Por Fernando Usón
Concluimos este número el estudio dedicado al gran Jacques que iniciamos el pasado, centrándonos en los géneros que nos quedaban por tratar y en la recta final de su carrera.
Parte 2.
Intermedio Americana.
En 1950 Tourneur volvió temporalmente a la MGM para rodar la que se convertiría en su película favorita: “Stars in my crown”. Se trata de uno de sus filmes más atípicos, que a priori parecería ajustarse más al universo de un John Ford, aunque sólo sea por su adscripción al género americana, variante del melodrama aderezada con cierto humor amable y más parcamente dramatizada, en la que se eligen personajes anodinos, se realza la cotidianeidad de los hechos y se hace hincapié en el mero discurrir de la existencia. El género americana es pariente, por tanto, del cotidiano japonés que se instauró en los años treinta y de algunos contados filmes neorrealistas de los cuarenta (como “Due soldi di speranza”, de Castellani), aunque lo diferencia de ellos el hecho de que sus argumentos transcurran habitualmente en un pasado idealizado, cuando no en plena campiña, por lo que suele rezumar una fuerte nostalgia. “Existe una ciudad de oro en la tierra: la de nuestra juventud”, rememora la voz en off que inicia “Stars in my crown”, correspondiente a un ya adulto John, el hijo adoptivo del pastor Gray. Tourneur imprime a su película el carácter de evocación desde el principio también visualmente, con esa cámara que se aleja de la iglesia durante los créditos y con ese admirable plano que presenta a algunos miembros destacados de la comunidad, el cual recuerda poderosamente un momento análogo de “Berlín Express”, aunque con dos diferencias importantes: primera, aquí el plano es fijo, y allá era en travelling; y segunda, mientras en el film anterior los personajes ocupaban distintos compartimentos (sugiriéndose que estaban aislados unos de otros), en el actual todos van pasando por el mismo espacio, la puerta de la iglesia, donde Gray, siempre presente, va despidiéndose de ellos, lo que apunta a la idea de una comunidad unida, cohesionada por su pastor. Y Tourneur aún corona el prólogo y pone la guinda a la añoranza con una imagen maravillosa: el plano general de los feligreses regresando a sus casas, como encaminándose al horizonte, mientras la voz en off nos participa de que muchos han muerto ya.
Con la excusa de la reconstrucción histórica, quizás sea “Stars in my crown”, todavía más que “Berlín Express”, la película que más claramente refleja la formación documentalista de Tourneur; y así, es notable la importancia dada a algunos objetos peculiares que el director se complace en mostrar: un arcaico ventilador, la máquina de mondar manzanas, el aparato de ovillar… Sólo que, a diferencia de tantos filmes de época de las últimas décadas, no se muestran con fin decorativo, sino didáctico; y es más, Tourneur hace que el uso de estos artilugios dé vida a muchas de las conversaciones hogareñas que, de otra forma, quizá habrían resultado insulsas. Es, en otro sentido, el mismo afán antropológico que hay en todo lo relativo al indescriptible mago ambulante y sus dos comparsas negros… vestidos de indios. También se hace ver la experiencia documentalista de Tourneur en la concisión con que se transmiten las informaciones: así, una leve corrección de cámara basta para hacer comprender al espectador que el tifus lo ha provocado el agua del pozo del colegio.
Es fácil entender por qué Tourneur sentía tanto entusiasmo por una película que, si no a la altura de esas cumbres que son “La mujer pantera”, “Retorno al pasado” y “Wichita”, es ciertamente extraordinaria: su ambientación cotidiana y su estructura distendida, como de viñetas, le permitían desdramatizar sin necesidad de forzar a la baja las interpretaciones; muchos actores eran prácticamente noveles y fácilmente moldeables a sus deseos, y el protagonista, Joel McCrea, que ya era un veterano sumamente capaz, por su contención y sobriedad, se convertiría, de hecho, en uno de sus intérpretes ideales y frecuentes; los abundantes exteriores le permitían rodar al aire libre, amén de insuflar a la película ese panteísmo tan querido por él. No es de extrañar que, quizás auxiliado porque el punto de vista principal es el de un niño, si no por primera vez en su cine, pues ya existía “Tierra generosa”, sí de manera tan armoniosa, “Stars in my crown” rezume una contagiosa vitalidad.
Aun así, como todo Tourneur que se precie, la película no renuncia a mostrar las oscuridades del alma, que poco a poco van adueñándose de la apacible rememoración, a la vez que las tinieblas se enseñorean de este film inicialmente solar. Respetando la perspectiva infantil de su narrador, comienza todo a enturbiarse con la representación del mago (sus inocentes trucos son percibidos por John como algo ominoso); luego, llega la enfermedad de John y la epidemia de tifus; sigue la crisis de conciencia del pastor Gray, servida por una admirable iluminación tenebrosa de Charles Schoenbaum; y se alcanza la cima con el intento de linchamiento del negro tío Famous por unos encapuchados émulos del Ku-Klux-Klan. Todos estos momentos son servidos por Tourneur con su sutileza habitual: ningún director más que él podría haber rendido cuenta de cómo los afanes de venganza de los encapuchados se tambalean con un simple cerrar de párpados (la única parte visible de sus rostros), una inclinación de una cabeza cubierta, una respiración bajo un sayón. Hay que verlo para creerlo.
Pero la secuencia más memorable del film, también una de las más bellas de todo el cine de su autor, es aquélla en la que, constante tourneuriana, lo sobrenatural parece hacer acto de presencia, si bien en este film, conforme a su carácter vitalista, estamos muy lejos de una intromisión demoníaca. Pues cuatro años antes de que Dreyer rodara “Ordet”, Tourneur ya había filmado un milagro: el pastor Gray reza ante el lecho de la agonizante Faith, la maestra, desahuciada por el médico, y ésta recupera el conocimiento y sana. Bastante vulgar dicho en palabras; sumamente refinado expresado en imágenes por Tourneur. Secuencias antes, habíamos asistido a la confortación final de una moribunda, cuyo catre se separaba del resto de la casa por dos lienzos blancos, colgados desde el techo, a ambos lados de plano; casi como una mortaja. Pues bien, en la habitación de Faith destacan en el cuadro, realzados por su blancura en medio de la negritud de la noche, los visillos de la ventana, a la izquierda, y su camisón, colgado al pie de la cama, a la derecha. Plano general: una tenue brisa, apenas perceptible, mueve el camisón; luego, algo más fuerte, agita la prenda y los visillos. Plano medio: el lecho de Faith se ilumina misteriosamente. Primer plano: Faith, cuyo rostro despide una luz lechosa, revive. Primer plano: Faith sonríe a Gray. Puede que todo sea una coincidencia, pero el cineasta filma estos cuatro planos, puntuados por otros del pastor rezando, como si registraran un auténtico milagro (como un milagro, de otro signo, será el desmantelamiento de la partida de linchamiento mediante una sutil estratagema). Sin embargo, aún dotan de mayor fuerza emocional, absolutamente fuera de lo común, a esta inusitada y modesta resurrección los dos planos que la preceden (la llegada de Gray a la casa y su entrada en la habitación) y el que la sigue (su salida), ya que, haciendo gala de un prodigioso mínimo montaje, en un momento en que los sentimientos son de tal intensidad que las palabras sobran, son planos que dejan que los personajes expresen su dolor y su desesperación, su sorpresa y su alegría, simplemente con leves gestos y miradas. Es el arte de Tourneur: con muy poco lo dice todo.
La aventura.
Tourneur comenzó su periplo por el cine aventurero canónico en 1950, ofreciendo una aportación de cuatro títulos que constituye una de las cumbres del género, en conjunto sólo superada por el sexteto que dirigió Schoedsack, con o sin Cooper, de 1925 a 1933, de “Hierba” a “King Kong”. No obstante, “Nick Carter” (1940) y “Phantom raiders” (1940), ya habían supuesto una primera aproximación del francés a la aventura, en este caso, al subgénero del serial, el de los espías y el de los temibles delincuentes enmascarados. Se trata de los primeros largometrajes planeados como tales por Jacques en los Estados Unidos (“They all come out” tuvo una génesis muy peculiar, pues fue concebida inicialmente como un corto al que se añadieron a posteriori diversas escenas), por lo que quizás acusan demasiada humildad y sometimiento a los dictámenes del estudio; máxime, cuando se trataba de los primeros jalones del serial que la Metro dedicaba al popular detective Nick Carter. Por ello, es arduo buscar en ellas alardes formales o constantes del universo tourneuriano, como sí era posible, ¡y cómo!, en “El romance del radio”. Son dos películas muy solventes y muy bien rodadas, aunque inevitablemente limitadas por sus presupuestos artísticos. Ahora bien, en particular, “Phantom raiders” consigue erigirse en una buena película (lo que, desde luego, ya es mucho), a base de agilidad narrativa, de detalles certeros (la polaridad del criminal Taurez que, tras haber hecho explotar un barco, acaricia a su periquito), de atmósfera (las sombras que delatan a los asesinos) y de potencia visual (la extraordinaria secuencia del asesinato de Morris, que cuenta con un magnífico juego con el fuera de campo). No anuncia la pasmosa andadura de su director ni posteriores profundidades, pero se ve con sumo agrado; y no deja de ser netamente superior a la mayoría de las películas pertenecientes a este limitado subgénero, de ésa y de cualquier época, incluidos los precursores títulos de Feuillade y Lang (nos referimos a “Las arañas”, no a “El doctor Mabuse”, que no es un film serial, sino uno único desgajado en dos por razones de duración) y, por supuesto, incluidos los múltiples “Indiana Jones” de Spielberg.
Por su tono más jovial y distendido que el de las precedentes películas de los cuarenta, “Stars in my crown” supuso un anuncio de las inmediatas incursiones de Tourneur en el género aventurero; y de hecho, sin su existencia previa no se comprende cabalmente cómo sus siguientes películas desprenden tanta vitalidad. Su mejor cine hasta entonces había sido fundamentalmente nocturno, melancólico; sus filmes aventureros son solares, exultantes…; eso sí, hasta cierto punto. Desde luego, ninguno más que el primero de ellos: “El halcón y la flecha” (1950). En principio, este proyecto de capa y espada se apunta a la aparatosidad americana más recalcitrante: cierta pomposidad en la glosa a la revolución contra la opresión; cientos de extras pululando por los decorados; la música de Max Steiner… También hace gala de esa desdeñosa indiferencia a realidades ajenas de tantos productos de Hollywood: castillos medievales con fachadas renacentistas; nobles con incorregible acento yanqui; osos tibetanos, osos negros americanos y zopilotes del Nuevo Mundo en la Lombardía del siglo XII… Ni siquiera escatima los consabidos tópicos del género: docenas de torpes soldados enemigos, incapaces de atacar con éxito a los dos protagonistas; saltos finales de júbilo como en un parvulario… Y todavía añade algunas perlas exclusivas: a la princesa Anne de Hesse la secuestran, pero en su cautiverio se cambia de modelito un par de veces (a destacar, una escotada camiseta y unos shorts escandalosamente anacrónicos para una damisela medieval); para escabullirse desapercibida, a Anne no se le ocurre más que embutirse en una capa de seda de un escarlata subido; los plebeyos revolucionarios son capaces de hacerse con una retahíla de lujosos disfraces en apenas una hora… Si al hablar de cine se menciona con frecuencia la teoría de la suspensión de la incredulidad, con “El halcón y la flecha” no es que haya que suspenderla: hay que eliminarla. Cualquier director de pro (salvo Dwan o Walsh, o Borzage en sus horas más bajas), desde luego cualquier director de pro europeo, habría huido de semejante proyecto como de la peste. Pero no Tourneur. Aún más, el francés se entregó con indudable ahínco a la empresa, haciendo caso omiso de sus debilidades y acentuando, por contra, la irrealidad de la propuesta. De ahí, por ejemplo, la delatadora capa escarlata: no interesa en cuanto atuendo verosímil, sino en cuanto que denota la llama amorosa que devora a Anne. De ahí, que Dardo y Piccolo, como al final los saltimbanquis, siempre salgan vencedores frente a tanto soldado zopenco: no es la credibilidad de los combates lo que cuenta, sino la coreografía de las cabriolas de los dos amigos, o finalmente, las armas improvisadas de los artistas del circo. Por ello, Tourneur, sabedor de que de otra forma esta fábula infantil con veleidades de mensaje sería difícil de digerir, acentúa los aspectos festivos y de representación de la misma (los bailes en la corte, el espectáculo circense, el idílico refugio y las estratagemas de los rebeldes…), proponiendo una refinada recuperación del primitivo cine de atracciones: el de los trucos de magia, el ballet, y finalmente, en una apoteosis dada por una inusitada alianza de héroes y artistas (que, por cierto, le debe mucho a un estupendo film injustamente olvidado, “La furia del oro negro” (1939), de Rouben Mamoulian), el circo. La cámara, así, no sólo se columpia con los números, combates o no, de Dardo y Piccolo (Burt Lancaster y Nick Cravat, ambos sin doblar), o con sus portentosas acrobacias en los decorados (a los que, como siempre, el cineasta saca una partida pasmosa), a veces acompañando a los héroes, otras independizándose de ellos, sino que también danza en numerosos momentos en que los personajes, por ejemplo, simplemente cruzan una estancia (como en las cocinas, como en el estupendo plano secuencia de Dardo con la pelirroja). Tourneur, pues, anula la inverosimilitud a fuerza de irrealidad, a la vez que aúna aventura con movimiento; ofrece, por tanto, un musical sin música cantable. Algo casi único en el género; casi, ya que, a decir verdad, existía el glorioso precedente, hoy en día también olvidado, de “El caballero del amor” (1926), responsabilidad de otro grande, el hombre que hacía música con las imágenes: King Vidor.
Esta capacidad camaleónica de Tourneur de mimetizarse con (casi) cualquier propuesta, con (casi) cualquier género que se le asignara, puede hacer reincidir a algunos cegatos en la valoración del director como simple artesano. Pero, aparte de su prodigiosa planificación, tan concisa como musical, muy tourneuriana, “El halcón y la flecha” vuelve a demostrar que el cineasta francés se las pintaba solo para contagiar cualquier film de la complejidad y densidad características de él; ciertamente, auxiliado por el guión de partida de Waldo Salt, que no es tan simple como aparenta (por ejemplo, abunda en turbiedades sexuales inhabituales en el cine de capa y espada de esa época: las relaciones de Dardo con Francesca, su ex mujer, y de ésta con Ulrich, el Halcón; los coqueteos de Anne; la fijación de Piccolo por Dardo…). Pero “El halcón y la flecha” también resalta la tremenda capacidad de Tourneur para llevar cualquier propuesta a su propio y sombrío terreno, vía puesta en escena. Así, el beso “en negro”, con los rostros en sombra, de Dardo y Anne, en un momento de duda irresoluble para el hombre, procede directamente de “Retorno al pasado”, mientras que el combate final de Dardo con el marqués de Granazia se resuelve de forma análoga a la escena de la piscina de “La mujer pantera”: el marqués, como Alice, queda en el centro, iluminado, desconcertado y sin asidero, girando sin saber a ciencia cierta de dónde procede la amenaza; Dardo, como Irena-pantera, lo rodea y lo acosa desde las tinieblas; y la consiguiente muerte del marqués se escamotea al espectador, pues acontece en la zona tenebrosa. Este combate elíptico sirve a su vez para proporcionar otra elipsis mayor, ya que, entre tanto, Francesca ha sido apuñalada por Ulrich, el Halcón. Igual que del marqués sólo se veía el busto y la espada que lo había matado, de Francesca sólo apreciamos su rostro inerte y el puñal clavado en la espalda, en un precioso plano que desprende una poesía elegíaca y esquiva.
Tanto debió de gustarle al cineasta, en verdad, la experiencia, que encadenó de una tacada nada menos que tres películas de aventuras más, llenas de vitalidad y en color (del que el director ya se había convertido en un maestro precisamente con “El halcón y la flecha”). Ahora bien, las connotaciones sexuales pasarán a primer término en los dos siguientes Tourneur, los cuales bien podrían formar un díptico por sus comunes productora (Fox), guionista (Philip Dunne), sus fotografías en color iluminadas como si fueran en blanco y negro (ambas responsabilidad de Harry Jackson), sus temáticas similares (en el sentido de que en ambas el deseo sexual es el motor de la trama), y por proponer una mirada inusitadamente adulta en el género aventurero: son, claro está, la muy conocida y apreciada “La mujer pirata” (1951) y la apenas difundida ni recordada “Martín el gaucho” (1952). Cierto, que el tono es muy distinto entre una y otra: “La mujer pirata” es exultante, briosa y apasionada, y aún más raro en su autor, abigarrada por sus encuadres y colorido, mientras “Martín el gaucho”, más introspectiva y contenida, más medida en su uso del color y rayana en la abstracción, encaja mejor, pese a ser un proyecto heredado de Henry King, en el universo del cineasta francés.
“La mujer pirata” es la primera de un puñado de películas de los años cincuenta que propone cierta inversión de roles sexuales, otorgando el protagonismo de un film de acción a una o más mujeres. Hoy en día, la más famosa es, mítica obliga, “Johnny Guitar” (1954), de Nicholas Ray, aunque también Allan Dwan se le adelantara al director tuerto con la desopilante “Woman they almost lynched” (también, como “Johnny Guitar”, una producción Republic). Si bien, que sepamos, no se ha señalado, es innegable que el film de Ray acusó numerosas influencias del de Tourneur, no sólo temáticas (duelos, a espada o a pistola; una mujer fuerte y aguerrida emparejada con un hombre de apariencia débil), sino también en cuestiones de tratamiento del color (esos amarillos y rojos…) y uso del vestuario (los sucesivos cambios de las protagonistas denotan su asunción de un comportamiento más masculino o más femenino). Digamos ya que “La mujer pirata” queda algo lastrada por su tendencia al horror vacui y por la concepción del final, el cual, con La Rochelle retransmitiendo al espectador las intenciones de Anne Providence, es lo más evidente jamás rodado por su director. Ahora bien, estas pequeñas taras no llegan a anular los muchos hallazgos, y en esta película de brío arrojado y romántico es imperativo resaltar algunos momentos o detalles de singular delicadeza. Por ejemplo, tras la jovial pelea de Barbanegra con Anne, dada en planos generales, a lo sumo americanos, cuando la joven averigua que La Rochelle ha escurrido el bulto durante el duelo, Tourneur acusa su decepción en un plano medio corto, con diferencia el más cerrado de la secuencia: no sólo denota, evidentemente, la implicación emocional de Anne con La Rochelle, sino que sugiere que el duelo previo había sido para la pirata, en realidad, una forma de darse importancia de cara a su amor, que no enamorado. Más tarde, momento crucial en la feminización de la bucanera, Anne se prueba a hurtadillas, por primera vez en su vida, un vestido femenino, de vivo color amarillo; sorprendida por La Rochelle (que, en realidad, ha guardado dicho vestido para su esposa), sigue una escena de galanteo y el hombre le quita a la mujer su rojo pañuelo de bucanero, que Anne aún llevaba anudado a la cabeza: el pirata se transforma en mujer. La escena, por cierto, se corona con un beso muy tourneuriano, que se inicia como una exhibición de pavo real de La Rochelle, el cual toma aire y se aproxima a Anne para mostrarle cómo se corteja a una dama (similarmente al beso de Dana Andrews a Susan Hayward en “Tierra generosa”), pero que, en realidad, es un beso falso, que sirve para acallar suspicacias (como el beso en negro de “Retorno al pasado”, o en otro sentido, los de “La mujer pantera” y “El halcón y la flecha”). Finalmente, nuevo ejemplo de modestia tourneuriana, la evolución de la progresiva confusión existencial y degradación de Anne viene dada con sutileza (o no tanto, ya que el color la realza enormemente) por los distintos pañuelos que Anne se anuda a la cabeza: lisos, al principio; a franjas amarillas y rojas, cuando la mujer ya se ve devorada por los celos; variegado el último, cuando la escisión interna de la bucanera ya se he hecho irreversible.
“Martín el gaucho” retoma de “La mujer pirata” una intriga aventurera marcada por los celos y el deseo de venganza. Si en el film de piratas Anne se prendaba de La Rochelle, quien estaba casado, en la película argentina de Tourneur el gaucho Martín atrae tanto a la dulce Teresa como al despechado mayor Salinas. La gran diferencia es que el cineasta muestra el deseo de manera más distante, y no tanto a base de manchas de color como de elaboración geométrica. Si la tendencia del militar, ofendido por la altanería de Martín (todo amabilidad, lo toma como sirviente, pero Martín no encuentra mejor manera de rechazar su ambigua amistad que echándole encima el caldo ardiendo), es la de postrarlo en el suelo, reducirlo a la horizontal (lo desmonta del caballo, lo hace atar al suelo formando un aspa), el enamoramiento de Teresa, tras ser rescatada por el gaucho, se hace evidente, sin necesidad de palabras, cuando lo contempla oteando el horizonte como una línea vertical, efecto realzado porque Martín está encaramado a la grupa de su caballo, y subrayado porque el anterior plano muestra a Teresa tumbada sobre la hierba. Evidentemente, en primera instancia, el juego con la verticalidad y la horizontalidad remite a la oposición entre libertad (en la pampa) y sumisión (en el fuerte): para Teresa, Martín es la encarnación del gaucho, hombre libre por antonomasia; para el mayor Salinas, es un soldado al que debe adiestrar y domeñar. Pero la riqueza del juego geométrico (y tangencialmente, de tantos títulos clásicos en general, y de Tourneur en particular) estriba en su doble lectura, pues también opone masculinidad frente a feminidad; y así, Salinas, cuya atracción homosexual por Martín es indudable, querría hacerlo más femenino, subyugarlo. Esta lectura se ve refrendada por la escena nocturna, de gran belleza, en que Teresa, acostada, vuelve a vislumbrar a Martín, erguido, esta vez observándola a ella; en el contraplano, la sombra del gaucho se desplaza sobre el rostro de la mujer; luego, donde estaba Martín, en una hermosa desaparición en off, queda el vacío: por tanto, nueva visión del hombre en vertical que consolida un deseo; sombra proyectada sobre Teresa que delata que, aunque silenciado, es recíproco; vacío en la noche que todavía lo rinde más acuciante.
“Martín el gaucho” también se diferencia de “La mujer pirata” en que el ímpetu romántico viene sustituido por una mirada más distante, casi impertérrita en ocasiones (por ello, aunque Tourneur hubiera preferido para su Teresa a la apasionada Jean Peters, su mujer pirata, pensamos que la presencia más moderada y siempre irreprochable de Gene Tierney se ajustaba mejor al tono del film). Como prueba, los momentos de violencia más espectaculares, o vienen dados tan rápidamente que apenas se sabe lo que ha pasado (por ejemplo, nada más empezar la película, la muerte del gaucho por Martín, homicidio que desata ¡el conflicto de todo el film!), o bien, se muestran en planos muy generales, donde la acción queda diluida en medio del árido paisaje argentino y sin movimientos que proporcionen una acusada profundidad de campo (así, el combate de los soldados con los indios, o el rescate de Teresa por Martín). Un plano resulta ejemplar de esta radical opción del director, a la vez que anuncia los contemplativos westerns por venir (aunque no se deba considerar “Martín el gaucho” como una especie de western argentino: los paisajes y la ambientación hispana pueden hacer que lo parezca, pero sus resortes y convenciones son los de la aventura): se trata de un plano muy general, fijo, donde los soldados cabalgan tras los indios que huyen y donde resalta en un término más próximo un caballo sin jinete, inmóvil, indolente, que incluso vuelve la mirada hacia los perseguidores. En concreto, la utilización del paisaje en este film resulta de una audacia extrema, más allá de la oposición entre los frondosos entornos de las haciendas y las iglesias, por un lado, y por otro, el devastado campo abierto por donde vaga el fugitivo Martín; y todavía más allá del magistral crescendo de la fuga a través de las montañas. Pues resulta que, mientras las películas de la época más destacadas a este respecto dotaban al paisaje de connotaciones dramáticas, o lo utilizaban como proyección de los estados de ánimo de los personajes (ejemplarmente, en “Retorno al pasado”, dentro de la obra de Tourneur; o fuera de ella, por no salir de 1952, en la gloriosa “Horizontes lejanos”, de Anthony Mann), en “Martín el gaucho” el paisaje es más bien un espacio por donde deambulan, cual signos, los personajes, y las más de las veces, ni explica, ni proyecta, ni dramatiza nada: si acaso, determina. Esto, aparte de hacer la película muy tourneuriana, al sugerir que los hombres son impulsados no por su propia voluntad, sino por fuerzas ajenas e incontrolables, le da una cualidad extrañamente abstracta y moderna (se podría pensar en las escasas manchas de color en un cuadro de Mondrian), a la vez que prefigura cierta modernidad cinematográfica (cuyo icono más reconocido sería Antonioni, pero que en realidad ya se iniciaría en 1958, con “Hombre del Oeste”, debida, de nuevo, a Anthony Mann). Una abstracción en la que Tourneur aún redundaría en otras secuencias: en esos nocturnos (en la cárcel, en la habitación de Teresa), donde, salvo las ventanas por las que se asoma Martín, toda referencia espacial parece abolida; en la catedral, donde Teresa percibe el claustro como un auténtico laberinto de naves, siempre perpendiculares a su mirada y enfiladas hacia el infinito… Aunque rara vez estimado en lo que vale y pese a su abrupto final (según testimonio del director, manipulado por Zanuck), no hay duda: “Martín el gaucho” es, junto a “El halcón y la flecha”, el mejor film aventurero de Tourneur.
Al año siguiente, el director volvió a la RKO para rodar “Cita en Honduras” (1953); y si permaneció en territorio aventurero, por contra, dejó de contar con los holgados presupuestos que le habían proporcionado previamente Warner y Fox: baste con pensar en las multitudes de extras que correteaban por “El halcón y la flecha” y “La mujer pirata”, por un lado, y por otro, en el puñado de personajes de “Cita en Honduras”, en gran parte del metraje reducido a los siete fugitivos; o considerar que “Martín el gaucho” se rodó en parajes naturales, en Argentina, y el film actual en estudio, cuando no… en el jardín botánico de Los Ángeles. No cabía esperar otra cosa de una producción de Benedict Bogeaus, que pronto se volvería inseparable de Allan Dwan… “Cita en Honduras” supone, en consecuencia, el comienzo del declive industrial, que no artístico, del cineasta, pues la película, aun a pesar de un proceso de color poco afortunado (suponiendo que las copias actuales sean fidedignas), es magnífica y una nueva muestra de la gran elegancia de la planificación de Tourneur, aparte de probar, una vez más, su capacidad camaleónica. En efecto, si los grandes espacios abiertos de la pampa en “Martín el gaucho” permitían a los personajes respirar en libertad, y a Tourneur usar numerosos planos generales, la abigarrada selva de estudio de “Cita en Honduras” los atrapa y asfixia, mientras el director hace uso de planos más cerrados. Curiosamente, en ambos casos se tiene la misma sensación de empequeñecimiento de las personas, como si fueran poco más que insectos deambulando por la naturaleza; y en ambos casos se da una acusada tendencia a la abstracción: si en “Martín el gaucho” los personajes se convertían en líneas que cruzaban los espacios, en “Cita en Honduras” a veces aparecen compartimentados por la vegetación, y otras (como en el soberbio enfrentamiento bajo la lluvia entre fugitivos y militares) se constituyen en presencias que surgen sorpresivamente, tras la mancha de un matorral, tras la cortina de la lluvia… Aparte, “Cita en Honduras”, pese a su cándida insistencia en los ataques de toda una retahíla de animales dispuestos a zamparse a los humanos (mosquitos, hormigas, pumas, cocodrilos, boas, pirañas ¡y hasta un vampiro!: qué mala fama para los pobres animalitos), ahonda en el proceso de maduración del cine de aventuras emprendido por las películas de Tourneur. Es más, el film prescinde de toda propensión melodramática, que sí tenían, más o menos diluida, los anteriores títulos de aventuras de su autor, y se constituye en heredero del cine sórdido que habían puesto en práctica Stroheim y Browning en el período silente, y que en Hollywood sólo había sobrevivido disfrazado bajo la apariencia de cine negro y ocasionalmente de western: se incide en los peores instintos de los personajes (codicia, cobardía, traición, deseo…), y ni siquiera el idealismo del capitán Corbett lo redime de sus maquiavélicos métodos (para recalar en Honduras en defensa de la revolución libera a una cohorte de presos y secuestra a un matrimonio). Destaquemos sólo dos momentos de crudeza singular. Primero: los militares disparan al fugitivo que había abandonado a los otros y, en vez de recogerlo, lo dejan a la deriva en la barca, encaminado a una muerte segura, y probablemente lenta. Segundo: tras el ataque del puma, Harry Shepard huye corriendo sin reparar en su esposa, Sylvia; cuando vuelve a resurgir de la frondosa vegetación, Sylvia se abraza a Corbett y lo besa (otro beso tourneuriano de exhibición), no sólo dando rienda suelta así a un deseo reprimido hasta entonces, sino sobre todo demostrando el desprecio que siente hacia su marido.
El western.
Tras el bache que experimentó su producción de 1944, Tourneur fue contratado por la Universal para rodar “Tierra generosa”. Aunque algunas de sus figuras de estilo siguen estando presentes (su gusto por las sombras, como las proyectadas en la pared, durante el asalto nocturno y en la taberna; sus apariciones misteriosas, como la de los indios en la celebración de la boda) y las muertes más relevantes en el film vienen dadas por elipsis (no así los pormenorizados ataques de los indios a los colonos), lo cierto es que este film de género quizás resulta el más canónico de todos cuanto rodó el director. Sin embargo, esto no significa que se deba desestimar “Tierra generosa”; al contrario, se trata de un western estupendo, lleno de vitalidad y de inventiva, elegantemente rodado, y de un estilo mucho más libre y personal que el de los dos Tourneur precedentes. Y sobre todo, este casi familiar film supuso para el cineasta francés el descubrimiento del paisaje. Hasta entonces, prácticamente todos los exteriores de sus filmes para la RKO se habían reconstruido en estudio, pero “Tierra generosa” se rodó mayoritariamente en parajes naturales. Tourneur, como tomando una bocanada de aire fresco tras respirar los enrarecidos sets de sus filmes anteriores, reaccionó con entusiasmo indubitable ante los espacios abiertos, dejándose deslumbrar por su belleza y logrando transmitirla, aunque sin alcanzar todavía las cotas simbólicas de películas posteriores, como, ejemplarmente, “Retorno al pasado” o “Wichita”.
Tanto disfrutó, de hecho, Tourneur con la experiencia, que se convertiría en el único director europeo importante asiduo en el western, aunque para retomar el género aguardara casi una década. “Stranger on horseback” llegó en 1954, justo después de su antológico ciclo aventurero, y de hecho, acusa la influencia de “Martín el gaucho”, como también la de “Stars in my crown”, pues a la placidez contemplativa de la primera aúna el costumbrismo de su anterior film con Joel McCrea. Todo ello redunda en una inusual desdramatización en el género, mayor todavía que la que Ford imprimió a esos tres de sus mejores westerns que son “Pasión de los fuertes”, “Río Grande” y “Caravana de paz”; no sólo porque Tourneur rehúya toda veleidad melodramática según su costumbre (salvo “El halcón y la flecha” y “La mujer pirata”), sino también porque pasa junto a las convenciones del lejano oeste sin darles demasiada importancia, diluyéndolas con humor (véanse el ubicuo personaje de John Carradine, contemplado con simpatía pese a que juega a dos bandas, o el matón que acaba con el rostro embarrado, imagen recuperada de “Stars in my crown”), cuando no potenciando otros elementos más cotidianos. Sólo a Tourneur se le habría ocurrido, en la crucial conversación (por la información de la que provee) que tiene lugar en la oficina del sheriff, dar relevancia, sin intención simbólica, a un perezoso gato canelo que deambula por la mesa; o en el ataque a la cárcel, mostrar previamente al minino durmiendo, que, asustado por el asalto, salta atemorizado. Sólo a él se le ocurriría filmar una secuencia de amor, mientras el hombre come indolentemente una manzana. Y sólo a él se le ocurriría llenar la banda sonora de ruidos cotidianos: en vez de música omnipresente o el ruido de los disparos, o los gritos de los peleones, el director prefiere deleitarnos casi siempre con el ruido de una suave brisa; y otras veces, en las secuencias de la armería, con el quiquiriquí de los gallos; o en las de la hacienda de Bannerman, con los piídos de los pájaros. Rara vez, a no ser con Ford, se ha tenido la sensación de que los pueblos del lejano oeste eran ante todo eso: pueblos.
Resultaba norma que Tourneur diera lo mejor de sí mismo cada vez que comenzaba a explorar un género: los filmes con Lewton, en el caso del fantástico; “Retorno al pasado”, en el del cine negro; “Stars in my crown”, en el film americana; en el de las aventuras canónicas, “El halcón y la flecha” y “Martín el gaucho”. Sólo una película fantástica es una excepción, “La noche del demonio”, y relativamente el film noir “Al caer la noche”. Y solamente el género del western se sale de la regla, ya que, si “Stranger on horseback” y especialmente “Tierra generosa” son dos buenas películas, las magistrales son las siguientes: “Wichita” (1955) y “Una pistola al amanecer” (1956). No sólo eso, sino que las dos últimas serían, si no existieran las imbatibles “La mujer pantera” y “Retorno al pasado”, la culminación de todo el arte de Tourneur; y desde luego, aunque nunca se les haya reconocido, son, cada una a su manera, su quintaesencia, su más puro destilado: “Wichita”, de esa tendencia del autor a la desdramatización, de esa engañosa apariencia de facilidad; “Una pistola al amanecer”, de su capacidad para sumir al espectador en la ambigüedad más insondable.
Para comprender cómo Tourneur elabora en “Wichita” materiales a priori muy dramáticos (nada menos que vaqueros pendencieros, tiroteos, la imposición de la ley, el mismísimo Wyatt Earp) y los amortigua hasta casi dotarlos de una pátina cotidiana, basta con atender a la utilización del sonido, tanto por lo que muestra como por lo que no. Ejemplo de lo primero: cuando cesa el salvaje tiroteo nocturno (y de paso, la música), el canto de los grillos se adueña de la banda sonora. De lo segundo: en el frustrado atraco al banco, hay amenazas, golpes y un tiroteo, pero ninguna de las dos mujeres presentes grita. O bien, considerar la dirección de actores, todos ellos trabajados en el tono menor, con muy escasos planos cerrados y desdeñándose las matizaciones psicológicas; efecto de difuminado al que contribuye enormemente la elección de una pareja protagonista como Vera Miles y Joel McCrea, extraordinarios actores de mímica tan natural como refrenada. Como si los personajes fueran reales habitantes de Wichita y tuvieran pudor por mostrar su alma a ese desconocido que es la cámara. Es más, en particular, los héroes del film resultan un enigma, igual que las personas en la vida real: pero, ¿cómo es Wyatt Earp, aparte de recto?, ¿cómo, Laurie, además de dulce? También, para comprender la dramaturgia suavizada de “Wichita” bastaría con atender a la placidez de la utilización del paisaje, tan estilizada y moderna como la de “Martín el gaucho”: véase el arbolillo en brote tras Laurie y Earp en su picnic; o mejor, el tortuoso árbol de ramas desnudas que parece adueñarse del plano general en que el pérfido Doc conspira con dos vaqueros, en un plano secuencia cuyo aire inesperadamente bucólico se acentúa aún más por los dos caballos que descansan plácidamente al fondo.
Pero que el arte de Tourneur sea discreto no significa, como algunos críticos le reprocharon con excesiva ligereza, que sea indiferente; y así, la contraposición entre los árboles de los ejemplos anteriores, con y sin hojas, en la misma estación del año, no sólo muestra una voluntad expresiva, sino una certera capacidad discursiva: fuera de los límites de Wichita los árboles están yermos, el terreno es un páramo, y los jinetes, de hecho, se mueven por el paisaje como por una inmensidad ilimitada e inhóspita; dentro de la ciudad, hay prados y árboles verdes, por tanto, un espacio habitable para los ciudadanos. Es decir, fuera, el salvajismo; dentro, la civilización. Éste es, de hecho, el conflicto principal de “Wichita”: la imposición de la ley y el orden. Tourneur lo muestra con una sutileza visual que parecería patrimonio exclusivo de los mejores directores surgidos en el cine mudo. Así, el film comienza en los espacios abiertos de esa pradera que parece un páramo, donde los montaraces vaqueros conducen al ganado; éstos acampan junto a unos arbolillos secos y, tras un prolongado y distendido plano que corrobora la armonía preponderante hasta entonces, de repente, alguien percibe un detalle discordante: en el contraplano, encima de una colina, como una mota en el horizonte, como una amenaza, está Wyatt Earp. Aquí está ya la dicotomía del film: libertad omnipresente (“Everything goes in Wichita” / “Todo vale en Wichita” es el lema de la ciudad) frente a una ley que se asoma para imponerse; una libertad, debemos matizar, entendida en el sentido más rematadamente capitalista, el que permite llevar armas y disparar a discreción, y el que antepone la noción de progreso (económico, claro está, y de unos pocos) a la de justicia social. Y la ley, véase Wyatt Earp, cuando de los infractores se trata, siempre aparece sigilosa, repentinamente, nunca se la ve llegar (a la manera del ama de llaves de “Rebeca”), como si fuera la voz de la conciencia (social, claro, pues los libertarios y los capitalistas carecen de ella): un contraplano, una panorámica, el sonido de un disparo, de una puerta que se cierra, lo muestran siempre ahí, aguardando, reconviniendo con su presencia a los alegres infractores o a los corruptos terratenientes.
La aparente facilidad de “Wichita” se comprende mejor al tener en cuenta que es la primera película de Tourneur en CinemaScope. El formato panorámico, unido a la constante profundidad de campo, posibilitó aún más no sólo esa tendencia tourneuriana a rodar en muy pocas tomas, sino también esa otra a utilizar muy pocos planos cerrados (con excelente criterio, debemos añadir, ya que los primeros planos en CinemaScope tendían a ensanchar los rostros). Prueba de ambas cosas: nadie ha mostrado el nacimiento y desarrollo de un idilio como hace Tourneur con el de Laurie McCoy y Wyatt Earp en su western cumbre…, ni siquiera el mismo director en el muy comprimido de “Stars in my crown” (limitado a un cruce de miradas en plano y contraplano, y a un plano americano en que la pareja enlaza las manos a sus espaldas). Laurie y Wyatt se conocen, se miran, se saludan en medio de un mítin en Wichita, compartiendo planos, largos o enteros, con otros asistentes: lo personal se desarrolla sumido en lo colectivo, y por tanto, se rehúye el artificio de aislar a los personajes en planos individuales. El noviazgo continúa en este tono (el atraco al banco, el paseo por la calle, la cena en casa de los McCoy) hasta la bella secuencia del picnic campestre de la pareja, resuelta en sólo cuatro planos magistrales. Y finalmente, la culminación del acercamiento tiene lugar tras la muerte de la madre de Laurie en un magnífico plano de casi dos minutos de duración. ¡Todo el proceso sin un solo primer plano! Resaltemos asimismo aquel plano previo, prodigioso por conjugar no solamente lo privado con lo colectivo, sino también la aspiración al orden con la amenaza del desorden; por mostrar, por tanto, el corazón del discurso de la película: Wyatt acompaña por la calle a Laurie, ataviada con un vestido rosa y un gorrito de flores discretamente rojas, la cámara precediéndolos en travelling; salen de plano, la cámara para; surge entonces del saloon un batiburrillo de vaqueros y golfas vestidas de colores chillones, disputándose en alegre algarabía un fajo de billetes.
La rara fascinación que emana de “Wichita” se explica porque cuenta con cantidad de planos de este tipo, muchos de menor evidencia, pero de igual elegancia, donde varias acciones en contrapunto se conjugan minuciosamente pautadas en distintos términos o zonas de cuadro (figura que sólo utilizó con el mismo acierto y rigor Mizoguchi en algunos de sus filmes); donde los focos de atención cambian con el movimiento de los actores, haciendo que en un mismo plano la relevancia cambie continuamente de un personaje a otro; donde siempre la imagen aporta informaciones independientes del diálogo, acentuándose la tendencia tourneuriana a hacer que los personajes realicen alguna acción mientras conversan, o mientras hablan otros. Todo ello conjugado crea una apariencia de sencillez artística a la par que de plenitud de la mirada. Un bonito ejemplo: en el hotel, durante el tiroteo, Earp está en primer término; la mujer, al fondo, a la izquierda, baja con su hijo muerto en brazos; a la derecha, en término medio, una lámpara se bambolea. Este plano pertenece a un momento de alta temperatura dramática, si bien templada por el método de Tourneur (nada de un plano reservado para la madre, ni de otro de repercusión sobre Wyatt; nada de llantos de dolor, ni de miradas fulminantes), pero lo mismo podríamos haber mencionado docenas de ejemplos que registran instantes más cotidianos. Baste mencionar la escena del funeral y la de la boda, solventadas ambas por Tourneur (salvo un contraplano de McCoy y el periodista en el segundo caso) en sendos planos generales, y secuencia. Este estilo diáfano y sencillo (en apariencia, pues muchos planos son de complejidad inusitada) coadyuva a la sensación de que la cámara de Tourneur estuviera filmando el auténtico Wichita y a sus auténticos habitantes, que pasean, deambulan, peroran, se pelean por sus calles; como si Tourneur, aventajado discípulo de Méliès, se hubiera pasado al bando de los Lumière. Por ello, “Wichita” es el film más perfecto de su autor, pero también el más refractario y minusvalorado, pues sus abundantes riquezas no sólo se despliegan sin aparente esfuerzo, sino que lo hacen tan perfectamente que corren el riesgo de pasar desapercibidas. No hay duda: “Wichita” es una de las obras maestras de Tourneur, de todo el western y, por ende, del cine.
El último western concebido para la gran pantalla por Tourneur, “Una pistola al amanecer”, es el que más se desmarca de la travesía del director por el oeste; y sin embargo, quizá acabe siendo el que mejor se integra en el conjunto de su obra. Esta paradoja se explica porque, en primer lugar, en éste, su segundo film panorámico (en concreto, en Superscope), la placidez que suponía la característica más personal de sus otras aportaciones al género cede el paso a una recia dramatización, más acorde con el conjunto del western. Y en segundo lugar, porque, sin embargo, poco a poco el film se va despojando de la anécdota genérica para concentrarse en la historia personal, y porque, al hacerlo, acomete una escalada de ambigüedad sólo equiparable a la efectuada en “Retorno al pasado”; y aunque proponga un denso tejido melodramático, al fin y al cabo, éste ya asomaba en “El halcón y la flecha” y se hacía dominante en “La mujer pirata”. En este sentido, es revelador el uso del color, seguramente el más fino y complejo de toda la obra del cineasta, el cual, con la excusa de las vestimentas de las dos heroínas, reserva los tonos vivos para Boston y los colores pastel para Anne. La única excepción es el vestido negro de Anne combinado con un pañuelo rojo, tras haber presenciado cómo Owen Pentecost mata a un minero en defensa propia (luto, claro) y haber mentido, por amor, para defender al hombre (y de ahí el rojo sangrante del pañuelo). Mucho más compleja resulta la asociación de los colores con Boston, muy variada en función de sus estados de ánimo; es más, su impulso, su sosiego, su sufrimiento amoroso, como sucedía con la Anne Providence de “La mujer pirata”, pero de manera superior, contagian los planos donde aparece la mujer a base de manchas de color.
No sólo del color; “Una pistola al amanecer”, como uno de los mejores Tourneur que es, brinda una lección de las múltiples facetas que componen el arte cinematográfico: del paisaje (basta con ver el inicio, con Owen asediado por los indios en un roquedal); de la composición (como el extraordinario momento de la muerte del cura, dado en un plano general que aprovecha sabiamente el formato panorámico); de la disposición de los personajes en el cuadro, de cómo se relacionan y definen dentro de él (por ejemplo, Anne encaramada en una banqueta, muy por encima de Owen; o el compinche de Jumbo, con la efigie de un elefante o el mismo Jumbo tras él); de los movimientos de cámara (el amenazador travelling de acompañamiento, constante de su autor, de Jumbo aproximándose a Boston); del espacio (la alcoba de Anne sólo aparece en el momento en que ésta reconoce por fin su amor a Owen); del decorado (las imágenes de elefantes que perviven en la habitación de Owen, recordando la presencia de Jumbo a la sombra; o bien, la escalera, que reserva los peldaños superiores a aquél que fascina a otro: Anne a Owen, Owen a Boston); de los objetos (como la inolvidable mesa que se bambolea, impidiendo ver el asesinato de Boston); de la iluminación (trabajara con quien trabajara nuestro hombre, aquí con un magnífico William Snyder, podían cambiar las modulaciones, pero la intención expresiva de la luz era plenamente tourneuriana); del montaje (como en el inspirado desfile que anuncia el comienzo de la guerra civil); y claro está, de la interpretación, por más que a Tourneur nunca se le haya considerado como un gran director de actores, muy injusta pero muy comprensiblemente, habida cuenta de la tendencia crítica a la facilidad, puesto que el francés encamina a sus intérpretes a una sobriedad absoluta que desdeña las exhibiciones superfluas; y aquí, en concreto, hay un Robert Stack extraordinario y una Virginia Mayo y una Ruth Roman excelentes (compárese la interpretación de esta última con la que al año siguiente hizo en “Amarga victoria”, del supuestamente gran director de actores Nicholas Ray, donde aparecía continuamente descolocada).
Ahora bien, aparte de una enciclopédica lección de cine, “Una pistola al amanecer” ofrece uno de los discursos más ricos y mejor elaborados de toda la filmografía de su autor, aunque para ello tome el riesgo de defraudar las expectativas: las del espectador del western, pues no sólo el film elude el clásico tiroteo final, sino que la resolución del conflicto se reduce a una conversación; y también las del espectador del melodrama, ya que no sólo escamotea un desenlace ni feliz ni trágico, sino que ofrece uno donde simplemente se toman las decisiones más lógicas, y donde, por si fuera poco, la ambigüedad acaba por hacerse insoportable. Pues, ¿a quién amaba Owen?, ¿a Boston o a Anne?; y entonces, ¿cómo hay que interpretar todas sus acciones precedentes?. Es revelador constatar cómo el protagonista, Owen Pentecost, acaba donde empieza: al principio, acosado por los indios, con una cascada tras él; al final, rodeado por los soldados del norte, oculto en una cueva por cuya entrada cae un curso de agua. Siempre solo y siempre enfrentado al mundo. La mayor diferencia, no baladí, es que la secuencia inicial es exterior y diurna, y la final es interior y se desarrolla en un lóbrego amanecer: de la soledad como coyuntura a la soledad consustancial. Nadie ha mostrado este trayecto mejor que Tourneur, más todavía, porque el héroe tourneuriano (Owen Pentecost, pero también Jeff Markhand, o Irena, o Martín) no se rebela contra la soledad, sino que la acepta como una imposición inevitable. Por ello, “Una pistola al amanecer” comienza como un western fundamentalmente diurno y canónico (los mineros, el saloon, las apuestas, los tiroteos…) y finaliza como un melodrama nocturno y esquivo. Pues, más o menos a mitad de película, cuando el conflicto entre el norte y el sur cede la primacía al de las dos mujeres que aman a Owen, el film comienza a espesarse, con el transcurso nocturno, con la iluminación que pasa a multiplicar las sombras, con las actitudes que cada vez se vuelven más desesperanzadas e indescifrables. Owen, el arisco, acaba solo igual que empieza, y poco importa el atisbo de una toma de conciencia por una causa (el Sur), pues en su trayecto, como si fuera el mellizo de la Kathie de “Retorno al pasado”, ha arramblado con la seguridad de hombres, mujeres y niños; como un imán nefasto, los ha abocado a la duda y la desesperación.
Algunos momentos de este descenso a la incertidumbre vital destacan por su gran belleza: la expresión de genuina angustia de Boston, atenazada por las sombras, durante el tiroteo en el bar; las dos mujeres junto al lecho de Owen herido; ambas confesándose en el pasillo; la gran decepción de Gary y su deseo de matar a Owen, que lo mira estoica, casi incitantemente; el asesinato de Boston a manos de Jumbo; cómo, luego, el hombre la lleva en brazos y cómo, en un deambular que es un suicidio (imposible no pensar en “Yo anduve como un zombi”), se deja atropellar por las carretas; el plano de Jumbo ya muerto, lleno de esa extraña poesía elegíaca que Tourneur dedica a sus malvados desdichados (plano afín al de Whit en “Retorno al pasado”, y especialmente a los de Granazia y Francesca en “El halcón y la flecha”). Pero quizá el fragmento más hermoso del film, y uno de los momentos cumbre del cine de Tourneur, sea el inolvidable beso entre Owen y Anne, beso con los rostros en negro y en un único plano, como el de “Retorno al pasado”, pero todavía más ambiguo e inaprensible: la pareja forcejea; Anne se resiste, pero finalmente cede; y entonces, Owen la rechaza. ¿Es una estratagema para que la mujer lo olvide?; ¿un acto de crueldad?; ¿un desprecio hacia la mujer altiva que se ha entregado? ¿O simplemente, el beso le ha descubierto que no la ama a ella, sino a Boston? Es el arte de lo insondable del mejor Tourneur.
Declive y exilio televisivo.
Aunque la situación de Tourneur después de 1952 había comenzado a resultar precaria, debido a cierta reducción en los presupuestos (salvo “Wichita”) y a la continua trashumancia de estudio a estudio, la calidad de su obra se mantuvo admirablemente; sólo se empezó a resentir, de hecho, a partir de 1958, cuando ya definitivamente se le expulsó de las grandes compañías. No obstante, se debe matizar que el declive del director ha de entenderse en función de la elevadísima calidad media de su obra, pues sólo son mediocres el largometraje “La ciudad sumergida” y algunos trabajos para televisión, manteniéndose el resto de sus filmes a una buena altura: para demostrarlo, bastaría el plano de la confesión de Natalie Dufort a su marido (y no es el único) en la simpática y modesta “Tombuctú” (que tampoco es el único Tourneur de este período con momentos de excepción), plano que ya les gustaría haber filmado a la inmensa mayoría de los más aclamados “autores” actuales, incluida la oleada asiática.
La decadencia del francés se explica mejor dentro de un contexto más amplio, pues él fue una de las primeras víctimas de la mayor debacle que ha conocido el cine, mucho más funesta que el tan cacareado paso al sonoro, cuyos efectos, al fin y al cabo, no fueron tan devastadores: la desaparición del sistema de estudios, de probada eficacia comercial y, mal que les pese a algunos, artística, pues la seguridad de los beneficios permitía a las compañías sacar adelante, en mayor o menor medida, proyectos arriesgados y personales. En menos de una década, entre 1959 y 1965, más o menos, la nómina de grandes directores de Hollywood que finalizaron antes de tiempo, obligados, su obra industrial, o se toparon con numerosas dificultades para sacar adelante sus producciones, o acabaron dando tumbos en Europa sin conseguir levantar cabeza, es impresionante: aparte de Tourneur, vieron truncadas sus carreras Dwan, Ford, Walsh, Chaplin, Vidor, Wellman, McCarey, Lang, Dieterle, Sirk, Mamoulian, Welles, Minnelli, Mann, Ray, Boetticher, Fuller, etc. Incluso directores-productores con el (supuesto) poder de un Hitchcock o un Jerry Lewis verían en los años siguientes coartados proyectos y modificadas sus películas; y en Europa, Dreyer, Renoir, Pabst y Franju debían hacer frente a una situación similar. Tourneur, en concreto, no se despidió del cine asqueado, como Vidor o Lang; ni con visión profética, como Sirk; ni errando por Europa, como Welles o Fuller; ni aplastado por el cartón piedra de grandes superproducciones, como Mann o Ray. Simplemente, a él se le relegó a la serie B; pero a una serie B mucho más pobre que la de sus filmes pedagógicos en la MGM o los fantásticos con Val Lewton en la RKO, los cuales, aunque baratos, al fin y al cabo contaban con las sólidas infraestructuras de estudios potentes. La serie B a la que se vio abocado Tourneur (salvo su aventura europea de “La batalla de Maratón”) es el cine de pequeños productores con presupuesto de saldo o el modesto producto televisivo, en ambos casos sin apenas tiempo para rodar, y por supuesto, ninguno para poder participar en la elaboración de los guiones, ni en las elecciones de atrezzo, vestuario, no digamos ya de actores.
La primera de estas películas “rápidas” de Tourneur fue “The fearmakers” (1958), nueva incursión en el cine negro de la que, vista la precedente “Al caer la noche”, cabía esperar mucho más. No carece “The fearmakers” de detalles dignos de su director: la forma en que el doctor Jessop se presenta a Eaton, con la mano surgiendo sorpresivamente en el encuadre, ofreciéndole fuego; la grotesca sombra que proyecta Jessop en el avión, la cual denuncia su doblez; la decoración de las oficinas Eaton & Clarke, a base de estatuillas orientales, y la sombra de las ramas desnudas sobre el visillo del dormitorio, como una alambrada, todo lo cual crea una sensación de entorno inhóspito a Eaton, pues fue torturado en un campo de concentración chino. Por desgracia, ni Tourneur tuvo suficiente tiempo de rodaje, lo que se acusa en lo anodino de algunas secuencias (las de los dos restaurantes, por ejemplo), ni el libreto era un buen guión, pues, aun obviando la machacona denuncia y el tufillo reaccionario, carece de motores visuales, limitándose a exponer los conflictos verbalmente con una prolijidad exasperante. Se trata, sin duda, del film más verboso de Tourneur; y encima, los diálogos ni siquiera son memorables. Detalles de puesta en escena como los comentados arriba, o las, éstas sí, magníficas secuencias en casa de los Loder (lo mejor del film, sin duda) le dan fuelle a este film agobiado por eso que siempre desagradó al director: el “mensaje”.
Aunque es cierto que Tourneur pareció tomarse con mayor interés “Tombuctú” (1959), finalmente las condiciones de producción acabaron también pesando lo suyo: por un lado, debido a un guión no precisamente brillante, que además resuelve el conflicto humano antes del desenlace aventurero, con cierta premura y con la subsiguiente caída de interés; y por otro, por la penuria de la producción, que no proporcionó una logística que pudiera compensar el anterior desequilibrio (baste con pensar en el pobre decorado del interior del minarete, que apenas permitía dos tiros de cámara). Aun así, el director consiguió ofrecer momentos excelentes, como la presentación del aventurero Conway, con la sombra que se cierne tras él; como la aparición del batallón ensartado por las lanzas sobre las arenas del desierto; como la intromisión de Conway en el universo de los Dufort, interponiéndose entre ellos en el pasillo; como el encuentro entre Conway y Natalie en el balcón; o claro está, como el extraordinario plano en que Natalie Dufort confiesa a su marido que le atrae Conway, toda una lección de planificación (lo esencial mostrado en un único plano), utilización del decorado (el juego con el balcón y con el espejo) y dirección de actores (el matrimonio lado a lado, apoyados sobre la puerta, pero sin mirarse el uno al otro). Y por cierto, nueva prueba del talento del director para pulsar a los actores: hasta el siempre denostado Victor Mature, que ya había ofrecido su mejor interpretación precisamente con él en “Easy living”, sale airoso del embite.
Aunque Tourneur ya había realizado antes algún episodio televisivo, en esta época tuvo lugar su mayor actividad en el entonces novel medio…, quizás por falta de otras propuestas. Estos trabajos apenas resultan visibles, pero, al igual que de sus cortometrajes de los treinta, cabe esperar de ellos más de una agradable sorpresa. También para la pequeña pantalla el cineasta daba, al parecer, lo mejor de sí mismo en sus géneros favoritos…, aunque éste no sea el caso, por más que se trate de su telefilm más publicitado, del decepcionante “Night call” (1964), episodio de “Twilight zone” que, pese a crear una atractiva atmósfera inicialmente, no consigue superar lo ridículo de su planteamiento (lastre común, por cierto, a las animosas producciones de Rod Serling): una tormenta derriba una línea telefónica en un cementerio, sobre una tumba… ¡y un muerto se dedica a hacer llamadas a su antigua novia, ahora anciana! Tampoco, ni de lejos, la excelencia caracteriza la serie “Northwest Passage”, de la que Tourneur realizó ocho episodios, tres de los cuales se reunieron en un largometraje para cine, “Furia salvaje” (1958), y otros dos dieron lugar a sendas películas, combinados con capítulos firmados por otros directores. La participación en “Northwest Passage” fue, sin duda, la peor decisión tomada por el francés desde el punto de vista artístico, ya que se trataba de un proyecto muy precondicionado, excesivamente enfocado a un público irremisiblemente infantil y en el que las aportaciones del director no podían valer gran cosa, ni seguramente habrían querido aceptarse. En estas condiciones, Tourneur simplemente aplicó su oficio, lo que dio lugar a una película (o películas) tan solvente y entretenida como alicorta y superficial; con diferencia, el western más insustancial de su autor.
Más acierto mostró Tourneur cuando, entre 1960 y 1961, colaboró con frecuencia en “El show de Barbara Stanwyck”, pues la famosa actriz reconvertida a productora se empeñó en ofrecer un producto de calidad muy superior a la media televisiva, lo que se aprecia en los cuidados decorados, así como en la nómina de colaboradores (directores de fotografía como Nicholas Musuraca y Hal Mohr; actores como, aparte de Stanwyck, Charles Bickford, Joan Blondell, Wallace Ford, Ralph Bellamy, Joseph Cotten, Dana Andrews, Lee Marvin, Dan Duryea…). Es cierto que para dicho programa Tourneur tuvo que pechar con su único fracaso artístico sin paliativos, “Dragon by the tail”, un guión previsible y tedioso, reaccionario y deplorable, con el que ni siquiera pudo lidiar nuestro ecléctico hombre. Sin embargo, para Stanwyck rodó el cineasta otros diez episodios de unos 25 minutos de duración, entre los cuales hay cuatro estupendos que no desentonan en absoluto de su obra para la gran pantalla: el western “Ironbark’s bride”, los dos telefilmes noir “Confession” y “The Choice”, y la comedia negra “Dear Charlie”. “Ironbark’s bride” destaca por olvidar las veleidades pueriles de “Northwest Passage” y retomar el enfoque del western típico de su autor, ofreciendo una película familiar, basada en los pequeños gestos cotidianos, así como por brindar una exquisita fotografía, llena de claroscuros (responsabilidad de Maury Gertsman, con el que el director ya había colaborado en “Tombuctú”): algo muy poco común en la pequeña pantalla. A destacar: el ventanal que se ilumina cuando entra en casa Ella, recién casada con Ironbark; el denso nocturno que precede a la aparición del anterior marido de Ella; y sobre todo, la silueta de la mujer recortada en la ventana, contemplada por Ironbark, indescriptible imagen que conjuga lo erótico con lo hogareño.
En conjunto, lo mejor que rodó Tourneur para Stanwyck son sus cuatro films noirs de la serie, todos ellos fotografiados con magisterio por Hal Mohr: una sabrosa guinda a su antológica aportación al género. “Frightened Doll” y “Sign of the Zodiac” son sumamente interesantes, aunque sus respectivos finales (demasiada redención y demasiados trucos, respectivamente) limitan algo su alcance; pero “Confession” y “The Choice” son simplemente magníficos. “The Choice” se construye sobre una única situación a la que el cineasta sabe sacar un partido excepcional, creando una atmósfera de inquietud mayúscula que, una vez tras otra, mina la seguridad del espectador, a la par que la de Amanda, sobre quién será el peligroso loco escapado del manicomio. Cordura e insania se convierten en este telefilm en indistinguibles, y cualquiera puede ser, o al menos parecer, un demente. Tourneur logra el reto mediante la iluminación de Mohr (los permanentes claroscuros, la oscilación final de las luces), mediante los encuadres (el hacha que aparece colgada junto a Horace; Joe encuadrado entre las cortinas de la ventana), mediante las elipsis (la inquietante desaparición de Horace), mediante la imaginería (el hacha haciendo mella en la puerta), mediante la planificación (los antológicos primeros planos de Horace y de Joe, como si fueran intercambiables, y el subsiguiente travelling de aproximación a la desconcertada Amanda)… De “Confession”, quizá el mejor episodio de toda la serie, se ha de destacar, como si fuera una segunda piel de sus mezquinos personajes, su seca narrativa, la cual, al igual que en “Al caer la noche”, avanza sin fundidos encadenados en una época en la que todavía eran habituales, utilizando, en cambio, cortes limpios, a veces muy osados. También ha de resaltarse la elegante y certera planificación, que reserva planos muy largos y distendidos para las escenas entre los dos amantes, así como la selecta y deslumbrante imaginería, a la altura de los mejores Tourneur. Así, en el primer encuentro amoroso entre Paula y Jud, éste abre la ventana, y una brisa vivificante invade la habitación y los visillos se agitan; efecto liberador que persistirá un par de secuencias, y cesará cuando también el apartamento, como la antigua vivienda conyugal, comience a ser una prisión para la mujer. Y por supuesto, está todo el juego con los sectores circulares (nunca círculos completos): el carrusel, la radio, la mesa que parece testigo del primer beso entre Paula y Jud y que luego sellará, a la par que la música del tiovivo sube de volumen, la muerte de éste en un plano genial. La vida es un carrusel…, pero roto.
“Dear Charlie” puede parecer un poco mecánica en ciertos momentos (las dos hermanas reaccionando en paralelo respecto a Charlie), pero, aparte de ser ácida y divertida al mismo tiempo, contiene momentos memorables, como el extraordinario plano secuencia de presentación del canalla de Charlie, que sólo él proporciona un aluvión de información sobre el hombre. Empero, lo más sorprendente de “Dear Charlie” ya no es que Tourneur abordara satisfactoriamente un género nuevo para él, la comedia negra, sino la nitidez con la que anuncia su mejor largometraje de esta última etapa, “La comedia de los terrores” (1963), y cómo, de paso, confirma su capacidad increíble para acabar haciendo suyo prácticamente todo lo que tocaba. En concreto, si en “Dear Charlie” las intenciones homicidas del personaje titular se ven puntuadas por un gato canelo, lo mismo sucede en “La comedia de los terrores”; en el telefilm, como contrapunto crítico del avieso hombre, y en el largometraje, más bien como doble benigno del horripilante señor Trumbull; de hecho, en ambos casos, justo a la inversa que en “La mujer pantera”, donde el leopardo era el reverso malvado de Irena.
No deja de resultar un bonito azar tourneuriano que, si uno de los cortometrajes iniciales del director, “Master Will Shakespeare” (1936), el cual sentimos desconocer, osaba ofrecer varios fragmentos de obras del dramaturgo ¡en sólo dos bobinas!, “La comedia de los terrores”, una de sus últimas películas, bajo el ropaje de una parodia de los filmes de terror de la American Internacional, ofrezca, gracias al estupendo guión de Richard Matheson, un pastiche shakespeariano en clave de comedia. Ya el título lo anuncia, cambiando “errores” por “terrores”, pero la dinámica posterior de conspiraciones y amores, encuentros y separaciones, envenenamientos y apariciones (aquí de carne y hueso), fallecimientos reales y falsos, acaba por confirmarlo: ¡si hasta las aparentes muertes de Amaryllis y Mr. Gillie están directamente trasvasadas de “Romeo y Julieta”! No sólo eso, el más recalcitrante muerto de la historia del cine, Mr. Black, está siempre empeñado en recitar fragmentos de “Macbeth”, ¡incluso durante sus agonías!; y de hecho, su último monólogo (“Mañana y mañana y mañana…”), interrumpido por sus desvanecimientos y recuperado una y otra vez para añadir un par de versos, es uno de los grandes momentos shakesperianos de todo el cine. “La comedia de los terrores” no es un Tourneur magistral, pero es magnífico; puede no ser absolutamente personal, pero no es ajeno (añadamos como prueba los títulos finales del gato deslizándose por la vivienda; o la puerta destrozada por el hacha, como en “The choice”); pero desde luego, es el Tourneur más divertido y demuestra que también para la comedia el director tenía pulso firme.
Es una lástima que el último largometraje del cineasta, “La ciudad sumergida” (1965), fuera un fracaso comercial y artístico que le daría el toque de gracia a su entonces renqueante carrera. Para los aficionados siempre queda el consuelo de lo mucho que Tourneur había dejado tras de sí: una de las más impresionantes filmografías de toda la historia del cine, pletórica de hallazgos y rebosante de obras magistrales.