El patrullero de la filmo: Aragón negro, cine polaco contemporáneo y Georges Méliès

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Por Don Quiterio

      El color negro significa mucho para los amantes de un subgénero que, tanto en la novela como en el cine, ha dado momentos de gloria a una y a otro, desde que echa a andar el ‘noir’ en las páginas de la revista norteamericana ‘Black Mask’, allá por los años veinte de la centuria pasada.     Una corriente que insiste más en el marco social en que tienen lugar que en la resolución intelectual de los crímenes narrados. La mítica colección de Gallimard intitulada ‘Série noire’ contribuye no poco a la fijación de los marbetes “novela negra” y “cine negro”, pues acoge en su catálogo autores como Dashiell Hammett, James Cain, Horace McCoy, Jim Thompson y tantos otros nombres ilustres de las letras policiales norteamericanas en su vertiente más oscura, o sea, más ‘negra’. El cine recoge en seguida la antorcha de ‘Black Mask’ y empieza a producir filmes negros.

      Junto a otras propuestas además de la literaria y la fílmica -fotografía, música, teatro, gastronomía-, la filmoteca de Zaragoza se une al festival Aragón negro con la programación de ‘La máscara de Dimitrios’ (Jean Negulesco, 1944), ‘Retorno al abismo’ (Curtis Bernhardt, 1945) y ‘El sueño eterno’ (Howard Hawks, 1946). La película de Negulesco, protagonizada por el gran Peter Lorre e inspirada en la novela homónima de Eric Ambler, inaugura –oficialmente- el género de espionaje a través de la misteriosa búsqueda de un personaje mutante, camaleónico, resbaladizo, cuya omnipresencia en la trama se consigue precisamente mediante su ausencia, en una atractiva aplicación del principio de contrarios.

     Bernhardt, por su parte, realiza un discreto melodrama criminal a tres bandas en ‘Retorno al abismo’, en la línea de los que realizaría más adelante (‘Predilección’, ‘Muro de tinieblas’, ‘Siroco’, ‘La ambiciosa’). En el cine negro, sin embargo, Hawks no tiene rival y ‘El sueño eterno’ es una brillante adaptación del tortuoso relato de Raymond Chandler, con la inestimable colaboración de Bogart y Bacall, donde Marlowe se mete en el barullo porque le divierte, le apasiona domar ninfómanas aristocráticas y apelear dialéctica y físicamente a los escaños del poder establecido.

     Finalizado este pequeño ciclo del género negro, la filmoteca proyecta, en colaboración con el instituto polaco de cultura de Madrid, una selección de películas producidas en Polonia en este siglo veintiuno, perfectos ejemplos de la vitalidad de la actual cinematografía polaca, un país que, a lo largo de su historia, ha generado importantes cineastas. Ahí están, por citar algunos, los Kawalerowicz, Wajda, Munk, Has, Rozewicz, Polanski, Skolimowski… Se inicia esta retrospectiva, de riguroso estreno, con los filmes ‘La sala de los suicidas’ (2011), de Jan Komasa, y ‘Canción de cuna’ (2010), de Juliusz Machulski, destacado cineasta de quien conocemos las atractivas ‘Sex mission’ y ‘No va más’. El primero trata el drama de un joven con dinero, éxito y amigos, que ve cómo su vida cambia cuando, al hallar su verdadera identidad sexual, es marginado por la familia y amistades, recluyéndose, poco a poco, en su particular mundo. El segundo es una comedia negra en torno a una extraña familia que se traslada a una casa recientemente abandonada por el propietario. Muy pronto un número de residentes locales y algunos visitantes desaparecen misteriosamente. Dos policías inician la investigación.

     Junto a estos dos títulos, la filmoteca también programa ‘Cerdos voladores’ (Anna Kazekak-Dawid, 2010), sobre dos hermanos comerciantes de artículos religiosos que olvidan su monótona vida cuando acuden al estadio de fútbol local; ‘Ki’ (Leszek Dawid, 2011), en torno a una madre poco tradicional que inicia un proceso de descubrimiento de la responsabilidad; ‘Indeleble’ (Jacek Borcuch, 2012), en coproducción con España, premio a la mejor fotografía en Sundance y con Ángela Molina en el reparto; ‘Última planta’ (Tadeusz Krol, 2013), una combinación de thriller sicológico, comedia ligera, terror y acción; ‘Rosa’ (Wojciech Smarzowski, 2011), un filme duro, brutal, de torturas, violaciones y ejecuciones, con estructura de western crepuscular, ambientado en la inmediata posguerra y que gira en torno a un exsoldado que ha perdido todo en el conflicto bélico y conoce a una mujer solitaria; ‘Operación Danubio’ (Jacek Glomb, 2009), una coproducción con la República checa sobre un acontecimiento real durante la invasión de las tropas del pacto de Varsovia en Checoslovaquia, en agosto de 1966, a través de la desaparición de un desgastado tanque polaco; ‘Amor’ (Slawomir Fabicki, 2012), un melodrama con sus luces y sus sombras; o ‘La quinta estación del año’ (Jerzy Domaracki, 2012), una fábula sobre el tiempo y los conflictos humanos. Finaliza este ciclo con dos títulos de la cineasta Magdalena Piekorz, ‘Marcas’ y ‘Somnolencia’, realizados en 2004 y 2008, respectivamente.

     Y del cine polaco contemporáneo a Georges Méliès (1861-1938), cineasta francés que lidera muchos desarrollos técnicos y narrativos en los albores de la cinematografía. Gracias a su habilidad para manipular y transformar la realidad a través del cine, el galo es recordado como un mago de la imagen, un pionero en el uso de trucos al utilizar recursos de manera continua en todas sus películas: la parada técnica (parar para eliminar algún actor y seguir filmando), acuarios en primer plano, uso de maquetas, cámaras cenitales (efecto de caminar sobre paredes), elementos voladores o coloreamiento fotograma a fotograma. Dos de sus películas más famosas, ‘El viaje a la Luna’ (1902) y ‘El viaje imposible’ (1904), están consideradas entre las más influyentes del cine de ficción científica. Y es que Méliès reinventa el sentido de lo maravilloso para el cinematógrafo, que gasta pronto su primigenio carácter de atracción (los historiadores de la era primitiva hablan hoy de un “cinema of attractions”) concretado en el movimiento de la imagen fotográfica.

     “Méliès y yo practicamos la misma profesión: damos encanto a la materia vulgar”, escribió Apollinaire. Y qué mejor encanto que degustar entero aquel legendario ‘Viaje a la Luna’ de ojo atravesado por la nave de Méliès, y descubrir unos selenitas que son como el hermano bueno de aquel alien terrible que llegaría con el tiempo. Méliès y la aventura. Méliès y la fantasía. El descubrimiento de que hay otros mundos, y todos surgen del cine de Méliès. Y cuando el viaje acaba se nota que ha exigido un cierto grado de ingenuidad en la mirada. La ingenuidad de unos cohetes que se incrustan en el ojo de una luna sorprendida…

      Por encima de todo, Méliès es uno de aquellos sensacionales ilusionistas de escenario –ya saben: desapariciones, transformaciones asombrosas y decapitaciones- cuyo mayor truco consiste, ¡ale-hop!, en trasladar sus vastos poderes imaginativos a un nuevo medio que por aquel entonces da sus primeros y balbuceantes pasos. Si el cine de los hermanos Lumière –científicos e industriales- representa la verdad (“este es un invento sin futuro”, dijo algún lumbreras), el suyo es sinónimo de ilusión.

     Entre 1896 y 1912 realiza quinientos títulos, uno arriba, uno abajo, que recorren el mundo (en trescientos de ellos, al menos, interpreta además uno o dos papeles), pero el impacto arrasador de la primera guerra mundial deja desfasado ese mundo de fantasía y, en 1923, superado por otros cineastas y olvidado por el público, arruinado y entristecido, interpreta su último truco: se desliza por la trampilla del escenario y desaparece para el mundo del cine. Se hace invisible.

    Ahora, la filmoteca de Zaragoza honra al pionero y ofrece su mítico ‘Viaje a la Luna’, en una versión restaurada de trece minutos de duración. Y, a continuación, el enriquecedor documental ‘El viaje extraordinario’ (2011), de los realizadores franceses Serge Bromberg y Eric Lange, que nos introduce en aquella historia sobre un congreso de astrónomos bufonescos, quienes planean ese recorrido y ordenan que se construya un cañón en una fábrica. Coros de bellas muchachas, en maillot, desfilan ante el cañón, cuyo proyectil se clava en un ojo de la Luna. Los selenitas persiguen a los sabios en un paisaje lunar de cartón-piedra. Y saltan. Y se transforman. Y el obús consigue partir y cae en el fondo del mar. Los sabios, claro, se salvan y reciben los honores de una gran fiesta y desfile cómico.

     Mezclando con bienhumorada libertad elementos de ‘Los primeros hombres en la Luna’, de H.G. Wells, y ‘De la Tierra a la Luna’, de Julio Verne, puede considerarse esta pieza como la obra más importante de Méliès, tanto por su metraje como por su costo (diez mil francos, suma enorme para la época). Como todas sus películas, está dividida en cuadros, separados por rótulos. En total son treinta cuadros, cada uno de ellos con un decorado fantástico, de magnífica inventiva y plenos de trucos mágicos. El cortometraje, henchido de felices ocurrencias y salidas, reúne toda la gracia y fantasía de Méliès. Los feriantes –a la postre, los únicos clientes de los productores de películas- se niegan a aceptar este filme por su metraje y, por tanto, su costo. Pero el cineasta lo exhibe gratis el día de su estreno. Es el gran éxito que consagra a Méliès y da a Francia, por primera vez, la supremacía cinematográfica mundial.

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