitchum, Quinn, ¡incluso Mastroianni o Fabrizi!), hasta recalar en la revista de varietés Za-bum y tirarse años de meritorio durante los cuales, clownesco y caricatural (el «compañerito de la parroquia» le bautizó Zavattini por su máscara del trepa democristiano), fue incorporando los vicios y vilezas del italiano común, naturalmente siempre ojo y paja ajenos, para levantar uno de los pilares de la comedia all’italiana (término peyorativo de la crítica, entendible como italianada frente a la sofisticada comedia USA). He querido ver una de sus obras aparentemente menores, el episodio «Vacaciones inteligentes» de Vicios de verano, y el choque generacional entre una humilde pareja de fruteros y sus pijos retoños, universitarios en la onda que, luego de embarcar a sus viejos en un programa de culturización acelerada y dieta espartana, terminan amorrando en la infalible fuente de espagueti, me descubre sin embargo cargas de profundidad contra la estupidez intelectualoide, elitista y esnob del arte y la música contemporáneas (allí no se libran ni la Biennale de Bonito Oliva ni los cronometrados silencios de Cage), obsesiva, estratégicamente alejados de la vida y sus naturales flujos. Muchos dirán que por los personajes de Sordi habla el pueblo llano, inculto y reaccionario, pero tal vez el sudor bíblico, el desprecio de siglos, el tiempo negado de los de abajo encontraron su momento y su dignidad en la pantalla gracias a él. Solterón empedernido, amante discreto y sin descendencia, me pregunto dónde habrán ido a parar su colección de cafeteras de plata, sus muchos cuadros, su mandolina, los trofeos y memorabilia cinematográfica que atesoraba aquella villa mítica junto a las termas de Caracalla: la fundación a su nombre tiene la última palabra.

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