Por Don Quiterio
Hay días en que la sombra nos precede. Las páginas de la agenda se amarillean, nacen unos bulbos de nostalgia que sedimentan un horror al vacío, a la ausencia, a la falta de ese gesto que te reafirme. No, no estoy en estado de levitación poética.
Me siento angustiado por el paso del tiempo, por las noticias de las muertes de tantos seres conocidos, amigos o saludados, pero a los que uno siente como propios a la hora de estructurar un obituario. Tres personas que han dejado rastros de significancia en la construcción de un mundo mejor, más justo, más bello, más solidario: Emma Cohen, Gustavo Bueno y José Menese. Actriz y activista la primera. Filósofo y creador de un sistema propio el segundo. Cantaor de raigambre y compromiso político el tercero. Tres pensadores, tres luchadores de la cultura que nos han dicho adiós.
Desde el principio de su carrera, la actriz, directora, guionista y escritora barcelonesa Emma Cohen, de verdadero nombre Emmanuele Beltrán Rahola, compagina cine y teatro con su faceta de activista en populares movimientos políticos. Llega al cine a las órdenes de Pere Portabella y Jorge Grau, y se despide de él con ‘Cartas desde Huesca’ (1993), del zaragozano Antonio Artero. En ‘Pierna creciente, falda menguante’ (1970) coincide por primera vez con Fernando Fernán-Gómez, el hombre de su vida con quien colabora como ayudante de dirección, actriz y coguionista en muchos de sus trabajos. Un fotograma de esta película de Javier Aguirre –con guion de Antonio Mingote- aparece en ‘La silla de Fernando’ (2006), el documental dirigido por el madrileño David Trueba y el turolense Luis Alegre. En ‘El viaje a ninguna parte’ (1986), uno de los trabajos más acertados de Fernán-Gómez, tiene de compañera a Queta Claver. Otros directores con los que trabaja son Rovira Beleta, José Luis Garci, Mariano Ozores, Fernando Colomo, Antonio Drove o Pilar Miró. Dirige uno de los nueve episodios de que consta el filme colectivo ‘Cuentos eróticos’ (1979), en el que el desaprovechado actor zaragozano José Luis Pellicena hace acto de presencia. Su primera incursión en la literatura es con la novela ‘Toda la casa era una ventana’, publicada en 1983. Una “preciosidad rebosante de talento” que ejerce de “ángel salvador” en varios rodajes muy duros. Así la define Alfredo Landa en sus memorias, en las que el actor admira la paciencia que su compañera tiene con Fernán-Gómez, un hombre “encantador e inteligente que al tercer whisky se volvía hosco, agresivo y despótico, con unos ataques de cólera imprevisibles”.
El riojano Gustavo Bueno, sabio vehemente, excepcional erudito y creador de un sistema filosófico propio, se sentía agradecido a Zaragoza por sus años iniciales de formación, en el instituto Goya y, luego, en la universidad, donde empieza la carrera de filosofía y letras, que concluye en Madrid, por influencia de Eugenio Frutos Cortés. De esos años data su amistad con condiscípulos como Constantino Láscaris, Manuel Alvar, Félix Monge o Fernando Lázaro Carreter. El cineasta caspolino Héctor Muniente le dedica en 2015 un excelente documental (ver artículo en esta misma sección).
A José Menese, el cantaor del pueblo y los intelectuales, el cineasta oscense Carlos Saura le inmortaliza con una petenera inmarcesible que figura en su documento musical ‘Flamenco’ (1995). Con él muchos descubren que el cante jondo puede ser combativamente antifranquista. Tiene el referente de Antonio Mairena –como los también recientemente fallecidos Juan Habichuela o El Lebrijano-, quien presenta al propio Menese en su debut en 1959. Escritores como Rafael Alberti, Blas de Otero y José Luis Cano glosan en prosa y en verso su cante. Comunista convencido, actúa innumerables veces en ámbitos universitarios y su presentación en 1973 en el teatro Olympia de París marca un auténtico hito. Su mensaje revolucionario contrasta con la ortodoxia flamenca que profesa.
Estos muertos lucharon por una sociedad más acorde con nuestros sueños y que alguna vez nos pareció tenerla al alcance de los dedos, pero de la que hoy parecemos alejarnos sin remisión. Este remordimiento de fracaso, este pellizco en la memoria que suena como una saeta castellana, seca, impregnada de la voluntad de la alegría de ver nacer una flor en los jardines de un paraíso al que alguna vez visitaremos acompañados por los acordes de un arpa silente. Lo expresa muy bien el poeta: “En todo lugar y siempre / ve tras aquello que está perdido. / Hay una malla ciclónica entre / nosotros y la masacre, y tras ella / nosotros flotamos en un mundo protegido como / peces en redes, justo como peces en redes. / O es el inicio o el fin / del mundo, y la opción es nosotros mismos / o nada”.
Muertos como Emma Cohen, Gustavo Bueno o José Menese, cuando todavía están tibios, suscitan en nosotros unas necrológicas ditirámbicas. Se entiende que sea así. Como cualquier sección del “otro barrio”. Acaso sea porque no soportamos fácilmente la libertad individual, y nos cuesta horrores reconocer a los individuos que destacan. Por eso necesitamos los grandes funerales. Gracias a las enfáticas notas necrológicas consiguen que formen parte de nuestra melodía. Eran singulares y ahora los empujamos a la fosa común. En vida fueron pájaros silvestres y ahora que están muertos los atrapamos en la jaula colectiva.