Enemigo sin rostro


Por José Joaquín Beeme
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       Tampoco Kubrick los había mostrado en Senderos de gloria: los ominosos alemanes se presienten, sombra alargada, como una guadaña que abriese cráteres por los campos del mentido honor.

    Sólo al final, una muchacha prisionera canta, en la lengua del enemigo, la triste balada del húsar que regresa del frente para acompañar a su amada, moribunda. Christopher Nolan los sitúa, fantasmas también, casi al cierre de Dunkerque mientras acorralan al piloto solitario que planeaba ya sin combustible (idea robada de Pearl Harbor). Prueba narrativa bajo el signo del tres (3 acotaciones temporales, 3 escenarios bélicos, 3 perspectivas de clase), este filme desaturado y como sucio, fotografiado con ojos de repórter en primera línea, está musicalmente pautado por ese raro éxtasis que da la escala Shepard, por la que toda traza sonora, trágica y a la vez solemne, parece decaer mientras se alza. Y otro experimentalismo en que incurre, para disgusto de los que hubieran querido más guerra, más hiperrealismo, más Spielberg, es el corte en planos cerrados donde prima la mirada, el gesto, el todo decir con apenas nada en el encuadre. Escasa menestra para quienes disfrutan del pimpampum en sus consolas solitarias. El pantallón, en cambio, consiente sin esfuerzo la navegación en el tiempo y, lo que es más, un viaje emocional a lo que fuimos, a ese bárbaro pasado de patrias y sangre extremas donde el enemigo, si tenía rostro, era sospechosamente el nuestro. A 60 años de la paz finalmente sellada entre alemanes y franceses, entre otros muchos socios, vecinos, aliados.

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