Los estrenos en los cines: Laika

165kubop
Por D. Q.

  Egoístamente, una de las (múltiples) cosas que haber sido padre -tardano, casi con el yogur caducado- más me satisface es haber entrado en el cine de animación a saco, al que tenía abandonado. Nunca le presté, es cierto, la atención debida.

    De un tiempo a esta parte, me he topado, junto a bodrios de tomo y lomo, todo hay que decirlo, con auténticas maravillas, en fondo y forma. Una de estas sorpresas ha sido ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’, estrenada recientemente en las salas comerciales zaragozanas. Su protagonista, que recuerda al David Carradine de ‘Kung Fu’, es un ser bondadoso e inteligente y se gana la vida como puede, sobre todo contando historias tan maravillosas como fantásticas a los habitantes de un pueblecito costero. Pero su tranquila existencia cambia de golpe cuando, accidentalmente, llama a un espíritu mítico que regresa de los cielos decidido a llevar a cabo una venganza. Esto causa en Kubo, que así se llama el protagonista, multitud de malos tragos al verse perseguido por dioses y monstruos.

  Se trata de la cuarta creación animada del estudio Laika, cada vez más especializado en las técnicas artesanales del ‘stop motion’ o fotograma a fotograma. El diseño responde a las formas del arte japonés en papel del ‘origami’ y la narrativa se inspira en Akira Kurosawa. Dirige la función Travis Knight, hijo del propietario del estudio, y teje una compleja reflexión con la apariencia de una historia tan sencilla como funcional, apoyada en un soberbio guion de Chris Butler sobre un relato original escrito al alimón por Marc Haines y Shannon Tindle. Esta película infantil construye la memoria y se atreve a postular la ficción como, esto es, constructora del ser humano, con un desenlace tan hermoso como insólito.

  También emplea la técnica del ‘stop motion’ la adaptación de ‘El principito’, el pequeño gran relato de Antoine de Saint-Exupéry (recuerden el musical que el gran Stanley Donen hizo en 1974 o la bella versión animada realizada por Will Vinton cinco años más tarde), la historia de la amistad entre una niña, a la que su exigente madre está preparando para vivir en la mundo de los adultos, y su vecino, un anciano aviador, excéntrico y bondadoso, que revela a su nueva amiga un mundo extraordinario. Pero esta animación francocanadiense dirigida por Mark Osborne no llega a la excelencia de la anterior, y resulta bastante desconcertante. Con la idea de que “crecer no es olvidar” como lema, el autor elige ilustrar un desenlace atado a fórmulas narrativas convencionales que incluyen la reconciliación, el reencuentro y una explosión de emotividad sin límite. La sensación que me produce esta versión alargada es la de que el clásico literario queda encapsulado dentro de la película, como la rosa del cuento bajo la campana de cristal.

  Todo lo contrario se puede decir de la animación francobelga dirigida por Vincent Kesteloot ‘Robinson Crusoe, una aventura tropical’, primeva vez que el clásico del inglés Daniel Dafoe es adaptado al cine de dibujos. Aparte de que abusa de las comerciales escenas de acción y persecuciones, el discurso nada soterrado sobre el colonialismo que definía la relación entre el náufrago y el nativo brilla aquí por su ausencia. El relato está contado por un loro, un guacamayo alirrojo, pero todo con una planísima factura formal, que resulta de una insultante pobreza narrativa. Una tomadura de pelo que trata a los críos –y a los adultos- como auténticos idiotas.

  No es cierto, como algunos se empeñan en repetir, que el cine español no ha tratado como se merece el excelso género del thriller a lo largo de toda su historia. Ahí están, para demostrarlo, títulos del calibre de ‘El crimen de la calle Bordadores’ (Edgar Neville, 1946), ‘Muerte de un ciclista’ (Juan Antonio Bardem, 1955), ‘Los peces rojos’ (José Antonio Nieves Conde, 1955), ‘El expreso de Andalucía’ (Rovira Beleta, 1956), ‘El cebo’ (Ladislao Vajda, 1957), ‘Hay que matar a B’ (José Luis Borau, 1973), ‘El maestro de esgrima’ (Pedro Olea, 1992), ‘No habrá paz para los malvados’ (Enrique Urbizu, 2011) o ‘La isla mínima’ (Alberto Rodríguez, 2014).

 

  Es precisamente Alberto Rodríguez quien en ‘La isla mínima’ situaba su thriller en el interregno de la transición, cuando España legisló un salto adelante en la moral que operó como una vajilla nueva sobre una mesa vieja. De ese mismo tablero infestado de carcoma, y de cómo tejían los avíos de lujo que habían de ocultarlo, habló antes en ‘Grupo 7’, ambientada en los meses previos a la Expo de Sevilla de 1992. Ahora, en ‘El hombre de las mil caras’, suaviza el tono hacia la ironía, sin caer en la farsa, porque este no es un filme donde la podredumbre agriete el suelo que pisan los personajes, sino que ellos mismos son lo putrefacto. Es el turno de los años más negros del felipismo.

  Según el libro de investigación ‘Paesa, el espía de las mil caras’, del periodista Manuel Cerdán, esta película es thriller con la misma amarga contundencia, en efecto, con la que se quiere drama y comedia a la vez. El cineasta lleva a la pantalla al espía español Francisco Paesa y al que fue director de la guardia civil Luis Roldán. El espía no solo se quedó con el dinero y entregó a Roldán, sino que también le sacó trescientos millones a Juan Alberto Belloch, ministro de interior y justicia, Rodríguez nos mete en el trayecto que va desde la huida del Roldán del currículo falso y las orgías en ‘Interviú’ hasta su refugio en París, pasando por la ocultación de los mil quinientos millones de pesetas sustraídas de los fondos reservados para asuntos tales como asesinar gente.

  Al exalcalde de Zaragoza -interpretado al modo ‘muñegote’ televisio por el actor Luis Callejo- se le tendría que caer la cara de vergüenza al ver la película. Un personaje enfangado hasta arriba que hoy es… ¡juez! El fango de las cloacas del poder viviendo el esplendor en la hierba. Ahora bien, no tengo nada claro que a estos sinvergüenzas de la peor calaña, inmersos en robos y guerras sucias, se les haga pasar, en la película de Alberto Rodríguez, por unos campechanos granujillas, tan chistosos como lo fueran los pícaros y malandrines del siglo de oro…

  Actor en ‘La isla mínima’, Raúl Arévalo debuta en la dirección con ‘Tarde para la ira’, y nos deleita con una ración de furia sobrada de punch y altamente impactante, tanto en la realización como en el montaje. El filme identifica realismo con concisión narrativa y precisión en el trazo para una historia de resentimiento y de venganza, de desolación emocional, en torno a las consecuencias del asalto a una joyería unos años atrás. Con un prematuro ‘tour de force’ a través de los bajos fondos del país y de la propia condición humana. Con una nueva razón para dejarse conquistar por el nuevo thriller castizo.

    Otro brillante thriller cañí, en un Madrid cáustico y desasosegante, es ‘Que dios nos perdone’, de Rodrigo Sorogoyen, con la zaragozana Isabel Peña de coguionista (recuerden la infravalorada ‘Stockholm’), en el que se muestra una urbe corrupta y malsana, donde el peso de la política y la religión tiene consecuencias macabras. Un Madrid verista, sucio y cutre, en el que lo evidente y lo oculto litigan entre sí sin que quepa otro desenlace que la condenación. La sórdida trama policial, repleta de perversión y pérfidas amoralidades, es tan importante como los tres traumatizados personajes principales, todos ellos con dificultades para comunicarse. Un relato descarnado, turbio y crudo, inspirado libremente en la figura del Mataviejas, un asesino en serie que acabó con la vida de dieciséis ancianas en la década de 1980. Los autores ambientan la historia en el tórrido agosto de 2011, con el movimiento 15-M tomando las calles de una ciudad que, en ese momento, ha quedado invadida por el millón y medio de peregrinos llegados de todo el mundo para ver a Benedicto XVI. Un país aconfesional que se vuelve religioso por la visita del papa Ratzinger.

  El bombardeo del veintiséis de abril de 1937 sirve a ‘Gernika’, de Koldo Serra, como telón de fondo de una historia de amor y celos en tiempos de guerra. Según el guion de Barny Cohen y Carlos Clavijo, en ese Bilbao recreado mandaban exclusivamente los soviéticos. Y estos eran muy malos y omnipotentes. Esta primera aproximación de la historia del cine a la matanza es un melodrama folletinesco al modo de ‘Amar en tiempos revueltos’, donde la denuncia histórica brilla por su ausencia. Tal vez, a los autores del desaguisado les habría venido mejor trasladarse hasta Oriente Próximo, porque su anticomunismo (o, mejor, rusofobia) habría encajado mejor en Siria que en ese Bilbao de 1937. Técnicamente, el propio bombardeo es lo mejor de la película, pero no es más que un elemento decorativo en beneficio de un argumento disparatado que hace aguas por todas partes, la artificiosa relación amorosa entre un periodista norteamericano desencantado y una editora de la oficina de prensa republicana.

  Otra decepción es ‘Ben-hur’, de Timur Bekmanbetor, un innecesario remake que no aguanta la comparación con las dos adaptaciones precedentes (realizadas por Fred Niblo y William Wyler en 1925 y 1959, respectivamente) de la novela de Lew Wallace. Otro innecesario remake es ‘Los siete magníficos’, de Antoine Fuqua, fallida relectura del clásico de John Sturges –reelaborado, a su vez, de otro clásico de Akira Kurosawa-, simple entretenimiento de usar y tirar, intentando alejarse del recuerdo del original. Tampoco ‘La espera’, del italiano Piero Messina, se salva del varapalo, en su intento por retener un instante de vida que se escapa. Del mismo modo resulta insuficiente ‘Cerca de tu casa’, de Eduard Cortés, intento de musical social al estilo de Jacques Demy en ‘Una habitación en la ciudad’ (1982), que el realizador español traslada a la problemática de los desahucios en los inicios de las protestas allá por el 2007. O ‘Los hombres libres de Jones’ (Gary Ross), torpe relato de molesto tono didáctico, que abusa de la elipsis, inspirado en una historia real sobre un levantamiento durante la guerra de Secesión americana con el que se crea el estado libre de Jones y se abole la esclavitud. O ‘Morgan’ (Luke Scott), mediocre mezcla de misterio y ficción científica en torno a una criatura de inteligencia artificial.

  Más decepciones: ‘El futuro ya no es lo que era’ (Pedro Barbero), ligera y superficial comedia dramática, de torpe puesta en escena y unos diálogos imposibles, con ínfulas de manual de autoayuda y la voz en off constante del protagonista filosofando sobre la vida; ‘Blood father’ (Jean François Richet), elogio a la relación paternofilial y a la búsqueda de redención de un pasado lleno de errores y decisiones equivocadas, como la propia película, en un thriller fronterizo del todo previsible, y ‘Los Beatles: los años de gira’, un documental más televisivo que cinematográfico sobre la mítica banda de Liverpool, dirigido por el impersonal Ron Howard, con imágenes y comentarios de archivo que aportan información simpática pero irrelevante.

  Sí que merece la pena ‘No respires’, del uruguayo Fede Álvarez, una tensión creada con muy pocos elementos visuales en un tremebundo terror ambientado en Detroit, con sus espacios desnaturalizados e inhóspitos, donde unos jóvenes ladrones creen haber encontrado el robo perfecto. O ‘La estación de las mujeres’, en la que la india Leena Yadav denuncia el patriarcado existente en el Gujarat, a través de la rebelión que une a cuatro féminas muy diferentes entre sí, dispuestas a liberarse. Otra india, la cineasta Neeraj Shaywan, retrata en ‘Masaan’ las tensiones que azotan el país por el conflicto en un pasado (marcado por el sistema de castas, el peso de la religión y la diferencia de clases) y el tránsito a la modernidad, a través de un agudo drama sobre dos familias a las que las restricciones hinduistas tienen atrapadas.

  Igualmente recomendable es ‘Café Society’, porque un Woody Allen es un Woody Allen, antes y ‘ahora’, se ponga como se ponga Irene de Lucas (¿de dónde la ha sacado Aloma Rodríguez?), aquí ejerciendo como narrador mediante la voz en off, y con el gran Vittorio Storaro fotografiando el Hollywood de la edad de oro y el Bronx de la depresión, para un sugestivo regalo cargado de nostalgia, de magníficos personajes, chispeantes diálogos y amor por el cine. Como guinda, un final abierto para dejarnos el justo (y amargo) sabor de boca del juego del maestro, cada vez más refinado y brillante, alertándonos en lo que apuntaba Chéjov: “No hay nada más temible, deprimente e insultante que la banalidad”.

  El belga Joachim Lafosse propone en la interesante ‘Los caballeros blancos’ una idea para el debate, y se basa en el caso real ocurrido en 2007 con una oenegé y las adopciones ilegales en el Chad. También de sumo interés resulta ‘Suburra’, historia de denuncia según la novela homónima de Carlo Bonini y Giancarlo de Castaldo, que habla de la corrupción política y judicial, la mafia y la iglesia, un retrato frío y desapasionado de la Italia actual, dirigido por el responsable de la serie ‘Gomorra’, Stefano Sollima. O ‘Gorriones’, del islandés Rúnar Rúnarsson, una obra dura, áspera y austera, cuya frialdad expositiva no impide que las emociones estallen en este relato de un adolescente obligado a abandonar la capital, donde vivía con su madre, y comenzar una nueva vida con su padre, divorciado y alcoholizado, en la pequeña comunidad en la que nació, donde descubre, ay, que sus amigos de la niñez han cambiado.

  El británico Stephen Frears pergeña una elegante comedia en ‘Florence Foster Jenkins’, basada en la historia real de una excéntrica heredera con escaso talento para los gorgoritos que quiere convertirse en soprano, y que solo ofreció un concierto con público, ante el absoluto regocijo de los asistentes, en el Nueva York de 1940. Una historia ya llevada a la pantalla este mismo año por Xavier Giannoli en ‘Madame Marguerite’. Por su parte, el chileno Pablo Larraín ofrece en ‘Neruda’ un denso y lírico drama biográfico en torno al poeta de la izquierda chilena, el poeta perseguido (por un policía), el poeta del pueblo, que cuestiona su mito y lo enfrenta a sus contradicciones. Y la francesa ‘El porvenir’, de Mia Hansen-Love, es una magnífica e inteligente reflexión sobre los azares de la vida, en torno al derrumbe existencial de una madura y aturdida profesora de filosofía, a la que ni la razón de Rousseau ni los pensamientos de Pascal sirven cuando su marido la deja, los hijos abandonan el hogar y su madre está a punto de volverla loca.

  Las decepciones vuelven con ‘Captain fantastic’ (Matt Ross), artificiosa historia de una familia desconectada del mundo, arrastrada por un padre idealista a una vida silvestre y autosuficiente, sin contacto con el consumismo ni con el sistema, que recuerda poderosamente ‘La costa de los mosquitos’ (Peter Weir, 1986), pero contada con muchos clichés y estereotipos. Tampoco funciona ‘Bridget Jones baby’ (Sharon Maguire), tonta tercera entrega de una franquicia protagonizada por una estrafalaria y metepatas señorita en estado de buena esperanza, en una floja comedia con un buen comienzo pero mal transmitido.

  Allí donde Sharon Maguire cojea, Todd Phillips (el de los ‘resacones’) se hace fuerte en ‘Juego de armas’. Lo suyo es pura transmisión. ¿De qué? De radicalidad. Una propuesta, esto es, radical de por sí. Una brutal sátira de la locura armamentística en los Estados Unidos basada en un artículo de Guy Lawson para la revista ‘Rolling Stone’, a través del caso real de David Packouz y su socio, dos veinteañeros que se introdujeron en el tráfico de armas a escala mundial. La película, llena de situaciones kafkianas y surrealistas, es un retrato de los años de gobierno de George W. Bush, donde se amasaron auténticas fortunas a costa de la vida y la muerte de miles de personas. Y en estas andamos.

Artículos relacionados :