Los premios Simón, Esteso y los sidrales

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Por Don Quitero
Fotografías: Antonio Morata

    La gala de los premios Simón, que ha celebrado por todo lo alto su quinta edición en la sala Mozart del auditorio de Zaragoza, ha servido para que la gente del espectáculo aragonés se vistiera con una elegancia que contrastaba con estos tiempos de entronización de ‘outlet’ tanto para una boda en la catedral como para una audiencia en palacio.

Fotografías: Antonio Morata, ACA y otros

  No queda claro si salimos de la crisis, pero la alfombra roja de estos premios cinematográficos aragoneses podía competir con la de los Goya. Incluso con una fábrica de sidrales. Solo hubiera sorprendido entre tanto glamur que uno de los patrocinadores fuese una marca de gominas utilizada por el alcalde de la inmortal.

    Una gala es una gala. Una gala Simón es una gala más. Una gala más, sí, con un tono comedido, como si José Ángel Delgado y Antonio Tausiet, presidente y vicepresidente respectivos de la academia del cine aragonés, hubieran sugerido a todos cabalgar sobre sus modos discretos y solidarios. O, tal vez, como una manera de despedirse. No hay gala lenta. Ni rápida. Las galas, todas las galas, son rituales en los que el componente del tiempo se debe utilizar como una estructura flexible. Una gala, claro, con su cartel correspondiente, diseñado por la ilustradora zaragozana Cristina Vilches y concebido como un homenaje a las películas antiguas pero desde una perspectiva joven. O eso pretendió.

     Por su parte, la presentadora de la ceremonia, la actriz de cine y teatro Irene Alquézar, supo estar, supo regular, supo colocar las pullas y los comentarios políticos de actualidad y las vindicaciones profesionales con mucha suavidad y probablemente menor eficacia. Al parecer, no tenemos en Aragón políticos de suficiente altura para que hagan montajes de photoshop con ellos. Porque la gala parecía un recital de cursilería y fingidos buenos sentimientos, a la manera de ese besuqueo de nunca acabar que decía Agustín Sánchez Vidal del innombrable. Los componentes de la joven orquesta de bandas sonoras de Zaragoza interpretaron varios temas compuestos para la ocasión por Jesús Aparicio. Y como tres americanos del norte, Joaquín Carbonell, Gran Bob y David Giménez tocaron versiones cinematográficas que hicieron las delicias del respetable. Las delicias de los verdes años, con maracas incluidas.

    El escenario lo pisó también el periodista Antón Castro con su peculiar adjetivación en torno al séptimo arte autóctono, entre la salud y la enfermedad.  Si los académicos de los pasados premios Goya no perdieron un minuto en averiguar qué mérito habría en describir cinematográficamente la Luna como “ajo de agónica plata”, la academia aragonesa premiaba ‘La novia’, que así llama Paula Ortiz a la relamida tragedia lorquiana de la boda sangrienta, con el máximo galardón. Claro que en aquellos ‘cabezones’ competía con ‘Truman’, y el perro de la generación perdida era un hueso demasiado duro de roer. Aquí, en esta bendita y alabada tierra, sus competidores, en los largos de ficción, eran muchos pedazos de algo, con novatos bandidos Cucaracha en sus refugios o fuera de ellos, y, sobre todo, la adaptación que el vasco Gaizka Urresti ha dirigido de la novela homónima del madrileño Miguel Mena. Bendita calamidad.

    Los premios Simón repartidos por los académicos dibujan una tendencia, se proclama a ‘La novia’ como película aragonesa del año y deja regueros de decepción. Es la tendencia del adorno, del diseño, del celofán. Que se lo digan, si no, al zaragozano Fernando Esteso, que agradeció el Simón honorífico a todos los académicos y, por supuesto, a su mentor Mariano Ozores. De los Goya a los Simón. De oca a oca y tiro porque me toca. O de tu ventana a la mía. Y siempre con muchos sidrales: ‘Queremos un hijo tuyo’, ‘Pepito Piscinas’, ‘Los bingueros’, ‘El liguero mágico’, ‘El erótico enmascarado’, ‘Agítese antes de usarla’, ‘El hijo del cura’… Como ven, documentos de incalculable valor sociológico para las generaciones actuales y venideras.

    Sus películas, no nos engañemos, son subproductos grotescos e insultantes, bodrios coyunturales y bochornosos, engendros oportunistas y reaccionarios, desquiciados ejemplares del vodevil seudoerótico. Es paradójico, caramba, lo que ha ocurrido con David Yáñez en esa particular ‘caza de brujas’, pero se hacen honores a las chabacanadas machistas interpretadas por el humorista de las bellotas, en esas torturantes filmografías de los Ozores, Alfonso Paso, Juan Bosch, Luis María Delgado, Francisco Lara Polop, Javier Aguirre y compañía. No hay medida. No hay rigor. No hay cine. Tampoco nos imaginamos a Esteso, todo un corredor del Mediterráneo, haciendo cine social a lo Ken Loach. En cualquier caso, todo puede mejorar –o empeorar, nunca se sabe-, pues el actor zaragozano ha regresado, a las órdenes de Óscar Parra de Carrizosa, con su nueva película, ‘Re-emigrantes’, una comedia de situación que plasma, asegura, el momento actual de la crisis. Bendita calamidad.

    Pero lo mejor estaba por llegar. Un divertido Esteso, con unas cuantas copas de más y sin bellotas, a punto estuvo de liarla. Llamó fea a una candidata al Simón. Esta, previamente, había llamado a Esteso borracho. “Mi problema se arregla con una siesta; el suyo es para toda la vida”, le espetó Esteso a la candidata, al modo del literato. Pero la candidata no se amilanó: “Señor Esteso, si yo fuera su mujer le pondría cianuro en el café”. Respuesta: “Señora, si yo fuera su marido me lo bebería”. Y es que Esteso, poco a poco, se iba emborrachando con su propio estilo, hasta acabar creyéndose Esteso. El dueño del bar Chasen, en Beverly Hills, le encontraba el mismo defecto a Bogart cuando el actor vivía sus mejores años. Boggie, dicen, era un tipo encantador hasta eso de la medianoche, cuando empezaba a beber más de la cuenta. “A partir de ese momento no lo aguantaba ni dios; se creía Humphrey Bogart”.

    La cosa, en cualquier caso, no llegó a mayores, porque, en realidad, no pasó nada. “Es broma”, que decía Cassen. Aunque menos mal que no le acompañaba Andrés Pajares, como en aquella ozorada acerca de dos pequeños timadores de playa que actuaban en el Torremolinos de temporada. Unos liantes, en efecto, de los que nunca supimos si hacían un dúo cómico o trágico. Esteso, sin embargo, es mejor actor de lo que ha dado a entender. Sacaba punta a unos papeles que no había por dónde cogerlos. Ahora bien, nunca llegaré a entender esa explotación hasta la saciedad que hacía el cómico de ese estereotipo del ‘paleto’ extraído del chascarrillo y del cuento baturro más superficial: ataviado con la boina calada, el chaleco, las albarcas y el bastón, lanzaba zafiedades de la más variada estirpe, desde las cinematográficas a las musicales. Un Esteso, se mire como se mire, que nos tiene algo preocupados en esta casa: o se ha comido toda una fábrica de bollos o se está poniendo muy fondón. Eso sí, como descendiente de familia jotera se arrancó con una copla propia que enardeció al público asistente. Vítores.

    Los premios, ya lo dijo Thomas Berhnard, son el modo de hacer inofensivo al artista, contentándolo. Y contentos quedaron los responsables de ‘La novia’, que se lo llevaron todo. Dos y dos, cinco. Aspiraba a cinco galardones, en efecto, e hizo pleno: mejor largometraje de ficción, mejor dirección, Luisa Gavasa como intérprete, el vestuario de Arantxa Ezquerro y la dirección artística de Jesús Bosqued y Pilar Quintana. Un alumno de Paula Ortiz, el también zaragozano Miguel Casanova, se convirtió en el mejor cortometrajista con ‘Milkshake Express’. Y el premio al mejor documental lo obtuvo Vicky Calavia con ‘Eduardo Ducay, el hombre que siempre estuvo ahí’. Contentos se quedaron. El resto, con dos palmos de narices, aunque resulte del todo injusto que dos propuestas del riesgo de ‘Mi tío Ramón’, de Ignacio Lasierra, y ‘Un sueño breve’, de Rosa Gimeno, no tuvieran recompensa.

    En la gala brilló la alegría de Dadá y Siderales Producciones por el premio al mejor videoclip, ese ‘ritmo veraniego’ rodado en las nieves pirenaicas. Con las ganas, también, se quedaron sus compañeros de fatigas: Copiloto, Cuti, Gran Carvin, Yani Como y Calavera. Pero hubo champán para todos, con sidrales siderales o sin ellos. Y, en los postres, llegaron los comentarios sobre vestuario y elegancia, que forman parte de la desidia cultual. O sea, los vestidos incandescentes deseosos de avivarse ante la caricia del tiro de los fotógrafos. Antonio Morata, mi fotógrafo, ahí estaba: tiro va, tiro viene. Clic, clic, clic. Por allí vislumbramos a un canoso bizco trajeado hasta el gargantón y a un general retirado que quiso ligar con una premiada. Bendita calamidad.

    Incluso hubo otro que, ante el rechazo de una actriz a sus proposiciones deshonestas, estuvo dispuesto a quemarse a lo bonzo con el alcohol que se bebió. La velada esquinada se alargó hasta las tantas –los sidrales ayudaron lo suyo- y en una de esas apareció un mendigo pidiendo ayuda. Ya sabemos que suelen ser los que han comido los que ven de mal gusto que se hable de hambre en una ceremonia. Y más en la de los premios Simón, que se están convirtiendo en un genérico de la comunidad, igual que el jamón de Teruel o los bizcochos bilbilitanos.

    Cuando salí a echarme un pitillo fuera del auditorio, me encontré al cineasta que no dejaron entran por maltratos. A su lado, el peluquero de la Gavasa, al que tampoco dejaron entrar. Lambán, sin saber nada de cortos, se fue sin despeinarse. Y la gala se fue convirtiendo, poco a poco, fuera o dentro, en el gran momento del cine aragonés, signifique lo que signifique eso del cine aragonés. Igual que la oruga se hace crisálida y esta se transforma mariposa, el homo autóctono cuenta todas las primaveras con la irrupción revoloteadora del artista que en cuanto ve una alfombra roja se cree Bakunin. Si el mal llamado cine aragonés es necesario, no les digo en qué medida son imprescindibles las ventanas en nuestras vidas. De tu ventana a la mía.

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