Los estrenos en los cines: Almodóvar

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Por Don Quiterio

    Más allá de las “anécdotas fiscales”, como llama Luis María Anson a los papeles de Panamá, la objetividad –dice el académico y fundador de la revista ‘El Cultural’- obliga a reconocer la genialidad de Almodóvar como cineasta.    

    “Un genio absoluto”, afirma, “por su inacabable capacidad para la fabulación creadora, para la provocación y la fantasía, para la mordacidad y el humor, para el alboroto y la exaltación, para el gemido y la ternura, para el furor sexual y la madera desesperada de las guitarras lejanas”. Y como “escritor erizante”… ¡hasta le gustaría verlo en un sillón de la real academia española! Al parecer, todos aquellos que no paladeamos sus exquisiteces fílmicas somos unos cainitas, unos envidiosos, y formamos parte sustancial del “homo hispanus” como subrayaba Sánchez Albornoz en su ‘España, un enigma histórico’. Ya decía Larra que los españoles somos presos de las tradiciones y sus falsas leyendas, vemos la anarquía, exista o no, y tenemos la costumbre de hablar mal de nuestra nación para parecer superiores a nuestros compatriotas.

    O sea, el gusto por el tiro al plato del que hablaba Luis Alegre, otro que tal. Para Anson, atención, Almodóvar es “el primer nombre de la historia del cine español” y uno de “los grandes de la cinematografía mundial”. Y “empalidecer a una de las estrellas que parpadean en el firmamento español es un ejercicio de envidia altamente deleznable”. Pero, queridos, no se trata de “erosionar y malherir a la entera figura de Almodóvar” o de quien sea. Ni de ser cicateros. Ni cainitas. Ni envidiosos. No es eso, no es eso. A Mariano Ozores, pongo por caso, le dieron recientemente el Goya de honor y eso no significa que sea el Preston Sturges español. A Fernando Esteso, sin ir más lejos, acaban de concederle el Simón de honor y tampoco parece que sea el Nino Manfredi aragonés. Ya decía Alfonso Zapater (¿alguien se acuerda de él?) que no le gustaba nada que hiciera de pueblerino el zaragozano para, en el fondo, ridiculizar nuestro temperamento. Para eso ya tenemos a un pueblerino de verdad, también Simón de honor. Pero al grano, que me voy de madre.

    ‘Julieta’, recientemente estrenada en Zaragoza, es una adaptación muy libre de tres relatos cortos, incluidos en el libro ‘Escapada’, de la escritora canadiense Alice Munro. Almodóvar se apoya en esos textos (‘Destino, ‘Pronto’ y ‘Silencio’) para abordar la maternidad y hablar también del perdón, de la necesidad de comprensión del otro, de cómo curar heridas muy dolorosas. El manchego vuelve a contar su particular mundo femenino en una trama que cabalga entre dos épocas. Para las transiciones temporales, una simple toalla le sirve al manchego: estás un día secándote la cabeza con una toalla, te la quitas ante el espejo y, ¡zas!, han pasado veinte años en tu rostro. En efecto, el rostro de Adriana Ugarte (Julieta joven) se convierte, en un plano a lo Bergman, en el de Emma Suárez (Julieta adulta). Si nos fijamos bien, es lo mismo que hace Paula Ortiz, aunque la realizadora zaragozana utiliza otras cosas: madejas, pelos, dedos…

    Si lo que quería hacer Almodóvar es un retrato femenino digno de Cukor o Vidor, de Stahl o Minnelli, de Curtiz o Mizoguchi, el tiro le sale por la culata, aunque dispare en todas direcciones: de Alice Munro, por supuesto, a Chavela Vargas, la gran musa del manchego, pasando, entre trenes y ciervos supuestamente oníricos, por Marguerite Duras, Lucien Freud, Antonello di Messina, Dis Berlin, Miquel Navarro… Son los momentos almodovarianos. Y sin una gota de humor. Drama seco. A lo Bergman, decía. También rinde culto a Hitchcock aplicando sobre ‘Rebeca’ un tratamiento similar al que dio origen a ‘Los abrazos rotos’, donde deconstruía ‘Encadenados’ hasta hacer pedazos una historia de amor que, en su metamorfosis, dibujaba el retrato de una obsesión. Con los años, ya ven, Almodóvar se ha ido agriando, ensombreciendo, al contrario que Chus Lampreave, la actriz que se modernizaba cuantos más años cumplía. Lo agrio y lo sombrío como nuevas marcas del narciso. 

    Cela, cuando era dominado por el narcisismo, rezaba a san Policromio de Catania, el santo pájaro que, movido por el aura de su modestia, volaba por encima de los tejados. La soberbia, de origen jesuítico, sigue siendo, junto a la envidia, la pasión nacional. Y no hay más que quedarse con la copla para entender la vanidad de ciertos cineastas, de ciertos físicos, de ciertos matemáticos, de ciertos químicos, de ciertos decoradores, de ciertos músicos, de ciertos escribas, de ciertos fotógrafos, de ciertos cocineros, de ciertos periodistas, de ciertos pintores, de ciertos arquitectos, de ciertos historiadores, de ciertos políticos. Ciertamente… cierto.

    Acaso sean la soberbia y la vanidad los motores propulsores de un hombre llamado Pedro Almodóvar. Del mismo modo que hay veces que el tiempo pone las cosas en su sitio, a otras las cambia de lugar. Desde una perspectiva sicoanalítica, al nuevo largometraje de Almodóvar –el vigésimo de su filmografía- le correspondería, dicen sus heraldos y jaleadores, un lugar privilegiado en el olimpo de los dioses. No podían dejar de faltar las loas y alharacas que son parte fundamental de la impostura en la que nos movemos. Sin embargo, es imposible acercarse a ‘Julieta’, y al resto de su cine, sin reflexionar sobre tales despropósitos.

    Quien no conozca a fondo el mal cine, no sabe muy bien cuál es el bueno. Los grandes cinéfilos y críticos “lo han visto todo”. Quiero decir que han –hemos- visto con atención buen y mal cine de todos los géneros: en el área del drama, de la comedia, de la ficción científica, del policiaco, del terror, del ensayo, del documental… El celuloide de Almodóvar, que insiste en sus habituales abusos de forma, sin lograr el menor equilibrio entre lo que cuenta y cómo lo cuenta, es cine malo. Pedro Almodóvar, ahora que juega con Prometeo –el titán que robó la luz a los dioses-, no quiere ser el mismo tipo extrovertido y excéntrico que agitase la llamada “movida madrileña” en los años ochenta del siglo veinte. Desde ‘Todo sobre mi madre’ (1999), el director circula por unas carreteras en las que sus gestos y tics se funden con universos más oscuros e intrincados. Pero todo resulta banal y folletinesco, pretencioso e intrascendente. El cine de Almodóvar, en efecto, es relamido e impostado, enfático y artificioso, hinchado y seudoartístico, inútilmente retorcido y cansino. Y el resultado de ‘Julieta’ es una gilipollez con anhelos de pretenciosidad, una falsaria búsqueda de la pureza narrativa, un disparatado relato de un impostor que fabrica una película tan absurda como idiota.

    Entre carnes trémulas, líricos parloteos con ella, educaciones sin consistencia, recovecos del alma y las pasiones que devoran al ser humano, Almodóvar se ha puesto serio y los disparates se acumulan. Se ha metido de lleno en una apuesta personal por convertirse en un maestro del melodrama a la manera de Douglas Sirk, dejando atrás la comedia festiva y colorista. El cambio de registro sigue confundiendo al público, y son muchos los que se ríen ante situaciones pretendidamente tensas. Sus últimas películas bordean el ridículo más espantoso. Almodóvar, en fin, ha sabido vender una marca de autor que sigue la estrategia exportadora de la moda, y a la que la fabricación de un determinado producto defectuoso no le resta imagen en el exterior. Pero vayamos por el principio.

    Todo empezó hacia 1968. Después de pasar su infancia y adolescencia en Calzada de Calatrava, Almodóvar llega a Madrid, se hace inmediatamente jipi y entra en contacto con el cine, haciendo de extra en varias películas de consumo, a cuyos directores les entusiasmaba meter, sin venir a cuento, a un montón de jipis con los carrillos llenos de calcomanías. Después de esta inapreciable experiencia, ingresa en la Telefónica y empieza a leer libros como un poseso. En 1974, a pesar de la crisis mundial del petróleo, descubre las cámaras de súper-8 milímetros y decide contar en imágenes todas esas historias que antes enviaba, ilusionado, a los concursos literarios de provincias. A pesar del pequeño formato, no se arredra ante ningún género: grandes epopeyas bíblicas, melodramas domésticos, ostentosos musicales americanos, películas conceptuales… Los títulos de los cortometrajes son elocuentes: ‘Dos putas’, ‘Sexo va, sexo viene’, ‘La caída de Sodoma’, ‘Blancor’, ‘Sea caritativo’, ‘Salomé’… Por fin, en 1980, realiza, a trompicones, ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón’, su primer largometraje, un engendro sin parangón sobre las aventuras de tres mujeres como muy modernas, entre policías, marihuana y mucha marcha en el Madrid de la ‘movida’.

    Almodóvar pasa por una etapa de actor, como miembro del grupo teatral Los Goliardos. Las malas lenguas dicen que su presencia precipita el final de dicho grupo. También interviene en otros montajes de los cuales más vale olvidarse: ‘La casa de Bernarda Alba’ y ‘La manos sucias’, entre otros. Flirtea, asimismo, con la literatura. Existe un libro colectivo, ‘Sueños de la razón’, donde aparecen varios de sus relatos. También publica simples cotilleos en lugares tan variados como ‘Star’, ‘Vibraciones’, ‘Night’ y ‘El País’. En 1982 aparece su primera novela breve, ‘Fuego en las entrañas’, y una fotonovela porno, ‘Toda suya’, incluida en un número extra de ‘El Víbora’.

    Su máxima ilusión ha sido siempre seguir haciendo cine sin parar y escribir novelas de esas que no aportan nada a la cultura de nadie. Porque, evidentemente, existen dos clases de cineastas famosos: los unánimemente reconocidos por su talento en todas las historias del cine y los ‘listos’, aquellos que, siendo mediocres, han sabido aprovechar la coyuntura para ponerse de moda en su época, conectando con los anhelos y frustraciones, sicológicas o materiales, de amplios sectores de la sociedad. Está claro que este desclasado ascendente, autodidacta callejero carente de una sólida base cultural llamado Pedro Almodóvar pertenece a este segundo apartado. Su cine, en fin, es una plasmación de gustos horteriles y una defensa de valores evanescentes a la definitiva entronización de una ideología marcadamente reaccionaria. Unos guiños cómplices y triviales que nada tienen que ver, desde luego, con la seriedad y el realismo de la óptica, desde o sobre la homosexualidad, utilizada por autores como Pasolini o Fassbinder.

    Y entre chicas del montón, laberintos de pasiones, tinieblas, matadores, ataduras, merecimientos con interrogante, leyes del deseo, mujeres al borde de un ataque de nervios, tacones lejanos, flores secretas, pieles habitadas, abrazos rotos, amantes pasajeros y demás zarandajas, Almodóvar se autoproclama, en un acto de soberbia y vanidad, heredero de los grandes, en una suerte de  mezcla, dice, “del surrealismo de Buñuel y la comedia mordaz de Wilder”, y no sabe, el pobre, que sus comedias de finales del siglo veinte, pretendidamente festivas y coloristas, están más cerca, ay, del universo de un Pedro Lazaga o un Ramón Fernández. Sus películas valen lo que valen las labores del operador (José Luis Alcaine o, en el caso de ‘Julieta’, Jean-Claude Larrieu, siempre exquisitos y elegantes) o el músico (Alberto Iglesias, incapaz de hacer una banda sonora rutinaria o desganada). Lo demás, agua de borrajas: tramas que no se cierran, gusto por el plano en detrimento del desarrollo, personajes mal dibujados, situaciones coyunturales e insufribles, dramatizaciones incoherentes que alcanzan el grado de folletines, chorradas graciosillas que hace pasar por humor inteligente, infernales diálogos, rijosidad barata, cansino tonillo teatral, falso populismo… Es decir, el todo vale sin la estilización y estructuración adecuadas.

    Anson, sin embargo, salió conmocionado tras contemplar ‘Julieta’, una “creación artística de la más alta calidad, estudio psicológico del amor filial perdido, del vacío existencial”. La nueva película de Almodóvar, según el académico, “es la obra de un genio que merece el reconocimiento general y que contrasta con la cicatería de algunos y la envidia desbocada de otros”. Y remata: “Almodóvar es Pedro y sobre esa piedra se ha edificado lo mejor de la historia del cine español”. Desde luego, para gustos están los colores, porque, a mi modo de ver, el cineasta siempre pierde los papeles al rodar cualquier historia. Mentarle los papeles y ponerse al borde de un ataque de nervios.

    Un cineasta, a fin de cuentas, de grandes limitaciones e insuficiencias. Hacer buen cine es algo más difícil y complicado que escribir situaciones, personajes y frases teniendo como única referencia sus peculiares recuerdos y su personales fantasmas de asiduo cinéfilo adolescente frecuentador de salas de barrio, porque el drama viene después, en la puesta en escena, al intentar dar coherencia y rigor expresivos a todo ese caótico e inconsistente magma de particulares caprichos e ingeniosidades. Parece muy claro que Almodóvar no es, ni de lejos, lo que siempre se ha entendido como un director de cine. Un bluf de colosales dimensiones. Con anécdotas fiscales o sin ellas.

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