El patrullero de la filmo: Miguel y William

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Por Don Quiterio

  Miguel de Cervantes y su contemporáneo William Shakespeare son unas incógnitas. Dos personalidades más sospechadas que conocidas. Ingentes páginas se han dedicado a sus vidas, a sus leyendas y a sus obras. 

   A veces, la leyenda ha superado a la realidad. ¿Qué libro de Shakespeare o de Cervantes no ha sido cambiado? ¿Es el mismo Hamlet el de hace un siglo que el de ahora? ¿Es el mismo Quijote cuando lo leía Menéndez Pelayo, cuando lo leía el profesor Rico o ahora cuando lo lee un hípster? ¿Admiramos a los clásicos porque sabemos que es de buen tono cultural? ¿No es lo más admirable en Cervantes o Shakespeare que hayan sabido ganarse la admiración de tantos a lo largo de siglos?

  Hay momentos en que agigantar las cosas resulta hermoso y, además, aviva el ánimo. El Quijote de Cervantes es una exageración llena de acierto. También lo es la obra de Shakespeare. No hay dos escritores coetáneos tan divergentes en sus vidas como convergentes en su genio. Los escritores más universales compartieron más que una época y algunas fechas de sus biografías. Cada uno alcanzó la gloria contribuyendo a la expansión mundial de la lengua con la que dieron vida a sus personajes. Y si no hay rastro de lecturas de Shakespeare en Cervantes, sí sucede al contrario, pues en 1613 el bardo y John Fletcher firman una obra sobre el joven Cardenio, que loco de amor por la pérdida de su Lucinda se echa al monte y se convierte en un eremita vagabundo.

  El ciclo que la filmoteca de Zaragoza dedica a estos dos literatos de alto copete se inicia con la coproducción angloespañola ‘Miguel y William’ (Inés París, 2006), una comedia en torno a la hija de un comerciante español instalado en Inglaterra que debe abandonar Londres y regresar a Castilla para contraer matrimonio con un duque viudo, y tan acaudalado como poderoso. En la ciudad británica deja a un amante desolado, William Shakespeare, un prometedor autor de comedias. En esta ficción en principio ingeniosa, Cervantes y Shakespeare compiten abiertamente por el amor de una dama pizpireta llamada Leonor de Vibero. Cervantes tiene diecisiete años más que Shakespeare, le falta el brazo que perdió en Lepanto y está un tanto amargado por sus experiencias en cautividad. En cambio, Shakespeare es un personaje extrovertido, fatuo, un espadachín rompecabezas. Ni qué decir tiene que una cierta verosimilitud cae del lado español y descuida al bardo inglés.

  ‘Miguel y William’ se convierte en un repaso ligero a momentos, citas e inspiraciones de la trayectoria de ambos literatos, sin profundizar demasiado en las posibilidades del planteamiento, que se diluye al poco rato para convertirse en una comedia romántica banal, facilona. La ambiciosa Inés París, en su primer largometraje en solitario, deja volar su imaginación e ironía todo lo que puede, pero la referencia de ‘Shakespeare enamorado’ (John Madden, 1998) le pesa como una losa, pese a lo prometedor de la premisa. Más allá de su gusto estético, a la directora –también guionista- le cuesta hallar el tono del filme, y los actores no la ayudan mucho.

  La realidad es que William Shakespeare y Miguel de Cervantes ni se conocieron ni se copiaron, ni siquiera murieron el mismo día, el veintitrés de abril de 1616, como se intenta inculcar. Son todo conjeturas. Por eso, montar un programa con una unidad histórica que engloba a los dos escritores es imposible. Una vez descartada esa posibilidad, lo que se plantea, en todo caso, es un homenaje cinematográfico a Cervantes y Shakespeare en el cuarto centenario de sus fallecimientos, con algunos de los exponentes fílmicos –mejores o peores- que se han realizado en torno a ellos o a sus obras.

  La fuerza poética de Shakespeare para arañar un repertorio de pasiones y zozobras no deja de inspirarnos y le distingue como un diseñador excepcional de perfiles en los que nos reconocemos. Sus obras no solo se han abierto paso en las fórmulas teatrales más variadas (académicas, caprichosas, acertadas), sino también se ha revelado como un versátil guionista cinematográfico. En muchas ocasiones, el argumento de cualquier pieza shakesperiana pasa al celuloide con radicales variaciones de época o de país. Otras veces con incrustaciones episódicas de momentos suyos en películas cuyo argumento trata de otras cuestiones (recuerden ‘Ser o no ser’, de Lubistch, o ‘Pasión de los fuertes’, de Ford). Y otras se intentan mostrar la representación misma en un marco insólito (‘César debe morir’, de los hermanos Taviani).

  Con todo y con eso, la filmoteca programa en homenaje al bardo ‘El sueño de una noche de verano’ (William Dieterle y Max Reinhardt, 1935), una versión del homónimo shakesperiano sobre la búsqueda del amor en varias parejas, donde el encanto del original deviene un filme desigual y algo plúmbeo, con un sentido del humor poco conseguido. Y del año 1953 son los títulos ‘Romeo y Julieta’, del italiano Renato Castellani, y ‘Julio César’, del estadounidense Joseph Leo Mankiewicz. El primero es una lujosa y pretendidamente exquisita versión del original homónimo, interpretado por el experto en la materia Laurence Harvey. El segundo se ciñe a las intrigas palaciegas y muy diversas ambiciones que culminaron en el asesinato de Julio César, en una adaptación escrita por el propio realizador y con un reparto importante (Marlon Brando, James Mason, John Gielgud, Deborah Kerr, Edmond O’Brien).

  A estos filmes se unen ‘Trono de sangre’ (Akira Kurosawa, 1957), física y emocional adaptación de ‘Macbeth’ llevada a la época de las guerras feudales japonesas por el poder; ‘Hamlet’ (Celestino Coronado,1967), realizado en vídeo y luego transferido a 16 milímetros por este director de cine y teatro español, escritor, bailarín y mimo, que supone su diploma de graduación en Royal College of Art; ‘Enrique V’ (Kenneth Branagh, 1983), la historia de este rey inglés influenciado por el clero, quien le aconseja que invada Francia por pleno derecho, tras lo cual el monarca reúne un consejo extraordinario de la nobleza en el que será gravemente ofendido por dos emisarios franceses, en una versión algo altanera que recuerda al Boorman de ‘Excalibur’, y ‘Ricardo III’ (Laurence Olivier,1956), el relato del intrigante y deforme soberano inglés del siglo quince, interpretado por el propio realizador, quien pretende convertir el cine en teatro, en lugar del teatro en cine, la opción elegida por el gran Orson Welles.

  Es quizá el autor de ‘Ciudadano Kane’ quien mejor entiende el mundo del literato inglés. Las obras de Welles no solo se han abierto paso en las fórmulas cinematográficas más variadas, desde las más rigurosamente académicas a los caprichos menos recomendables, sino, también, se ha revelado como un versátil adaptador del universo shakesperiano. La fascinación del orondo Welles por el autor teatral es notoria, y rueda tanto ‘Otelo’ como ‘Macbeth’, además de una versión para televisión de ‘El mercader de Venecia’. Así, ‘Campanadas a medianoche’ (1965), fusión de elementos procedentes de cuatro originales shakesperianos y unas crónicas de Raphael Holinshed del siglo dieciséis, supone una –otra- amarga reflexión sobre la decadencia, ahora en la figura del rey Enrique IV de Inglaterra y el enfrentamiento a sus nobles levantiscos, contada desde el punto de vista de Falstaff y su afición por la bebida y el robo, su codicia y cobardía. Falstaff es gordo y Welles se regodea en una encarnación física del corpulento caballero. Y los encuentros de este con el juez Shallow trascienden, por su patetismo, la obra de Shakespeare.

  Si ‘Macbeth’ queda como paradigma de la ambición, ‘Otelo’ de los celos y ‘Campanadas a medianoche’ de la decadencia, las películas de Orson Welles –y, por extensión, los textos del bardo- se enfrentan lúcidamente a los defectos humanos. Son miradas inclementes a nuestra propia indignidad como humanos, sin bajar los ojos, sin girar la cara. Y hablan del poder y la vejez, del amor filial y la amistad, de la fidelidad y la traición, de la violencia y la ternura, de la grandeza y la miseria, de la locura y la ceguera, de la naturaleza y la sociedad, de la obsesión y los caprichos, de la desesperación, la impiedad, la mentira, la crueldad, la abnegación. Una enciclopedia insustituible de las pasiones humanas, que nos confronta con nuestra propia maldad como colectivo, con los venenos corrosivos que destruyen la vida en común.

  Es precisamente Orson Welles quien se acerca a la figura de don Quijote en una película realizada a trompicones. Se trata, en efecto, de una adaptación inacabada, que filma a lo largo de doce años, los que van de 1957 a 1971. Existen seis horas de rodaje, de las cuales tres están montadas sin diálogo. En 1992, Jesús Franco, ayudante y amigo personal del cineasta, dirige un montaje definitivo del material rodado. El resultado es un experimento a ratos fascinante y por momentos tedioso y fallido. Las secuencias, algunas de fuerza estremecedora, pierden, sin la cohesión interna de una narración completa, su aliento, su ritmo, su ‘tempo’, su destino. Pese a todo, puede reconocerse en estas imágenes el ojo cáustico y tierno de la cámara del maestro por los pueblos de España en la década de 1960: paisajes, costumbres, ritos, fiestas y gentes. Bajo las contrarias ópticas de don Quijote y Sancho desfilan sanfermines, moros y cristianos, procesiones y el mismo equipo del filme integrándolos en el rodaje.

  Cervantes y el cine tienen mucho que ver. De hecho, ‘Don Quijote de la Mancha’ es, no me miren así, una ‘road movie’ del siglo diecisiete, cuya trama y escenarios configuran no solo ese imaginario, sino también el filme de frontera: el viaje accidentado, los aliados en el camino, la necesidad del movimiento. Parece como si detenerse equivaliera a morir. Es la disposición argumental y anímica. Es la metáfora del espacio. Pero Cervantes no escribió una obra de intricado estudio ni un tratado de metafísica, sino una imponente novela para entretener y, de cuando en vez, hacer pensar. Don Quijote y Sancho Panza no son espinosas reliquias del pasado, sino compañeros de nuestra vida. Así lo vieron desde los pioneros del silente (Ferdinand Zecca, Lucien Nonguet, Georges Méliès, Narcís Cuyás) hasta los cineastas de nuestros días (Peter Yates, Jacques Deschamps, Albert Serra, Rafael Alcázar), ya sea ficción o documental, cortos o largos, animación o ensayo.

  La biografía del autor siempre se mostrará en pugna con la del personaje que acaba creando. Lo que Cervantes no logró lo consiguió con creces su tragicómico caballero andante. De ese viejo hidalgo Alonso Quijano, enloquecido por la lectura de libros de caballerías, que decide hacerse caballero en una venta que él cree que es un castillo y abandonar su aldea en busca de aventuras acompañado de Sancho Panza, quien se convierte en su fiel escudero, la filmoteca programa también un excelente filme en clave musical realizado en 1933 por el alemán George Wilhelm Pabst e interpretado por el tenor ruso Feodor Chaliapin, bastante libre en su concepción, que no en su espíritu, y con un final antológico: don Quijote muere al ver cómo la inquisición prende fuego a los libros que relatan sus aventuras. O, aunque rebaje el sentido crítico del original, la pulcra y reverente versión de 1947 dirigida por Rafael Gil, con la ayuda en el guion de Antonio Abad Ojuel y un reparto sobrio (Rafael Rivelles, Juan Calvo).

  O la realizada por Manuel Gutiérrez Aragón en 2001, quien retoma el personaje cervantino que ya realizara en una serie con Fernando Rey y Alfredo Landa diez años antes. Ahora el hidalgo es Juan Luis Galiardo, que le imprime un tono más melancólico, más crepuscular y enloquecido, y un expresionista Carlos Iglesias en el papel de escudero, en una digna versión, algo pretenciosa pero de indudables aciertos, con un Quijote viejo, cansado, más abocado a la tragedia que a la comedia. Que para cómica, o así, ya está ‘Don Quijote cabalga de nuevo’ (Roberto Gavaldón, 1972), en la que Sancho Panza se transforma en todo un ‘peladito’ mexicano interpretado por el verborreico Mario Moreno ‘Cantinflas’, para rubor de los intelectuales. Se pretendía a Gary Cooper como el hidalgo, pero por fortuna la cosa no cuajó y el intérprete fue Fernando Fernán Gómez.  

  Finalmente se programan ‘Un diablo bajo la almohada’ (José María Forqué, 1968), discreta coproducción entre España, Francia e Italia sobre ‘El curioso impertinente’ a ambientes cosmopolitas, donde un joven antropólogo obsesionado por los celos propone a su mejor amigo que intente seducir a su mujer para cerciorarse de su fidelidad; ‘Dulcinea’ (Vicente Escrivá, 1962), mediocre adaptación de la conocida historia que Gaston Baty escribiera a partir del original cervantino, de la que ya existía una primera versión dirigida por Luis Arroyo en 1946; ‘Cervantes’ (Vincent Sherman, 1968), irrelevante evocación de los años militares del escritor en una superproducción entre Francia, España e Italia, y ‘El huésped del Sevillano’ (Juan de Orduña, 1969), la conocida zarzuela en su nada desdeñable segunda versión (la primera la dirige Enrique del Campo treinta años antes), cuyo título alude al mismísimo Cervantes, cliente de la posada donde transcurre la acción para escribir ‘La ilustre fregona’ en honor de la protagonista.

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