Aquellos cines de antaño…


Por Don Quiterio

    Imagen en movimiento convertida en una de las artes más populares de la historia de la humanidad. El siglo veinte tiene como componentes fundamentales guerra mundiales, marxismo, psicoanálisis, amenaza atómica y cine.

 

    Del documento al arte, el lenguaje cinematográfico es una constante evolución dialéctica entre la ciencia química y física y la belleza intangible. Nada tiene tanto poder como el cine para transmitir ideas. Y llega la televisión y bebe de todas las bellas artes clásicas, las reduce a componentes variables y las desestructura para crear una nueva patología social, usurpadora de todas las esencias de la literatura, la música, la pintura o la danza, para pervertirlas y resumirlas en un producto de consumo fácil. Las pantallas de las salas de cine menguan, se empequeñecen, mientras las pantallas de televisión crecen hasta ocupar paredes. En esa igualdad está la desafección. Y el cine se convierte en un desfile de marcas y cosméticos, y los artistas (e intelectuales que les rodean) se remojan en cócteles y saraos antes de cocinar un producto con renuncia previa a la búsqueda de la obra de arte. Todo, pues, se reduce al mercantilismo, a la promoción, y la escala de valores acaba confundiéndolo todo.

    Aquellos cines de la Zaragoza de antaño forman parte de mi vida. En esos espacios decisivos me enamoré de Jacqueline Bisset, de Laura Antonelli, de Angie Dickinson, de Simone Signoret, y allí descubrí los relatos en forma de dramas, folletines, comedias, westerns, bélicos, policiacos, peplums… Mis primeros cines fueron el Fuenclara, el Latino, el Coso y el Victoria, con sus matinales dominicales incluidas, a los que acudía regularmente en compañía de mi queridísima abuela Quiteria, que me metió, apenas con mis ocho años de edad, el veneno del celuloide entre las venas. Aún recuerdo la impresión que me produjo mi primera incursión en solitario con “La primera vez sobre la hierba” (Gian Luigi Calderone, 1975), un amor adolescente con un juvenil Mark Lester iniciándose en las lides eróticas con una Anne Heywood de la edad, a primeros del siglo veinte y con el consentimiento de los padres de ambos. Ahora, el cierre de los cines Renoir supone otras despedida triste para los cinéfilos de nuestra ciudad, que podían ver en sus salas películas acordes con el verdadero espíritu del séptimo arte. Varios años de pérdidas, la crisis, el descenso de espectadores y la digitalización hacen las salas inviables. El imparable mundo de la apertura de modernos y multitudinarios cines impersonales de plataformas comerciales han desembocado en el cierre. Los Renoir, del empresario y presidente de la academia de cine Enrique González Macho, se inauguran en 1997 con el filme de Fernando León de Aranoa “Familia”, aunque días antes la presentación oficial se produce con José Luis Borau y su fallido “Niño nadie”. Desde entonces, se estrenan más de ochocientos títulos. Los más vistos en estos más de quince años de historia son “El hijo de la novia” (Juan José Campanella, 2001) y “Secretos del corazón” (Montxo Armendáriz, 1996). El pasado diez de mayo cierran definitivamente unas salas que finalizan con los pases de cinco filmes de nueva hornada: “La pesca del salmón en Yemen”, una correcta comedia dramática de Lasse Hallstron sobre unas investigaciones de la reproducción de los moluscos; “Las malas hierbas”, un drama romántico realizado por el gran Alain Resnais con inaudita libertad; “El exótico hotel Harigold”, una discreta comedia de John Madden sobre un grupo de ingleses de la tercera edad que deciden disfrutar de su jubilación en una exótica población de La India; “The artist”, la tan emotiva como anacrónica evocación de Michel Hazanavicius del cine silente y de la conflictiva llegada del sonoro; y, como cierre, el pretencioso e irregular drama de Paula Ortiz “De tu ventana a la mía”, en torno a tres mujeres de épocas diferentes. Pero hagamos un recorrido por los cines de la Zaragoza de antaño.

     El Alhambra, decorado al estilo árabe, tiene una de las mejores pantallas de la ciudad. Es el cine de alto nivel, y en la década de 1930 destaca por una serie de estrenos importantes, como “El Robinson moderno” (Edward Sutherland, 1932), con el acrobático Douglas Fairbanks, o “La calle 42” (Lloyd Bacon, 1933), un musical que da origen a multitud de imitaciones y establece, poco menos, las leyes para este subgénero (el, digamos, musical entre bastidores). Posteriormente se destruye y se levanta en su lugar el Avenida. En la década de 1920, el Iris-Park es un parque con pista de patín y baile, una fuente luminosa y jaulas con monos. En el centro se encuentra el gran teatro Iris, que se empieza a construir en 1927 con materiales de derribo de la plaza de toros de Huesca, casi todo en madera. En el mismo parque se halla el cine Iris, una especie de nave o barracón en el que hasta 1926 solo se proyecta cine mudo acompañado con música de disco. En 1936 se cierran ambos, requisados por el ejército para almacenes, y se reabren nuevamente al concluir la guerra civil. El Monumental, que nace en 1930, es el más grande de Zaragoza, con dos mil cuatrocientas butacas, un cine muy popular tanto por sus variedades como por sus sesiones infantiles a las tres de la tarde de los festivos, especializándose, sobre todo, en películas llamadas “de caballistas”, con los Buck Jones, Tim McCoy o Tom Tyler haciendo de las suyas.

    El cine Aragón se llama inicialmente teatro Variedades, y en el año 1934 se convierte en Actualidades, donde solo se proyectan noticieros o documentales. Al mismo tiempo, aparece en el antiguo frontón aragonés el cinema Aragón, situado en la calle Bilbao y al que no hay que confundir con el cine Aragón, propiamente dicho, entonces ya denominado Actualidades. El cine Goya da sus últimas sesiones en 1988 con la proyección de “Suéltate el pelo” (Manuel Summers, 1987). Cincuenta y seis años casi ininterrumpidos de vida le convierten en el más antiguo de nuestra ciudad y destaca siempre entre los mejores. El teatro cine Goya, que es su inicial denominación, ofrece, indistintamente, espectáculos teatrales de todos los géneros, tanto nacionales como extranjeros (a recordar una frase que se populariza entonces: “Irusta se fugó con su madre”, con motivo de la actuación de un gran éxito encabezado por los célebres Irusta, Fugarot y Demare) y proyecciones cinematográficas, que luego pasan a ser casi exclusivas, aunque en los últimos años, solo durante las fiesta del Pilar, recupera su tradición teatral. Es el más moderno de la época, con ascensor y todo, y en su terraza, además, se dan sesiones de cine de verano. Se inaugura en 1932 con el pase del filme “¡Viva la libertad!” (René Clair, 1931).

   Enfrente de este edificio, de estilo racionalista, se halla el teatro Circo, que ofrece variedades, zarzuela, cine, teatro o circo, y en el que, durante sucesivas fiestas pilaristas, suele actuar la compañía lírica que acaudilla Luis Calvo, en la que figuran famosos cantantes de zarzuela (Cora Raga, Pilar Badía, Marcos Redondo, Pablo Queraltó…). Asimismo, el teatro Circo estrena una película de la Warner que, dado su gran éxito popular, permanece largo tiempo en cartelera: “Veinte mil años en Sing-Sing” (Michael Curtiz, 1931), la primera actuación protagonista de Spencer Tracy para el cinematógrafo.

   A comienzos de 1963 existen en Zaragoza treinta salas dedicadas a la proyección cinematográfica, si bien dos de ellas –Argensola y Fleta- cambian, en ocasiones, la pantalla por el espacio escénico. El Argensola se llama inicialmente teatro Iberia, y en 1918 se transforma en Parisiana, en el que se estrenan tanto obras teatrales de Muñoz Seca (“Anacleto se divorcia”) o Luis de Vargas (“La locatis”) como las últimas películas de Greta Garbo (“Como tú me deseas”), Joan Crawford (“Vivamos hoy”) o Jean Harlow (“La pelirroja”), muy del gusto del público. Antes de llamarse Argensola, en 1938, debido a una orden de Franco por la que ninguna denominación puede llevar título extranjerizante, los estrenos que más éxito obtienen son el Johnny Weismuller de “Tarzán y su compañera”, el Boris Karloff de “La máscara de Fumanchú” o el Buster Keaton de “Piernas de perfil”. Sobre las tablas, acoge, en plena guerra civil, la pieza teatral del zaragozano Ernesto Burgos “A noventa días vista”, por la compañía de Nini Montián.

   Desde sus respectivas aperturas, tanto el Dorado como el Victoria son los únicos que solo ofrecen sesiones cinematográficas. Reformado en 1920, y hasta su castellanización en 1938, el primero se conoce como salón Doré, el cine aristocrático por excelencia que tiene en “Cabalgata” (Frank Lloyd, 1933) un éxito sin precedentes. El Victoria, por su parte, es un cine mucho más popular y antes de su construcción frente a los “escolapios” existe otro en otro enclave, el Ena Victoria, desaparecido en 1940. Muchas películas contratadas para las pantallas del Doré y Circo desfilan en último término por el Ena Victoria, a precios siempre muy populares, donde tienen gran acogida las películas interpretadas por Lilian Harvey (“Mis labios engañan”), Carole Lombard (“Pecadores sin careta”) o Mae West (“Nacida para pecar”).

   Zaragoza, en cualquier caso, se convierte, en la segunda mitad del siglo veinte, en una de las plazas más significativas en la exhibición cinematográfica del país, y la cartelera local se establece en dos apartados: los llamados “cines de estreno” (Coso, Victoria, Dorado, Palafox, Rex, Avenida, Actualidades, Coliseo, Argensola, Elíseos, Mola, Goya, Fleta, Cervantes, Don Quijote) y los “cines de reestreno” (Dux, Rialto, Roxy, Norte, Pax, Fuenclara, Latino, Salamanca, Torrero, Venecia, Alhambra, Aragón, Delicias, Iris, Gran Vía, Madrid, Monumental, París, Palacio, Oliver), ubicados estos últimos, en su mayoría, en la periferia. Algunas de estas salas se convierten en cines de “arte y ensayo”, eufemismo que permite ver algunos filmes notables que son vetados en las postrimerías del franquismo, a cuyo amparo, todo hay que decirlo, se cuelan muchos filmes más bien mediocres. Esto cines son, en primer lugar, el Elíseos (que, de algún modo, recupera el prestigio alcanzado años atrás cuando es cineclub y, luego, sede de la filmoteca) y, más tarde, el Palacio, Actualidades y Rialto. Este último, tras una reforma, se estrena como cine de arte y ensayo en 1977 con el filme de Giuliano Montaldo “Sacco y Vanzetti” (1971) y, a continuación, el de Serguei Mijailovic Eisenstein “El acorazado Potemkim” (1925), dos filmes que se mantienen en cartel varios meses. El Fuenclara, tras una reforma, cambia su nombre por el de Arlequín, primera sede de la filmoteca municipal de Zaragoza en tiempos de Manuel Rotellar, y el Madrid inicia tímidamente la moda de las multisalas al transformar su espacio en dos. Y aparecen nuevos multicines: las cuatro salas de los Buñuel, las tres de los Aragón –llamadas, respectivamente, Aragón, Actualidades e Iris, en recuerdo de aquellos cines de antaño-, la reconversión del Palafox en once espacios, la del cine Goya multiplicado por cuatro y las cinco salas de los Renoir.

   Con la llegada de la democracia, los antiguos Rialto y Salamanca se convierten en sendas salas X, de contenido directamente pornográfico, con “Garganta profunda” y “Body love”, respectivamente. Un festivo final para unos cines que inician su andadura con sesiones dobles para todos los públicos y terminan con el sudor y el semen salpicando las pantallas. Por ellas pasan clásicos del género que dirigen Gerard Damiano, Frédéric Lansac, Henri Pachard, Marc Dorcel, Mario Salieri o Andrew Blake, y gimnastas de la talla de Linda Lovelace, Selen, Ron Jeremy, John Holmes, Tracey Adams, Vanessa del Río, Marilyn Chambers o Ginger Lynn. Abundancia, pues, de primerísimos planos genitales, contundentes penetraciones anales, cachetes a discreción, felaciones extremas, gemidos a volumen brutal, desenfreno incontrolable y mucha locura sexual con chicas de armas tomar. En fin, placeres carnales paras saborear con pajita y una hoja de menta.

   Y poco a poco, como hila la vieja el copo, comienzan a desaparecer numerosos cines en nuestra ciudad. En 1981 cierra el Norte con el filme “Chófer de noche” (Jerry Macc, 1971). En 1982 desaparecen el Coso, con “Las aventuras de Enrique y Ana” (Ramón Fernández, 1980), y el Venecia, con “Dos misioneros” (Franco Rossi, 1974). En 1983 caen París (“El mundo secreto de la señora Birby”), Torrero (“El asesino del cementerio etrusco”) y Palacio (“Afrodita, la diosa del amor”), aunque a este último se le podría calificar de “guadiana” por la cantidad de veces que aparece y desaparece de las carteleras, pues vuelve un año después con la película del ínclito Steven Spielberg “Indiana Jones y el templo maldito”. En 1984 desaparecen el Pax (con programa doble: “Su juguete preferido” y “El pelotón chiflado”) y el Madrid (“El tigre vuela al ataque” y “El regreso de los siete magníficos”). En 1985 cierran sus puertas el Roxy (“Pulsaciones”) y el Victoria (“El imperio de la muerte”). En 1987 caen Argensola (“El templo del oro”) y Arlequín (“El guardián”)…

    El listado sería farragoso. Lo cierto es que, a día de hoy, en estos inicios del siglo veintiuno, de aquellos cines de antaño solo quedan en Zaragoza el Elíseos, el Cervantes y el Palafox, y este reconvertido –como decía- en once salas. El resto son modernos y multitudinarios cines impersonales de plataformas comerciales: las dieciséis salas de los Aragonia, las quince de los Yelmo, las once de los Cinesa Augusta y, finalmente, las siete salas de los Cinesa Grancasa. Demasiadas salas para tan poca sustancia. ¡Ay, aquellos cines de antaño…!

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