El patrullero de la filmo: «Los pasos de Vidor»


Por Don Quiterio

-Vamos hacia el oeste.

-Estamos en guerra, ¿cómo pueden dirigirse al oeste?

-Primero íbamos hacia el norte y luego giramos a la izquierda.

La adaptación al cine, sobre un guion de Laurence Stallings y Talbot Jennings, que King Vidor hace de la primera parte de la novela de Kenneth Roberts “Northwest passage” nos deja este primoroso diálogo, todo un alegato sobre el honor y la lucha por la supervivencia.

 

     El director encauza la acción de manera limpia y fluida de modo que los diálogos chispean en los espacios escénicos llenos de brío e interés, que tiene en los intérpretes una de sus principales bazas. Spencer Tracy como el mayor Rogers, Nat Pendleton como el capitán Huff, Louis Hector como el reverendo Browne, Donald MacBride como el sargento McNott, Lumsden Hare como el lord Hamherst, y los penetrantes Robert Young, Ruth Hussey, Walter Brenan, Robert Barrat e Isabel Jewell establecen unas formas de ser y estar en el mundo durante un conflicto armado. “Paso al noroeste” (1940) nos habla de estos personajes broncos, rezongones, borrachines y fracasados, ariscos y sarcásticos, lúcidos, enérgicos, dipsómanos, y, en el fondo, tiernos e inocentes, que forman la expedición de un grupo de “rangers” para destruir un poblado indio. Un filme violento, lleno de penalidades y una salvaje batalla final, rodada por Jack Conway por ausencia de Vidor al no realizarse la segunda parte de la novela. El resultado es un impresionante relato épico que supone la primera película en color en la filmografía de Vidor, aunque en “El gran desfile”, en un imponente blanco y negro del operador John Arnold, ya fotografía algunas secuencias con el denominado technicolor.

   Texano de Gavelston, King Vidor (1894-1982) se inicia en el cinematógrafo como portero y, luego, proyeccionista en un “nickelodeon” de su ciudad natal. Se entusiasma tanto con este espectáculo que decide dedicarse a él. Trabajando con una cámara que construye personalmente, empieza a vender a los noticiarios de Nueva York reportajes cinematográficos sobre los acontecimientos de la región. Un documental sobre un huracán en Gavelston, realizado en colaboración con Ray Clough, y la filmación del paso de las tropas americanas por dicha ciudad, con la ayuda del camareraman John Boggs, son el inicio de una serie de cortometrajes realizados por Vidor entre 1913 y 1915. Esta práctica amateur le conduce a ser operador de actualidades, poco antes de su llegada a Hollywood. También, en 1914, es productor, guionista, ayudante de dirección y actor en dos cortometrajes de Edgar Sedgwick. Escribe una cincuentena de guiones cinematográficos antes de lograr vender el de “When it rains it pours” (1916) para el productor William Wolbert, de la Vitagraph. Paralelamente trabaja como actor secundario en “Intolerancia” (David W. Griffith, 1915) o “The intrigue” (Frank Lloyd, 1916), para entrar después en la Universal, donde consigue un empleo de contable. A continuación escribe varios guiones, bien bajo su propio nombre, bien con el pseudónimo de Charles Wallis, y dan lugar a dos cortometrajes dirigidos en 1917 por William Beaudine, “What’ll we do with uncle?” y “A bad little good man”. Inmediatamente pasa a trabajar en calidad de operador para George Brown, obteniendo, al mismo tiempo, un contrato por parte del juez Willis Brown para el que realiza un veintena de cortometrajes educativos entre los que se conservan “Danny asks why”, “The deman of Dugan” o “Gimdrops and overalis”.

   El debut como director de King Vidor en el campo del largometraje se produce en 1919 con “La vuelta del camino”, una realización para un grupo de médicos de la secta cristiana Eddysmo sobre una “ciudad de los muchachos” situada en Salt Lake City, capital de los mormones. El filme produce un gran beneficio económico y, animado por este éxito, rueda unos cuantos títulos, sin excesiva trascendencia, hasta 1925, basados en originales de Ellis Parker Butler, Ralph Connor, William Nathaniel Harben, Henry Kitchell Webster, Katherine Hill, Henry Rowland, Hartley Manners, Henry Kistemaeckers, Austin Strong, Winchell Smith, Joseph Hergeshelmer, Hartley Manners, Rachel Crothers, Elinor Glyn, Cyril Hume o Lawrence Rising: “Tiempos mejores”, “The other Half”, “Poor relations”, “Jack Knife man”, “El honor de la familia”, “The sky pilot”, “El amor nunca muere”, “Woman, wake up!”, “The real adventure”, “Del crepúsculo al alba”, “Conquering the woman”, “Tintín de mi corazón”, “La mujer de bronce”, “Tres solteros discretos”, “Flor del camino”, “Happiness”, “Wine of youth”, “Su hora”, “La mujer del centauro” y “Mujer altanera”.

    Después de aparecer en el filme de Rupert Hughes “Almas en venta”, en el elenco de celebridades como él mismo, y producir para Rowland Lee “Alice Adams”, su primer éxito artístico se lo ofrece el poderoso productor Irving Thalberg, de la Metro-Goldwyn-Mayer, para llevar a la pantalla la primera parte de “El gran desfile” (1925), trilogía de Laurence Stallings sobre la guerra, el trigo y el acero. Se trata de un trágico, amargo, lírico y desencantado encadenamiento de situaciones por las que pasa un hombre obligado a participar en enfrentamientos militares. El sentimentalismo de la trama queda sobrepasado por extraordinarias escenas, sobre todo el desfile final que da título a la película. La alternancia de dos historias, la del conflicto armado durante la primera guerra mundial y la de los amores desgraciados de un soldado, se convierte en el hilo motor de la acción y el cineasta establece una especie de lazo de unión entre ambas líneas del argumento. No pueden olvidarse tampoco el carácter de tragedia épica que poseen algunos momentos del filme. Las salidas hacia el frente, la caravana de camiones con soldados o la secuencia de los soldados enemigos juntos en el hoyo del obús sirven para manifestar el punto sangriento y deshumanizador que hay en toda guerra.

    Con el propio Thalberg realiza Vidor sus siguientes películas: “La bohème” (1926), sobre la novela de Henri Murger y con Lillian Gish en el papel de Mimí y John Gilbert en el de Rodolphe; “El caballero del amor” (1927), de nuevo con Gilbert de protagonista en una adaptación del texto de Rafael Sabatini; y, como última colaboración con el productor, “…Y el mundo marcha” (1928), una reflexión, trágica y puntillosa, amarga y angustiosa, sobre la soledad e individualidad del ser humano. A partir de aquí, el propio Vidor participa, en ocasiones, de las producciones: “La que paga el pato” (1928), basada en una obra teatral de Barry Connors y con escenas viradas en azul; “Espejismos” (1928), una cariñosa parodia sobre una actriz solterona desencantada y que es devuelta a los escenarios por un antiguo compañero de fatigas; “¡Aleluya!” (1929), su primer filme sonoro, un musical interpretado exclusivamente por negros y lleno de cantos religiosos, con la magnífica secuencia de la persecución y crimen en el bosque, donde los ruidos naturales adquieren un significado psicológico; “Dulcy” (1930), una discreta comedia que delata el origen teatral del texto de George Kaufman y Marc Connelly; “Billy, el niño” (1930), un western con actores poco adecuados basado en la novela de Walter Noble Burns; “La calle” (1931), un penetrante estudio de la clase media neoyorquina sobre el texto teatral de Elmer Rice; “El campeón” (1931), un enfoque sentimental del mundo del boxeo basado en un argumento de Frances Marion, del que Franco Zeffirelli realiza una nueva versión todavía más melosa; “Ave del paraíso” (1932), un eficaz relato entre la aventura y el melodrama situado en los mares del sur según la obra teatral de Richard Watson Tulli, y del que Delmer Daves realiza una nueva versión más espectacular, con un final en el que la protagonista, cumpliendo un rito pagano, se precipita a un volcán en erupción; “Su único pecado” (1932), según una pieza teatral de Robert Gore Brown a través de un largo flash-back en el que un abogado cuenta a su esposa el desarrollo de una aventura extraconyugal que concluye con el suicidio de su amante; y “The stranger’s return” (1933), una desangelada comedia pero con un interesante retrato de personajes basada en la novela de Phil Stong sobre una joven divorciada que decide volver a sus raices rurales.

    Aunque el conjunto de su producción resulta extremadamente desigual, King Vidor pone en marcha su máquina desbrozadora para plantarnos en el terreno de lo real y se empeña en desvelar las falacias y trampas urdidas por los poderes, y las complacientes almas bellas, en el terreno de la ideología. Aplicando el impulso de lo real, lo simbólico y lo imaginario, se empeña en un análisis concreto de una situaciones concretas y visita distintas mistificaciones humanistas, ecologistas, globalizadoras, y otra serie de cuestiones enraizadas en su actualidad. Lo hace subrayando que la verdad de lo universal no puede articularse más que en el compromiso de lo particular de la singularidad, en el que el eslabón más débil en la cadena imperialista se sitúa en los pequeños pueblos. Reivindica, a su vez, el derecho a pensar de nuevo muchos de los temas que se dan por sabidos por el peso de las ideas heredadas. En “…Y el mundo marcha”, crónica social del sistema capitalista estadounidense, contada a través de la historia y el fracaso de un modesto empleado, Vidor concreta su idea general de pintar al americano medio de manera individual, en un país donde el hombre se siente inmerso y prisionero en la masa. Es, por decirlo de algún modo, la simple narración de una vida vulgar, de “uno en la multitud” –así se iba a titular la película-, un drama que se acerca al documental, sin violencia, ni amargura, ni tesis.

    Con “El pan nuestro de cada día” (1934) el cineasta texano consigue una de sus grandes obras, lógica continuacion de “…Y el mundo marcha” en la época de la gran crisis. El filme, con guion del gran Joseph Leo Mankiewicz sobre un artículo aparecido en “Reader’s digest”, cuenta la historia de una pareja (Gary Cooper y Anna Sten) con grandes apuros económicos que hereda una granja y la convierten en una cooperativa. La secuencia de la llegada del agua a los campos resecos puede considerarse como uno de los mejores momentos épicos del cine, dentro de la extrema sencillez de sus medios. Le siguen “Noche nupcial” (1935), un argumento de Edwin Knopf sobre un célebre escritor en decadencia que descubre el amor puro en una chica de campo, con uno de los momentos mas emocionantes de su cine: el monólogo final de Gary Cooper –otra vez- ante la destrucción de sus sueños; “Paz en la guerra” (1935), discreta adaptación de la novela de Stark Young con el pétreo Randolph Scott; “The Texas rangers” (1936), excelente western con abudante acción según la novela de Walter Prescott Webb y objeto de un remake a cargo de Leslie Fenton; “Stella Dallas” (1937), una nueva versión del tremebundo folletín de Olive Higgins Prouty que Henry King rodara en 1925, con una sobria y desmedida Barbara Stanwyck; y “La ciudadela” (1938), bello filme sobre un médico rural que afronta la hostilidad de sus colegas y la desconfianza de los mineros escoceses a los que atiende, según una novela de A.J. Cronin.

    Un año después, Vidor dirige las tres últimas semanas de rodaje, aunque sin figurar en los títulos de crédito, de “El mago de Oz”, la célebre fábula de Frank Baum dirigida por Victor Fleming y producida por Mervyn LeRoy, con unas curiosas escenas de apertura y cierre en sepia. Con “Camarada X” (1940) realiza el cineasta una delirante sátira de Rusia, para contarnos las peripecias de un comisario político soviético que cita a los corresponsales extranjeros –entre ellos un espía- para controlarles muy estrechamente. Con guion del gran Ben Hecht, este intento de recuperar el éxito de Lubitch en “Ninotchka” se anima en las escenas finales con una persecución de tanques al estilo Mack Sennet. Tras “Cenizas de amor” (1941), un drama sereno y equilibrado que adapta el original de John Marquand en torno a un hombre que renuncia a un amor pasional a favor de una vida rutinaria, Vidor realiza “American romance” (1944), su soñada película sobre el acero que pasa desapercibida, debido, tal vez, a una exaltación patriótica más que dudosa para contar la historia de un emigrante sin recursos que asciende en el escalafón social hasta dirigir una gran empresa de construcción de aviones y automóviles.

    Posteriormente se incorpora al cine de gran espectáculo con “Duelo al sol” (1946), anticipación de la violencia que va a dominar su cine en los próximos años. Se trata de un notable y elegante western con un particular sentido romántico, una versión del mito de Caín y Abel con un duelo final entre las rocas que posee una rara intensidad. El filme, basado en una novela de Niven Busch, es, en realidad, una producción de David O. Selznick especialmente diseñada para Jennifer Jones, su esposa por aquellos tiempos, y por eso realizan algunas escenas (sin aparecer en los créditos) William Dieterle, Sidney Franklin, William Cameron Menzies y Josef Von Sternberg. Después de codirigir junto a Leslie Fenton “On our merry way: a miracle can happen” (1947), Vidor introduce, por primera vez, el tratamiento exaltador de un individuo por encima de la colectividad en “El manantial” (1948), una adaptación de la novela de la escritora rusa exiliada en Estados Unidos Ayn Rand sobre un arquitecto supuestamente progresista en una de sus películas más vigorosas y sensuales, más ambiguas y apasionadas. Con “Más allá del bosque” (1949), según el texto literario de Stuart Engstrand, el melodrama (una mujer malvada vive con su marido en el campo) es llevado a unos límites bastante discutibles. Otro melodrama es “La luz brilló dos veces” (1951), la asfixiante historia de una mujer que cree estar casada con un asesino, sobre la novela de Margaret Echard. Después del discreto “Japanese war bride” (1952), con Don Taylor, Vidor rueda una adaptación de la novela de Arthur Fitz-Richard, “Pasión bajo la niebla” (1953), un conseguido e intenso drama sobre un fanático religioso que pretende ser el timón moral y la voz de la conciencia de su hermana. Dos años después, en 1955, el cineasta texano vuelve al western épico con “La pradera sin ley”, el enfrentamiento entre rancheros y los cultivadores, interpretado por un Kirk Douglas en plenitud de facultades.

    Máximo exponente de un cine social americano de características propias, unas veces valerosas y disconformes, otras sentimentales y con soluciones utópicas, King Vidor responde al espíritu de su país, cuya sociedad sabe pintar con exactitud y maestría. Sus dos últimas películas son dos discutibles superproducciones históricas: “Guerra y paz” (1956), sobre el original de Leon Tolstoi, y “Salomón y la reina de Saba” (1959), basada en un argumento de Crane Wilbur. La primera es un fresco que cuenta una historia de amor durante la invasión de Rusia por Napoleón, con unas escenas bélicas filmadas por Mario Soldati. La segunda es una fracasada versión del famoso pasaje bíblico, que interpreta, en un principio, Tyrone Power, pero, al fallecer este durante el rodaje, le sustituye el calvo Yul Brynner.

    En torno al tradicional enfrentamiento entre el bien y el mal, con el planteamiento de la vuelta a la naturaleza como forma de recuperar la pureza, King Vidor plantea en sus obras la idea de los contrarios: el campo y la ciudad, el individuo y la sociedad, lo femenino y lo masculino, lo abierto y lo cerrado, dentro y fuera, felicidad y tristeza… Para ello, el realizador se sirve, técnicamente, de operadores de la valía de Henry Sharp, John Seitz, Gordon Avil, George Barnes, William Daniels, Gregg Toland, Victor Milner, Rudolph Mate, Harry Stradling, Joseph Ruttenberg, Ray June, Harold Rosson, Lee Garmes, Robert Burks, Sid Hickox o Jack Cardiff; de compositores de la talla de Alfred Newmann, Louis Levy, Herbert Stolhart, Bronislau Kaper, Dimitri Tiomkin, Max Steiner, Nino Rota o Mario Nascimbene; y de un puñado de guionistas de primera fila: Wanda Tuchock, Louis Stevens, Victor Heerman, Charles Lederer, Lenore Coffee, Silvia Richards o Borden Chase. Además, artísticamente, emplea en sus repartos conocidos rostros del mundo cinematográfico: Gregory Peck, Audrey Hepburn, Henry Fonda, Mel Ferrer, Charlton Heston, Karl Malden, Bette Davis, Joseph Cotten, Paulette Goddard, Fred MacMurray, James Stewart, Hedy Lamarr, Clark Gable, Robert Donat, Rosalind Russell, Dolores del Río o Joel McCrea. Al mismo tiempo, en sus filmes se oyen los ruidos de la naturaleza, los soplidos del viento, ese rumor que solo saben plasmar los más grandes, tanto en sus melodramas (bien entendidos) como en sus aventuras, sus comedias, sus relatos históricos, sus westerns, sus hazañas bélicas…

-Vamos a donde sopla el viento.

-Estamos al borde de la guerra, ¿cómo pueden dejarse llevar por el viento?

-Para que soplen vientos de guerra.

Artículos relacionados :