Por Don Quiterio
¿El cine realizado por mujeres difiere del firmado por los hombres? Queda la respuesta para la reflexión. El charco es demasiado profundo para no tragar agua.
El cine, en cualquier caso, no ha dejado tema por tocar y su eficacia y popularidad han afectado de manera eminente a la imagen de la mujer sea como asunto sea como creadora, como directora o como intérprete. Sea como sea, Paula Ortiz (Zaragoza, 1979) debuta en el formato largo con una arriesgada aproximación al universo femenino, “De tu ventana a la mía” (2012), con producción ejecutiva de Montxo Armendáriz, en la que encontramos un remanso de reflexión ante la posible etiqueta de cine de mujeres que se le pudiera poner. Formada en Barcelona, Nueva York y Los Ángeles, y autora de cortometrajes como “Saldría a pasear todas las noches” (2001), “El rostro de Ido” (2003), “Fotos de familia” (2005) o “El hueco de Tristán Boj” (2008), Paula Ortiz ofrece en su ópera prima, el primer largometraje de ficción realizado por una aragonesa en toda la historia, una fábula de mujeres hacia la esperanza, el amor y la belleza, un filme teñido, en palabras de la propia realizadora, “con una sensibilidad femenina, pero son los hombres los que las sostienen desde atrás, desde la bondad, lo que en otras culturas es el ying como contraposición del yang”.
Nuestra época ha sido, a un tiempo, el siglo del cine y el siglo en el que el protagonismo femenino se ha hecho presente en múltiples dimensiones, tras una larga historia de ocultaciones y ambigüedad. La zaragozana parte de esa coincidencia decisiva y cree en las experiencias femeninas y en la sensibilidad femenina en hombres y mujeres, y del mismo modo que “el cine bélico”, nos dice, “no es para militares, esta es una película para que todo el mundo viva la experiencia de tres luchadoras que es un canto a la esperanza”. Y todo este material de superación femenina nace de Mercedes, una señora que a sus noventa y tantos años le cuenta a Paula Ortiz cómo había sido su gran amor y cómo le metía mano debajo de la falda. La directora, así, sitúa el germen de esta película en esa conversación y en un libro de Carmen Martín Gaite que le regala su madre. En ese libro, las ventanas rompen el espacio y ahí es donde se da cuenta la cineasta que cuando las mujeres miran por la ventana silenciosamente, ensimismadas, echan a volar decenas de pájaros que les llevan a ver otros mundos, que viven la vida que no pueden vivir. Y la película está hecha de pequeños gestos, de palabras susurradas, de texturas, en contraste con los grandes paisajes, de mujeres, en fin, que ven lo más grande a través de lo pequeño, de lo cotidiano. Volvemos, otra vez, al ying y al yang.
Nada menos que las historias de tres mujeres, de tres tristes tigres. Así podría definirse “De tu ventana a la mía”, un filme empeñado en ajustar cuentas con la vida hasta aceptar ser quienes han decidido ser, que es también lo que la vida les ha permitido. Sus historias están marcadas por ciertas privaciones que harán brotar las dificultades en unas biografías que son una consecuencia del “modus vivendi” de esos significativos años señalados estratégicamente. La discontinuidad y la profunda carencia de afectividad que hostigan a las protagonistas son apuntados como medular, como justificación de anécdotas y peripecias que van componiendo los retratos de unas vidas apartadas, taciturnas, dolorosas. A la falta de estabilidad emocional dentro de sus entornos siguen las inseguridades para afrontar todos los avatares que jalonan sus vidas. Vemos cómo son abandonadas, relegadas y condenadas cuando las experiencias se precipitan en circunstancias dramáticas. El vivir cotidiano se convierte en un tráfago de anédotas que apenas dejan brotar una esperanza de una relación profunda. Comienza así la construcción de unas personalidades, de unas psicologías que resuelven inventarse por encima de las dificultades. Surcan la travesía del desierto que las conducen hacia una finalidad más cerca de la vida a través de un proceso terapéutico, pues a medida que las protagonistas se relatan, se encuentran y se aceptan, sus imágenes, tan bellas como artificiosas, se vuelven otras. Y es que la discriminación por razón de sexo no debería confundirse con un victimismo despersonalizador, como si las protagonistas ni siquiera hubieran sido dueñas de sus sentimientos. El preciosismo formal se vuelve en contra de la película al pecar de superficialidad en la descripción del contexto social y político, haciendo de lo coyuntural un terreno abonado para los lugares comunes. La tendencia hacia el trazo grueso ideológico está latente a lo largo del relato, de los tres relatos, pero se pone de relieve en la carga demagógica del forzado final que cae en un discurso feminista muy de la transición y adquiere, ay, un falso eco reivindicativo.
Paula Ortiz, es cierto, sabe contar en imágenes y logra armonizar los diversos registros y niveles narrativos de su propuesta con transiciones elegantes y precisas (madeja, pelo, dedo). Sin embargo, las imágenes, con gusto en la composición del plano y en las diferentes y bellas texturas elegidas, están por encima y no al servicio de unas historias minimalistas en torno a las odiseas de emancipación sentimental vividas por sus protagonistas, y la elección de la música y las canciones (¡esos coros!) es más que dudosa (Carmen París pone voz a la canción de Fito Páez “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, versión que echa el cierre al filme) y acaso sacan al espectador de la narración. La debilidad del conjunto, en efecto, reside en ciertos tópicos y convencionalismos que empañan los espisodios entretejidos de gestos, de miradas y de silencios con un sentimentalismo mal entendido, al reivindicar lo femenimo en contraposición de lo masculino. Lo femenino y lo masculino. El día y la noche. El campo y la ciudad. El ying y el yang.
La memoria, el afecto, la dignidad, el tiempo y el olvido, a la manera del texto lorquiano “Doña Rosita, la soltera, o el lenguaje de las flores”, sirven de nexo para asomarse a la lírica de los espacios interiores, al realismo mágico, al universo de fantasía o a la conexión con la naturaleza. Al mismo tiempo, la directora siembra la película de símbolos y metáforas entre flores, judías, abandono y dolor, aunque en algunas ocasiones corra el riesgo de parecer demasiado impostada, y le da a la narrativa un tempo lento inicial cuyo tono lírico y evocador recuerdan a la Coixet de “A los que aman”, al Daldry de “Las horas” o al más árido Malick de “Malas tierras”.
A la vida, parece decir Paula Ortiz, hay que ponerle corazón para no ir como una maleta. En una jungla donde los intereses aparecen como un dios por el que todo el mundo parece perder la cabeza, hay cosas que hacen parar el tiempo y recordar que no todo es insustancial, aunque poco a poco, como la vieja hila el copo, las protagonistas compartan e hilvanen una misma fatalidad de amores imposibles y un tono, hasta cierto punto, reivindicativo y feminista. Tres mujeres. Tres historias. Tres ejemplos. Tres lugares y una misma idea para reflexionar. Tres mujeres que, como tantas otras –y tantos otros-, tienen que vivir a solas sin elegirlo, buscando su felicidad en un paisaje hostil, árido, inhóspito. De este modo, la película de la zaragozana se antoja como un contemplativo viaje a unos lugares místicos, extraños, imperfectamente perfectos. Al final, se tiene la sensación de haber asistido a un trabajo tan meritorio como finalmente truncado. Con el agravante, y esto no lo agradecemos, del molesto sentimentalismo, que, para qué engañarnos, no es un (sub)género cinematográfico, sino una enfermedad (mayor, incluso, que la que padece el personaje que interpreta Luisa Gavasa), o, para no ponernos trágicos, un dolor de cabeza. Y, si no enferma, a “De tu ventana a la mía” le falta esa poesía rota, herida y verdadera a la que aspira. Y tampoco se respira ese silencio al que aspira también, entre la incertidumbre y el desasosiego. El resultado, pues, es tan hermoso como pueril, tan esforzado como irregular, tan cordial como insatisfactorio. El ying y el yang.