Un encuadre (o un cuaderno)


Por José Joaquín Beeme
www.fundaciondelgarabato.eu

      Esta película es un cuaderno de dibujo extraviado, una casa amarilla y pobre, unos zapatos asoleados que entre lavandas caminan y caminan.
     Tres razones muy mías por las que me he plantado ante la pantalla y he dejado que Schnabel me cuente su Van Gogh. Diría, pretenciosamente, que iba yo a cerrar el triángulo de miradas abierto por dos artistas quienes, a su vez, se espejan uno en la luz del otro. Me gusta ese cuaderno o borrador de niebla (brouillard), que era un libro de contabilidad de tapa dura y por eso la señora Ginoux, sin sospechar su precioso relleno de tierras y negras tintas, lo dejó apilado en un estante del café de la estación de Arles. Contiene una sesentena de dibujos, a lo largo de dos años de fatigar los campos provenzales, y en ellos hay sudor y hay polvo, pliegue, rasguño, línea que busca y se desespera, manchón, quizá lágrima. Cuando asoman, en la página fílmica, intervalan el retrato alucinado de Dafoe, que solidario del modelo traspasa sus raptos violentos y sus vacíos de memoria, su cotidianidad frugal, su amor por Theo y por Gauguin (casi filial el uno, el otro dolido, huérfano), su éxtasis de hombre natural, su miedo a perder pie definitivamente. Me quedan cuadros, de este cine abocetado, que a despecho de la narratividad (no busquen la enésima biografía) excavan en mi inconsciente emocional: la estancia espartana, las botas hambrientas, la yerba subjetivamente desenfocada, el caminante crepuscular con sus achiperres al hombro, artistas de cuatro francos en torno a un quinqué de absenta, pero sobre todo la caja de humilde pino con ese cadáver blanco rodeado de buenos ciudadanos que, ahora sí, ya nada importa, se deciden a mercar uno de esos grumos de color salvaje para sus interiores burgueses.

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