Los estrenos en los cines: Vidas gemelas, entre Hitchcock y Buñuel


Por Don Quiterio 

  El cine puede ser, o definirse, o interpretarse, o considerarse y verse de múltiples maneras, pero todos esos senderos convergen en uno: la mirada. Al mismo tiempo, el cine es una continuidad de la infancia, nos permite seguir jugando.

    Hay algo lúdico en ello y por eso es tan difícil resistirse a su encanto. El francés François Ozon plantea en ‘El amante doble’ un juego con el espectador, cómplice de la investigación que emprende la protagonista y de la ambigüedad entre realidad y ficción, falsedad y apariencia. Para ello se inspira libremente en ‘Vidas gemelas’, un relato de Rosemond Smith, seudónimo que utiliza la escritora estadounidense Joyce Carol Oates para publicar novela de género. Y ofrece un juego de espejos, reflejos y tensiones sexuales a través de una puesta en escena virtuosa, un inteligente acercamiento al apasionante tema del doble, del gemelo, del otro o de la personalidad contradictoria, en donde una exmodelo con patológicas carencias de afecto se coloca entre dos hermanos gemelos y sicoanalistas, que son, ‘comme il faut’, como la noche y el día.

  Acaso ‘El amante doble’ no sabe encontrar la medida entre sus dos caras opuestas y no se acaba de decidir por articular un discurso serio sobre la identidad, derivando hacia el histrionismo o el disparate, el efectismo o la altisonancia. Sin embargo, paradójicamente, es ese su principal mérito y ahí radica su fortaleza, un thriller erótico de alto voltaje, alambicado y delirante, de atmósfera enfermiza, espesa, casi siempre en interiores, sobre los laberintos del subconsciente, que le sirve a Ozon para jugar y provocar. Al fin y al cabo, el autor de ‘Ocho mujeres’, ‘La piscina’, ‘En la casa’ –su mejor película-, ‘Frantz’ o ‘Joven y bonita’ es un cineasta de trayectoria tan ecléctica como imprevisible, amén de regularmente estimulante, que muchas veces le da por provocar como por profundizar en la sicología humana o simplemente divertirse.

  Estamos ante una de las películas más ambiciosas del cineasta galo, en la que el desdoblamiento de la personalidad y las tensiones íntimas, fundamentalmente perversas, desempeñan una doble función, con freudianas reflexiones sobre el sexo. Un filme repleto de seres angustiados, a quienes la vida les ha impedido ser felices, que deja un regusto de ambigüedad, porque el bien y el mal tienen la misma sonrisa, los mismos gestos y producen la misma inquietud. Más allá de las influencias recibidas de los discutibles Verhoeven o De Palma, ‘El amante doble’ debe más a los Lang, Siodmak, Preminguer, Chabrol, Polanski o Cronenberg, por no citar las fuentes literarias de un Dostoyevski o un Borges.

  Y luego están Hitchcock y Buñuel, de los que Ozon es un ferviente admirador. “Hitchcock inventó la noción de thriller, fue el que relacionó el género con la investigación sicológica y el terror”, apunta. “Lo que es interesante es que a Hitchcock le gustaba mucho el cine de Buñuel, había visto todas sus películas. Yo he visto todas las películas de Hitchcock y las de Buñuel. Todo está conectado. Hitchcock y Buñuel tenían en común que eran dos grandes neuróticos y utilizaban las películas para mostrar sus neurosis. Yo también soy un gran neurótico y todas mis angustias y fobias están en mis películas”. Vean ‘El amante doble’, aunque no sea la mejor película de Ozon, pero es muy superior a la cantidad de cine infecto al que estamos acostumbrados.

  Otras miradas estimulantes las ofrecen Darren Aranofsky en ‘Madre!’, obsesivo y metafórico relato de hordas invasivas en un espacio doméstico con personajes al borde de la abstracción, tan excesiva como subyugante, que parece una rotonda comunicada por el Buñuel de ‘El ángel exterminador’, el Cortázar de ‘Casa tomada’, el Goya de ‘El sueño de la razón produce monstruos’, el Polanski de ‘La semilla del diablo’ y el Kubrick de ‘El resplandor’; Santiago Mitre en ‘La cordillera’, viaje infernal de un grupo de presidentes latinoamericanos carcomidos por la corrupción, entre la intriga política, el drama familiar y el estado sicológico; Calin Peter Netzer en ‘Ana, mon amour’, los pequeños desórdenes amorosos de una pareja narrados en forma de bucle; Ildikó Enyedi en ‘En cuerpo y alma’, historia radicalmente alejada de los cánones habituales, con toques surrealistas y la onírica relación entre una mujer incapaz de comunicarse y un hombre repleto de profundas heridas interiores; Hirozaku Koreeda en ‘El tercer asesinato’, intransferible aproximación a la naturaleza del cariño familiar y al viejo debate sobre si uno nace o se hace, que bebe de la fuente del ‘Rashomon’ de Kurosawa; Paco Plaza en ‘Verónica’, historia de terror sobre una niña en su paso a la edad adulta y la primera película que se atreve a mostrar el calvario sufrido por los fans de ‘Héroes del silencio’ en esos primeros noventa del siglo pasado (nada que ver con el Borja Cobeaga de ‘Pagafantas’); Kathryn Bigelow en ‘Detroit’, retrato desgarrador de la violencia policial que muestra cómo los conflictos raciales laten siempre debajo de la superficie de cualquier sociedad moderna, o Sam Gabarski en ‘Bye bye Germany’, ambientada en el Frankfurt de 1946 y que cuenta las artimañas de un superviviente judío por emigrar a Estados Unidos, según la novela de Michel Bergmann, donde se mezcla la amargura y la intriga con el humor costumbrista, aunque esconda menos aristas de las que promete.

  También resultan estimulantes las miradas de Taika Waititi en ‘Thor: Ragnarok’, personal tercera entrega del superhéroe vikingo (las anteriores dirigidas respectivamente por Kenneth Branagh y Alan Taylor) que renueva la fórmula Marvel con grandes dosis de jovial irreverencia; Michel Franco en ‘Las hijas de Abril’, en torno a la mecha que hace estallar un complejo tejido familiar eminentemente femenino, de obsesiones maternales, entre el drama sórdido y el thriller realista; Denis Villeneuve en ‘Blade runner 2049’, imponente secuela del clásico de Ridley Scott, que recupera los paisajes apocalípticos del original, un Los Ángeles lluvioso y contaminado, multirracial y envuelto en bruma, con el vapor que emana de los puestos callejeros, coches voladores, edificios amenazadores y neones y hologramas de mujeres orientales, con un punto de partida que guarda ciertas semejanzas con la fantástica novela del escritor argentino Adolfo Bioy Casares ‘La invención de Morel’; Fernando Franco en ‘Morir’, la muerte en segunda persona a través de la deriva de una joven al ver a su compañero agonizar por la enfermedad, según el amargo relato homónimo de Arthur Schnitzler; Steven Soderberg en ‘La suerte de los Logan’, ligera pero entrañable historia sobre dos hermanos empeñados en burlar una supuesta maldición familiar, que recuerda a las irresistibles comedias de Howard Hawks; Michel Hazanavicius en ‘Mal genio’, drama biográfico acerca del polémico cineasta suizo Jean-Luc Godard, según el libro de su exesposa Anne Wiazemsky, o el dúo formado por Jon Garaño y Aitor Arregi en ‘Handia’, un cine sin afeites ni hojarasca, sencillo pero profundo e intensamente poético, ambientado en un caserío vasco del siglo diecinueve, que mezcla el género de aventuras y el melodrama rural con el folclore popular y la fantasía, sobre el gigante de Alzo, un hombre que no paró de crecer hasta que llegó a los dos metros y medio. O más.

  El cine, decía al principio, puede verse de múltiples -no infinitas- maneras, pero la principal es la mirada. Una, la de quien dirige la película; otra, la de uno de sus protagonistas. La mirada de la jovencísima actriz Laia Artigas fija la melancolía, el asombro, la lástima, el descubrimiento de una realidad terrible y de una vida alejada para siempre de unos padres muertos de una manera terriblemente triste. La mirada de la barcelonesa Carla Simón, directora de la maravillosa ‘Verano 1993’, convierte la crónica de esa niña enfrentada a la muerte en un centón de recuerdos, de presencias, en una obra de arte sencilla y naturalista que desprende el aroma de los estíos de nuestra infancia. Y lo que cuenta es el proceso de esa niña de seis años para asimilar la pérdida, para adaptarse en un pueblo a la convivencia con su prima y con sus tíos, que la adoptan. Basándose en una experiencia personal, la propuesta de la realizadora debutante se resuelve en la intensidad de unos gestos necesariamente mínimos que giran de forma metódica y cada vez más profunda alrededor de un silencio doloroso, desde el brillo de claridad e incertidumbre de la mirada de esa chiquilla hasta acabar en esa conmovedora escena del llanto sin causa aparente, que la purifica. Una soberbia ópera prima. La mirada como aprendizaje. Y a Boyero que le den. 

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