El patrullero de la filmo: ‘Rosebud’

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Por Don Quiterio

   En una ocasión, un rey grande y poderoso preguntó a un poeta: “¿Qué puedo darte de todo cuanto poseo?”. Y el poeta respondió: “Todo, excepto tu secreto”. Cuando Orson Welles (1915-1985) rueda ‘Ciudadano Kane’, el secreto mejor guardado del magnate de la prensa William Randolph Hearst salta por los aires.

    Imperdonable. Hearst remueve cielo y tierra para desacreditar la película y evitar su difusión, sin conseguirlo. ‘Ciudadano Kane’ (1941) narra la vida y legado de Charles Foster Kane, un trasunto de ese titán de la prensa que provoca, por ejemplo, la guerra de Cuba. Al parecer, Hearst se siente especialmente irritado por la película, a pesar de las diferencias con su vida. La razón arranca fundamentalmente de la palabra ‘rosebud’ que, enigmáticamente, menciona Kane al morir y que constituye un hilo conductor de la historia. Un grupo de intrépidos reporteros trata de averiguar el significado de esa palabra y entrevista a varias personas que conocieron a Kane. No únicamente se cuenta el argumento por medio de escenas retrospectivas, sino que, además, cada uno de los personajes conoce al protagonista solo desde cierta perspectiva, que se presenta a su debido tiempo. 

  ¿Qué significa, en realidad, ‘rosebud’ para que tenga ese efecto en el millonario? El secreto de la ira de Hearst lo revela públicamente el escritor Gore Vidal en 1989. Se trata de un apelativo cariñoso que el magnate utiliza para referirse al clítoris de su amante. El dato se lo comunica a Welles su colaborador en la redacción del guion, el gran Herman Mankiewicz. A fin de cuentas, lo que saca de quicio a Hearst, un hombre mucho más vitalista y alegre que Kane, no es ni la cita textual de algunos de sus discursos ni las referencias a su falta de escrúpulos, sino que algunas de sus intimidades salgan a la luz. Imperdonable. 

  Título trascendental en la historia del cine (para Godard, “todos, siempre, le deberán todo a Welles”), ‘Ciudadano Kane’ es un filme lleno de complejidad, en donde la utilización de procedimientos anteriormente poco usados –contrapicados, decorados con techo, concepto del tiempo fílmico- contribuyen decisivamente a la profunda renovación que Welles imprime al cine. De hecho, la fotografía en blanco y negro del operador Gregg Toland idea una técnica con profundidad de campo, en la que el primer plano, el plano medio y el fondo se enfocan simultáneamente, lo que permite que el ojo se concentre en cualquier parte de la imagen. 

  A diferencia de ‘Ciudadano Kane’, que consiste en su totalidad de grandes escenas, ‘El cuarto mandamiento’ (1942) es de una sola pieza, uno de los filmes más lineales del autor, y el único en el que no participa como actor, aunque sí lo hace como narrador. Ya dos años antes, como narrador, colabora Welles en el filme de Edward Ludwig ‘La familia Robinson’ y más adelante en ‘Duelo al sol’ (King Vidor, 1946), ‘Los vikingos’ (Richard Fleischer, 1958), ‘Rey de reyes’ (Nicholas Ray, 1961) y varios documentales realizados por Peter Baylis, Harry Booth, David Cobham, Peter Bogdanovich o Robert Guenette.

  ‘El cuarto mandamiento’, digo, es el segundo largometraje que realiza Welles, al amparo de un acuerdo firmado con la RKO, la adaptación de la novela de Booth Tarkington ‘Los Ambersons’, un magnífico melodrama sobre la ambición, la historia de un vástago prejuicioso y orgulloso de una familia aristocrática estadounidense de principios del siglo veinte que lleva a la muerte a su madre, a la familia a la ruina y a uno de sus miembros a la locura. Parece ser que la RKO, aprovechando una ausencia de Welles, mutila y hace montar de nuevo el filme. La escena de la muerte del protagonista es rodada por Robert Wise, que, junto a Mark Robson, son los ayudantes de dirección y los encargados del montaje definitivo. Imperdonable. 

  Ese mismo año, Welles termina uno de sus trabajos más raros, ‘Todo es verdad’, de inspiración documental, una reconstrucción de los restos del material rodado en Brasil –entre noviembre de 1941 y agosto de 1942- e inicia el rodaje de ‘Estambul’, que tiene que acabar de rodar y montar Norman Foster, un filme de espionaje basado en la novela policiaca de Eric Ambler, de sugestiva atmósfera, en torno a un norteamericano experto en armas que logra eludir a los agentes alemanes con la ayuda de un policía turco. Y Welles, cuatro años después, recibe el encargo del productor Sam Spiegel para la realización de una historia decididamente convencional, ‘El extraño’, pero la dota de su personalidad arrolladora, utilizando, además, imágenes documentales sobre los campos de concentración nazis. 

  Menos complicada que el triángulo político y amoroso desarrollado por Alfred Hitchcock en ‘Encadenados’, que se rueda casi a la par, ‘El extraño’ incide en un tema similar, el relato de un criminal de guerra alemán que consigue huir de la derrota del eje, refugiándose en una ciudad de provincias norteamericana, donde contrae matrimonio con una mujer que no sospecha nada de su pasado, pero un agente federal le sigue el rastro. La película se convierte en todo un melodrama en la parte final, que tiene lugar en lo alto de una insegura escalera en la torre del reloj, donde el protagonista, acorralado como King Kong, morirá empalado por la espada de una figura perteneciente al mecanismo que señala la hora. 

  Welles vuelve a retomar el género negro en 1948 con la extraña e insólita, de estilo barroco y elaborado, ‘La dama de Shanghái’, inspirada en una novela de quiosco de Sherwood King, la historia de un marino aventurero que recala en Nueva York y se ve envuelto en un misterioso asesinato. Acaso el filme peca de un excesivo planteamiento de extrañas sicologías, dentro de personalidades sicópatas, lo que hace difícil su entendimiento. Pero escenas como la de la persecución en el parque de atracciones, la del amor en el acuario, la del tiroteo en la sala de los espejos o el monólogo final del protagonista confirman la excelencias de un autor que se permite el lujo, al mismo tiempo, de acabar con el mito de Rita Hayworth, al destruirla como vampiresa y pretender hacer de ella un ataque contra algunos aspectos de la mujer americana y su matriarcado. Imperdonable. 

  La savia de cualquier arte que quiere producir algo más que simple agrado es la duradera admiración humana: cuenta más nuestra capacidad de admirar que los criterios con que se discierne, y a veces pretende codificarse, lo admirable. La fuerza poética de Orson Welles para acuñar un repertorio de pasiones y zozobras que no dejan de inspirarnos le distingue como un diseñador excepcional de perfiles en los que nos reconocemos. Las obras de Welles no solo se han abierto paso en las fórmulas cinematográficas más variadas, desde las más rigurosamente académicas a los caprichos menos recomendables, sino, también, se ha revelado como un versátil adaptador del universo teatral de William Shakespeare. 

  Con un estilizado y extravagante expresionismo, ‘Macbeth’ (1948) es la primera de las tres adaptaciones shakespearianas de Welles, quien sintetiza el universo del original con el suyo propio, con su fabulosa galería de personajes, efectuada sobre todo gracias a la impresionante escenografía, que presta a lo relatado un tono sobrecogedor, con ecos de las vanguardias francesas y soviéticas, en una obra inmensa que da cuerpo a las palabras del autor teatral con una aplastante sensación de realidad. El Macbeth de Welles es un personaje atormentado y espectral, casi tétrico, una tragedia de rigurosa fuerza física y visual. Y radicalmente amarga, como ocurre en ‘Otelo’, otra tragedia sofocante, terminada cuatro años después y rodada a lo largo de varios años, con crecientes dificultades económicas y bastantes interrupciones. Con ‘Otelo’, de increíble escenografía y onírica atmósfera, Welles se da cuenta de que tiene que elegir entre filmar la obra o proseguir su experiencia de adaptar libremente a Shakespeare a las exigencias del cine. Sin pretender ni por un instante compararse a Verdi, piensa que su ejemplo le proporciona la mejor de las justificaciones. “Su ópera”, constata, “es muy distinta del drama, nunca hubiera podido ser escrita sin Shakespeare, pero es, ante todo, una ópera. Del mismo modo espero que el filme sea una realización cinematográfica”. 

  Como se ve, la fascinación de Welles por el autor teatral es notoria, y rueda tanto ‘Otelo’ como ‘Macbeth’, además de una versión para la televisión de ‘El mercader de Venecia’. Así, ‘Campanadas a medianoche’ (1965), fusión de elementos procedentes de cuatro originales shakespearianos y unas crónicas de Raphael Holinshed del siglo dieciséis, supone otra amarga reflexión sobre la decadencia, ahora en la figura del rey Enrique IV de Inglaterra y el enfrentamiento a sus nobles levantiscos, contada desde el punto de vista de Falstaff y su afición por la bebida y el robo, su codicia y cobardía. Falstaff es gordo y Welles se regodea en una encarnación física de corpulento caballero. Y los encuentros de este con el juez Shallow trascienden, por su patetismo, la obra de Shakespeare. 

  Si ‘Macbeth’ queda como paradigma de la ambición, ‘Otelo’ de los celos y ‘Campanadas a medianoche’ de la decadencia, las películas de Orson Welles –y, por extensión, los textos del bardo- se enfrentan lúcidamente a los defectos humanos. Son miradas inclementes a nuestra propia indignidad como humanos, sin bajar los ojos, sin girar la cara. Y hablan del poder y la vejez, del amor filial y la amistad, de la fidelidad y la traición, de la violencia y la ternura, de la grandeza y la miseria, de la locura y la ceguera, de la naturaleza y la sociedad, de la obsesión y los caprichos, de la desesperación, la impiedad, la mentira, la crueldad, la abnegación. Una enciclopedia insustituible de las pasiones humanas, que nos confronta con nuestra propia maldad como colectivo, con los venenos corrosivos que destruyen la vida en común. 

  Con ‘Míster Arkadin’ (1855), Welles adapta una novela propia, la historia de un traficante de armas que intenta encontrar los testimonios de su pasado. Este filme, afirma el estudioso Jean Mitry, “sobrepasa la realidad, verdadera o falsa, para alcanzar, a través de una especie de realismo onírico, el sentido moral y el metafísico de un tema universal. La forma se inspira en un expresionismo resplandeciente: elipsis, escorzos, saltos atrás, componen un movimiento que se convierte, él mismo, en símbolo y materia expresiva”. Por su parte, ‘Sed de mal’ (1958) marca el retorno de Welles a Hollywood, tras diez años de ausencia. El mediocre guion de cine negro, basado en un novelilla de tercera fila de Whit Masterson, lo convierte el cineasta en una de sus mejores películas, transformando un insignificante thriller en arte, una amarga representación de los mecanismos del poder y la violencia, el enfrentamiento entre un tosco pero honrado policía mexicano y un seboso y corrompido comisario. Welles, en efecto, lee el guion, intuye algo y acepta el contrato del productor Albert Zugsmith para elaborar un escabroso relato sobre la corrupción que se desarrolla en los destartalados tugurios y moteles de una sórdida ciudad fronteriza. Una película abstracta –como le gustan a Leandro Martínez, director de programación de la filmoteca de Zaragoza-, difícil y compleja, sumida en una atmósfera siniestra. La caza final –como el plano secuencia del comienzo- es un delirio de exuberancia visual, efectos sonoros experimentales y omnipresente fatalidad. 

  Si ‘Sed de mal’ es prácticamente una kafkiana alegoría sobre la justicia, elaborada a partir de una peculiar historia negra, ‘El proceso’ (1962) adapta muy personalmente la obra homónima de Franz Kafka, el relato de un hombre envuelto en un extraño juicio criminal sin saber la acusación que pesa contra él ni las consecuencias que puede tener. La anécdota sigue bastante fielmente las peripecias del original literario. El final, sin embargo, es diferente: si en la novela un puñal se hunde en el estómago del protagonista, el filme se resuelve con una explosión atómica. Se trata del primer filme realizado por Welles con entera libertad desde aquel ‘Ciudadano Kane’, y eso se nota en el resultado, en su barroquismo y ambigüedad, en la obra maestra, en fin, que representa.

  Rodada para la televisión francesa, ‘Una historia inmortal’ (1968) está inspirada en un cuento de Isak Dinesen, adaptado por Louise de Vilmorin, sobre un viejo millonario que hace que se convierta en realidad una leyenda de amor que oye cantar a un marinero, un pequeño gran filme verdaderamente inquietante, denso, absorbente, envuelto en una subyugante música del gran Erik Satie. Este hombre poderoso intenta, inútilmente, capturar la esencia de la belleza y el cineasta acaricia la idea de la imposibilidad de llegar a la autenticidad desde el poder económico. Un mediometraje documental realizado el mismo año por François Reichenbach y Frédéric Rossif, ‘Portrait: Orson Welles’, establece una reflexión paralela en torno al propio rodaje de esa historia hipnótica e inmortal. 

  Otra historia inmortal, claro, es la de Miguel de Cervantes ‘Don Quijote de la Mancha’, de la que Welles realiza una adaptación inacabada, que filma a lo largo de doce años, los que van de 1957 a 1971. Existen seis horas de rodaje, de las cuales tres están montadas sin diálogo. En 1992, Jesús Franco dirige un montaje definitivo del material rodado. El resultado es un experimento a ratos fascinante y por momentos tedioso y fallido. Las secuencias, algunas de fuerza estremecedora, pierden, sin la cohesión interna de una narración completa, su aliento, su ritmo, su ‘tempo’, su destino. Pese a todo, puede reconocerse en estas imágenes el ojo cáustico y tierno de la cámara del cineasta por los pueblos de España en la década de 1960: paisajes, costumbres, ritos, fiestas y gentes. Bajo las contrarias ópticas de don Quijote y Sancho desfilan sanfermines, moros y cristianos, procesiones y el mismo equipo del filme integrándolos en el rodaje. 

  La historia de la cultura, desde los tiempos de los filósofos sofistas, ha estado llena de fraudes y bromas, de sablazos y pedanterías, de gamberradas e imposturas. En el mundo del arte –primero o séptimo-, la falsificación y la mentira, la punitiva mentira, son la línea del horizonte, es decir, la representación, la ficción, la suplantación, la recreación, la finta, la trola, la estafa, el adorno. Todo es cierto menos lo que nos cuentan. Este es el punto de arranque de ‘Fraude’ (1973), un documental sobre las actividades del famoso pintor Elmyr de Hory, conocido por sus falsificaciones de grandes maestros, así como de otras personas conectadas con él, como su biógrafo Clifford Irving, autor también de la fraudulenta biografía de Howard Hughes. Una importante historia de engaños que reflexiona sobre lo que es el arte, las verdades y falsedades que hay en torno a este mundo. Asimismo, relata la carrera del propio Welles, que comienza oficialmente con la emisión radiofónica de una falsa invasión marciana. 

  Al fin y al cabo, Orson Welles se postula como una de las más apasionantes y controvertidas personalidades que da el cine. Aprende a leer a los dos años, escribe obras de teatro a los cinco, a los siete recita obras de Shakespeare y a los diez debuta como actor aficionado. A los dieciséis cursa estudios de pintura y se inicia en el teatro profesional. Tres años más tarde comienza sus contactos en la radio, medio en el que pasa a la historia por su escenificación de la obra de H.G. Wells ‘La guerra de los mundos’, donde los agentes creen que la invasión extraterrestre es real y se dejan llevar por el pánico. Con tan solo veintiún años dirige en los escenarios un ‘Macbeth’ que supone un auténtico escándalo al estar protagonizado por actores de raza negra. En 1937 funda la Mercury Theatre, que inicia sus actividades con un ‘Julio César’ en el que los actores van vestidos con trajes de calle. 

  Sus primeros escarceos como realizador fílmico los ejecuta en 1939 con el mediometraje ‘Too much Johnson’, un vodevil mudo alocado realizado expresamente para una obra teatral. En 1980 rueda su testamento cinematográfico, ‘Filming Othello’, otro ensayo shakespeariano de corte experimental. Entre ambos, Welles interpreta –además de casi todas películas que dirige- un buen puñado de historias, mejores o peores, a las órdenes de Robert Stevenson -‘Alma rebelde’ (1944)-, Irving Pichel -‘Mañana es vivir’ (1946)-, Carol Reed -‘El tercer hombre’ (1949)-, Henry Hathaway -‘La rosa negra’ (1950)-, Herbert Wilcox -‘El enigma de Manderson’ (1952)-, Sacha Guitry -‘Napoleón’ (1954)-, John Huston -‘Moby Dick’ (1956)-, Jack Arnold -‘Sangre en el rancho’ (1957)-, Martin Ritt -‘El largo y cálido verano’(1958)-, Richard Fleischer -‘Impulso criminal’ (1959)-, Abel Gance -‘Austerlitz’ (1960)-, René Clément -‘¿Arde París?’ (1966)-, Fred Zinnemann -‘Un hombre para la eternidad’ (1966)-, Robert Siodmak -‘La invasión de los bárbaros’ (1968)-, Sergei Bondarchuk -‘Waterloo’ (1969)-, Mike Nichols -‘Trampa 22’ (1970)-, Claude Chabrol -‘La década prodigiosa’(1971)-, Pier Paolo Pasolini -‘Los cuentos de Canterbury(1972)-,  Stuart Rosenberg -‘El viaje de los condenados’ (1976)- o John Hough y Andrea Bianchi –‘La isla del tesoro’ (1972)-. 

  Pero aún quedan secretos por descubrir. De hecho, varias filmaciones suyas siguen sin ver la luz. Ahí están, para corroborarlo, ‘The deep: dead reckoning’ (1967-1970) o ‘La otra cara del viento’ (1974). Imperdonable. Sus proyectos cinematográficos, a fin de cuentas, siempre son arriesgados. Y sus adaptaciones shakespearianas, diferentes a lo conocido hasta entonces. Define el cine como “la más perversa de todas las musas”. Welles cambia el séptimo arte –lo dice Godard-, es un pionero y, como tal, en muchas ocasiones, incomprendido. Un entrañable vividor con un genio casi tan grande como su tamaño. Ya saben: “Todo me puedes dar, menos tu secreto”. Rosebud.

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