Golpes santos de tambor / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector de El Pollo Urbano  

   El poblado de Calanda tomó conciencia de sí mismo por un milagro. También por los melocotones que allí crecen. O por un tambor…

…de Semana Santa, el creado por el artesano calandino Tomás Gascón, conocido en la comarca como El Bufada, y que se lo regaló a su amigo Luis Buñuel en 1963. Ahora, al parecer, el instrumento se pone a la venta y saldrá, dios mediante, a subasta. Porque, cuatro lustros después, uno de los hijos del cineasta calandino, Juan Luis, lo devolvió a los herederos del artesano de la percusión, y estos, maldita sea, van escasos.

   Todo un símbolo que debería quedarse en Aragón, un suponer, y más concretamente en el Bajo Aragón, en el Centro Buñuel Calanda, un espacio que en tiempos dirigiera, con más sombras que luces, otro calandino, Javier Espada, a quien Juan Luis Buñuel llamaba, no sabemos si cariñosamente o con la característica sorna de su padre, “el cojo de Calanda”. Ya tenemos, pues, la cuadratura que cierra el círculo, puro surrealismo: el milagro de Calanda, el melocotón de Calanda, el tambor de Calanda y el cojo de Calanda. Pero no hay quinto malo, claro. Del sordo de Calanda hablo, esto es. Lo decía el propio Buñuel, al referirse a los tres sordos más universales del terruño aragonés: “Goya, yo… y Beethoven”.

   Con su sordera a cuestas, ¿oiría el maestro los atronadores toques de tambor? ¿Es cierto que el ritmo de los tambores mejora el ánimo, cura y ayuda a centrar la mente? Si Buñuel, no se engañen, hubiera sido un cineasta convencional, del montón, el valor simbólico del tambor que tocó sería muy pequeño. Lean a Gabriel García Márquez: “Las cosas valen más por lo que significan que por lo que son”. Del mismo modo, el turolense fue un referente en el universo del director oscense Carlos Saura. Y Goya, el fuendetodino, de los dos.

   Saura siempre supo que había que captar una realidad más amplia de lo que aparentemente se percibía, algo que aprende de Buñuel. Y a este lo homenajea en ‘Llanto por un bandido’ (1963), haciéndole interpretar al verdugo que aplica garrote vil tras santiguarse ante la cruz. También lo hace en ‘Pippermint frappé’ (1967), cuando la chica protagonista, que interpreta una magnética Geraldine Chaplin, toca el tambor en un par de alucinaciones. Y así, poco a poco, como la vieja hila el copo, la influencia de Saura en el arte español ni se discute ni se negocia. Es mito e historia. Como sus instantáneas, su sombrero, su cámara, sus gafas, sus premios, sus ‘fotosaurios’…

   Algunas personas son capaces de realizar obras admirables en la literatura, el cine, el arte, la investigación, la política o en cualquier otro ámbito de proyección social, aunque sus propias vidas personales carezcan luego de interés o resulten, incluso, desdeñables. Otras, sin embargo, que no dejan a su muerte alguna obra que socialmente le trascienda -al contrario que las de Buñuel o Saura-, crean con su propia vida una obra admirable y fecunda. Tomás Gascón perteneció a este segundo grupo que, con su testimonio, nos ha permitido seguir confiando en la condición humana.

   Gascón conservó hasta su muerte la lucidez, la alegría por vivir, la pertinaz socarronería y, sobre todo, la integridad. Porque fue, ante todo y esencialmente, él mismo en cualquier situación: con su inteligencia, distraída y práctica, su fino sentido del humor, su austeridad traducida en generoso desprendimiento y su mentalidad moderna, permanentemente abierta a evolucionar con su tiempo. Toda una institución en Calanda, donde tenía su taller en el que fabricó muchos de los bombos y tambores que se tocan no solo en la ruta del Bajo Aragón sino en buena parte de las procesiones de la Semana Santa aragonesa.

   Gascón, en efecto, proporcionó a Buñuel el tambor para tocar en la noche del Viernes Santo. Y recordó, en cierta ocasión, que “Buñuel era amigo de los más pobres con los que se juntaba”. Se conocieron siendo muy niños porque vivían muy cerca. El tambor se lo guardaba de un año para otro y a las diez de la noche lo tocaban juntos. Y fue el autor del gran tambor con el que se rompe la hora a las doce del mediodía, esto es, el Viernes Santo en Calanda, cuya Semana Santa, en buena medida debido al cineasta, tiene fama mundial. Esta costumbre, que se remonta a fines del siglo dieciocho, se había perdido hacia 1900. Un cura de Calanda, mosén Vicente Allanegui, la resucitó.

   “Los tambores de Calanda”, suspira Luis Buñuel en sus memorias, “redoblan sin interrupción, o poco menos, desde el mediodía del Viernes Santo hasta la misma hora del sábado, en conmemoración de las tinieblas que se extendieron sobre la tierra en el instante de la muerte de Cristo, de los terremotos, de las rocas desmoronadas y del velo del templo rasgado de arriba abajo. Es una ceremonia colectiva impresionante, cargada de una extraña emoción, que yo escuché por primera vez desde la cuna, a los dos meses de edad. Después, participé en ella en muchas ocasiones, dando a conocer estos tambores a numerosos amigos que quedaron tan impresionados como yo. En 1980, durante mi último viaje a España, se reunió a varios invitados en un castillo medieval cercano a Madrid y se les ofreció la sorpresa de una alborada de tambores venidos especialmente de Calanda, del taller de mi amigo Tomás Gascón. Entre los invitados figuraban excelentes amistades como Julio Alejandro, Fernando Rey o José Luis Barros. Todos dijeron haberse sentido conmovidos sin saber por qué. Cinco confesaron que incluso habían llorado”.

   El propio hijo del maestro realizó un cortometraje documental dedicado a los tambores de Calanda. En él se recogen todas estas sensaciones y el mismo don Luis utilizó ese redoble profundo e inolvidable en varias películas, especialmente en ‘La edad de oro’ y ‘Nazarín’. Ese redoble profundo e inolvidable aparece igualmente en un sorprendente mediometraje de Dionisio Sánchez, ‘Laide de nuit’, rodado en 1986 entre Zaragoza y el balneario de Panticosa, todo un homenaje al maestro de Calanda, con guiños y referencias a ‘Un perro andaluz’, a ‘Simón del desierto’, a ‘El ángel exterminador’, a ‘Viridiana’, a ‘El discreto encanto de la burguesía’, a ‘La Vía Láctea’, a ‘Ese oscuro objeto de deseo’, a la Residencia de Estudiantes, al Hamlet shakespearianamente surrealista… Sin alharacas ni falsos modernismos, esta película, aguda y divertida, recoge el espíritu ‘buñuelesco’ de manera precisa en medio de los bellos y nevados paisajes panticutos.

   Al parecer, los chicos de la compañía teatral ‘El Grifo’, allá donde iban, la montaban. Eran los ‘gamberros’ del orden cultural establecido, los transgresores, los que armaban ruido. Eran activos y vehementes, pero, en el fondo, no era tan fiero el león como lo pintaban. Eran grandes, no en vano, para demostrarlo, y de ahí sale ese trabajo que pocos han visto. El arriba firmante, de hecho, entregó una copia al entonces director del Centro Buñuel Calanda, el mentado Espada, con la idea de ser programada en ese espacio.

   Pero no hubo respuesta alguna y, por supuesto, no fue incluida ni en las letras pequeñas. Así nos las gastamos por estos lares. A Dionisio Sánchez, en fin, se le castigó como a un niño travieso, y se le dejó sin dibujos, por decirlo con el título del nuevo libro de Julio José Ordovás, ese peatón sentimental zaragozano a quien Buñuel, de haberse conocido, pondría en la misma columna que Simeón el estilita, por esa perversa (y mutua) mezcla de misoginia y adoración femenina.

   A veces, o siempre, no hay nada más inmovilista que la cultura, regida y manipulada a discreción y sin trazas de que esto vaya a cambiar. Pese a que tantas y tantas mitologías la sigan contemplando como el gran espacio de libertad del individuo, aquél en el que las sociedades son capaces de promover alternativas revolucionarias a sus previsibles modelos de evolución y de convivencia, lo cierto es que el profundo arraigo de todo su sistema institucional conlleva que, en no pocas ocasiones, cualquier mínimo desvío sea contemplado en términos casi apocalípticos. La cultura no debería tener un perímetro preciso, márgenes excesivamente rígidos que limitasen su campo de acción y desarrollo. Y, sin embargo, son numerosas las situaciones en las que se siente desbordada por desafíos que considera como una intolerable transgresión de sus principios más esenciales. Esto ha llevado a que la brecha abierta entre la cultura oficial y la real sea cada vez más considerable.

   No se trata, o acaso sí, de lanzar ninguna feroz crítica hacia las bandas culturales que operan al amparo del poder. Todo lo contrario. Les abonamos el terrero para que, subvencionadas, organicen cualquier evento con este material. A saber: el milagro de Calanda, los melocotones de Calanda, los tambores de Calanda, el cojo de Calanda, el sordo de Calanda, los redobles profundos e inolvidables en ‘La edad de oro’, en ‘Nazarín’, en ese Hamlet panticuto de nuestro compañero de fatigas Dionisio Sánchez, pionero en las artes videográficas…

   Añádase, si gustan, al Sánchez Vidal de la salmantina mesa del rey Salomón, a cualquier Casanova que quite (o no) el sueño, a los hermanos Gotor de sus penúltimos suspiros o a ese estilete cojo con el padre Nazario abrazado al fruto de la piña caminando desnortado mientras suenan unos golpes santos de tambor. Estos últimos, para qué engañarnos, viviendo con el sonido molesto del bombo y que solo ellos creen saber tocar, a los que uno dejaría, ay, castigados sin dibujos.

   “¡Cuánta estupidez, cuánta mezquindad, cuánto sufrimiento inútil!”, dice la mamá centenaria de Saura, la gran Rafaela Aparicio, mientras retumba, solemne y grave, el ‘ran rataplán’ de los tamborileros calandinos. ¡Qué paciencia tenemos que tener los que tenemos conocimiento! ¡Abajo las caenas!

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