Julito, que solo leía novelas del Oeste / Carlos Calvo

Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
 

  ¿Qué se entiende como literatura de quiosco? ¿Hay buenas obras literarias en este llamado subgénero?

     Cuando los quioscos aún resistían como fortines de la cultura popular y la alta literatura daba con la puerta en las narices a todo lo que no tuviese la bendición académica, las novelas de a duro alimentaron la imaginación de varias generaciones de lectores y generaron sus propios héroes invisibles. Ahí no había espacio para eruditos ni ratones de biblioteca, sino para portadas chillonas y tipos de nombres exóticos que diseccionaban obsesiones en torno a la venganza o la amistad, el deseo o la traición, el egoísmo o la incomunicación, la soledad o la muerte.

  Mi tío materno me convirtió en lector. Me contaba historias. Al igual que Julito, el padre del escritor Julio José Ordovás, “duro como la tierra en la que vivió y en la que ya descansa”, mi tío tenía mal genio (“por decirlo suavemente”) y solo leía novelas del Oeste (y también tebeos). Pero, en realidad, no las leía: las recreaba, las inventaba, las recontaba. Más que simplemente leer, te hacía sentir las historias. Le ponía cortinas a las habitaciones que el autor había dejado de decorar. Cambiaba las voces de los personajes. Coloreaba el aire de los paisajes a su antojo. Luego leías a solas la misma novelita que él acababa de interpretar y ya no era lo mismo. Era otra cosa.

  Uno, orgulloso de ser el quiosquero de la esquina y traficar con la letra impresa, un negocio en vías de extinción –si no ya difunto-, recuerda a los clientes que, sin trasiego, compraban (o cambiaban) esas entrañables novelitas, sin mucha miga pero bien horneadas, siempre atentas al material que manejaban, tan respetuosas con cada palabra escrita que, por momentos, se antojaban condenadas a su destino de, como diría el poeta, avivar el seso. Y hacer despertar.

  Es ese carácter digamos utilitario de herramienta para el bien común lo que las hacía mantenerse en pie y, lo más importante, vivas. Alguien podría decir que pertenecían a ese género difuso y necesariamente torpe de la literatura más comercial, con ese exceso de convencionalismo como el redundante uso del cliché. Solo importaba, maldita sea, la frontalidad y la claridad. Y en ese altar se sacrificaba, acaso, una mirada más particular, más elaborada, más ambigua. Pero lo que vale son los personajes, con hambre de redención por culpa de un pasado tremendamente oscuro. Son radiografías fieles de un vacío común que tiene que ver con la culpa, la gracia y el perdón. Suena místico y lo es.

  Yo no sé si Julito, que “se lo guardaba todo adentro, bajo siete llaves”, entró alguna vez en mi establecimiento familiar para comprar (o cambiar) algún título que no hubiera leído. O si coincidió alguna vez con mi tío materno, todo un especialista en ese tipo de literatura y, como él, algo somarda y gran bebedor de carajillos (ya no recuerdo si de ponche o de whisky o de todo a la vez). O si leía esas novelitas a cualquiera de sus cuatro hijos y las recreaba o inventaba o recontaba. Ahora hago lo mismo con mi hija pequeña, que recreo lo que le leo, alargando las frases a mi antojo o, directamente, cambiando la narración sobre la marcha. Y ella pregunta, maldita sea, si eso que digo está en el texto. Sí, hija, sí. Así, más que simplemente leer, le hago sentir las historias. Como hacía mi tío materno, aunque no se santiguara antes de encender el motor de la furgoneta, porque nunca la tuvo.

   Leyendo el inicio de cualquier novelita del Oeste, la mente se podía ir a ese (sub)género cinematográfico llamado ‘spaghetti western’ en Italia, ‘paella western’ en España o ‘salchicha western’ en Alemania. El llamado, en fin, wéstern europeo. Vean, si no: “Cruces de palo. Y piedras redondas, cantos rodados marcando el emplazamiento. Seis cadáveres. Cuatro enemigos y dos amigos. Todos unidos en el fin por la violencia. Así era el Oeste. Tierra de contrastes abruptos, de paradojas brutales”.

  El autor de este ‘inicio’ no es otro que uno de los máximos exponentes de la novela de quiosco, el disparadamente hiperactivo Francesc Caudet, también conocido como Michael Bannister, Ariel Sinclair, Winston McNeill, Montana Blake, Oscar Hamilton, Kyle Brown, Frankie Cauyarz o, sobre todo, Frank Caudett, uno de los seudónimos más utilizados por este prolífico contador de historias. A Caudet la pasión por la escritura le llega tras descubrir a los clásicos franceses y rusos, pero es la novela popular de mediados del siglo veinte lo que le convierte en un auténtico machaca que no sabe decir que no, algo que se traduce en una gigantesca bibliografía de casi dos mil títulos, la cuarta parte de ellos publicados por Bruguera, escribiendo al ritmo de hasta tres obras por semana.

  Desde su estreno, Caudet no para hasta bien entrado este siglo veintiuno, con incontables obras ambientadas en el Oeste americano, thrillers detectivescos, historias de terror, relatos de ficción científica, títulos de divulgación histórica e, incluso, un libro sobre la práctica esotérica de la ouija. También escribió sobre geografía, salud, religión, sexualidad o cine, una de sus pasiones. Un autor, en el más amplio registro de la palabra, que se reivindica como una manera de entender la literatura hoy (casi) extinguida. Como los propios quioscos, cuyo futuro es un presente prorrogado.

    Esta literatura, en efecto, publica a partir de los negros años de la posguerra española sus novelas del Oeste. También policiacas, de ciencia ficción y románticas. Las mejores –porque hay mucha basura- son, a mi criterio, las de ficción científica y, sobre todo, las del Oeste. Tiros a manta. Universos desconocidos. Mujeres bellísimas que, a veces, eran buenas (casi siempre) y otras (las menos) calcadas de las malas de las películas. Diálogos rapidísimos que parecen sacados de algunos relatos de Hemingway. Muchos de esos autores luchan a favor de la república en la guerra, sufren cárcel y su talento lo reparten entre los trabajos para comer y escribir por lo menos una de esas novelas de cien páginas a la semana. O cada cinco días. O cada tres. Y les pagaban diez o doce pesetas por título. Las editoriales les obligaban a cambiar sus nombres porque era muy difícil –decían- creerse una historia del lejano Oeste americano si la firmaba Arsenio Olcina Esteve en vez de Arsene Rolcest. O Francisco González Ledesma y no Silver Kane. O Alfonso Arizmendi en vez de Alf Regaldie. O Miguel Oliveros y no Keith Luger. O Pascual Enguídanos en vez de George White. O el mismísimo Javier Tomeo y no Franz Keller…

    Es una época en la que el objetivo esencial de la novela popular es el entretenimiento, productos que proporcionen evasión. Esta corriente, sin embargo, ha tenido tantas obras maestras, interesantes novelas y morralla –es cierto- como cualquier otro género literario. Y ciertos autores están llenos de valores, sobre todo en cuanto a creación de personajes y sentido del diálogo, que ya quisieran algunos escribidores que pululan por el universo intelectual, de aquí y de allá. Unos escritores, al fin y al cabo, ignorados, ninguneados, despreciados, que practicaron una literatura excluida de las librerías y que jamás un manual se ha detenido a explicar que, entre 1950 y 1980, existe toda una generación dedicada en cuerpo y alma (es un decir, las dos cosas se las roban en las editoriales) a nutrir de literatura de masas española (o de donde fuese). Ni siquiera una mención. Ni siquiera las migajas que quedan después de las merendolas de los premios. Nada por aquí, nada por allá. Ninguna recompensa. Tú los matas y yo cobro los dólares, forastero. ¿Por qué a este puñado de escritores se le ha expulsado a patadas de la fiesta?

  En estas novelitas del Oeste se mezclaban banalidad y brillantez en los diálogos, y brutalidad y simpatía en los actos, unas tramas en las que sobresalían las letanías de los excombatientes de la Unión, pongo por caso, y los tiempos muertos, todo adobado con los arquetipos de la diligencia, el paisaje, el cazador de recompensas, el sicópata, las señoritas de salón, el sérif, los balazos, el humo de la pólvora, las espuelas de plata, los caballos, los ovejeros, los jugadores, los indios o el coro de pistoleros. Los que más se vendían eran los textos escritos por Marcial Lafuente Estefanía, y en la mayoría de sus títulos es la sed de venganza el propósito que induce a cualesquiera de sus personajes a tomarse la justicia por su mano.

  ¿Cuál de estos autores era el preferido de Julito? Es difícil adivinarlo, pero seguramente leyó a (casi) todos. Incluso a José Mallorquí, padre de uno de los mayores fenómenos de la literatura popular española, el entrañable ‘Coyote’. Escribe numerosos guiones para wésterns hispanos (o aventuras mitológicas), sin escatimar rasgos policiacos, muchos de ellos poco antes de que el italiano Sergio Leone -¡alias Bob Robertson!- codificase rígidamente su perspectiva europea del subgénero. Sus libretos, es verdad, podían resultar en exceso estereotipados, bastante casposos, y esto se lo echó en cara José Luis Borau (quien utiliza el acrónimo de J.L. Boraw en sus inicios) con el guion de su película ‘Brandy’. Acabaron mal, de acuerdo, pero al zaragozano había que echarle de comer aparte.

  Mallorquí participó en unas cuantas películas de limitado presupuesto en los años sesenta y setenta, de serie b, tanto espaguetis como paellas o salchichas, o todo a la vez, como las firmadas generalmente con seudónimo o acrónimo por Primo Zeglio (los de Anthony Greepy u Omr Hopkins), Alfonso Balcázar (Al Bagran), José María Zabalza (Harry Freeman), Alberto de Martino (Martin Herbert), Mateo Cano (Matthew Kane), Mario Caiano (William Hawkins), José Ramón Larraz (Joseph Larrath), José María Elorrieta (Joe Lacy), José Luis Merino (Joseph Marvin), Stefano Vanzina (Steno) o Juan Bosch (John Wood). Algunas de estas películas fueron los comienzos del zaragozano Fernando Sancho en su sempiterno papel de mexicano marrullero y grasiento.

  Faltaría a la justicia si no expresara ante los lectores el asombro que siempre me ha producido esta literatura de quiosco –no toda, claro-, en absoluto un género menor, con personajes llenos de veladuras y matices que conversan como seminaristas provocadores. Un género, en fin, por el que no pasan ni el tiempo ni las modas ni las mezquindades y las exclusiones. Probablemente, diría yo, estos autores son los parias de la función. Cualquiera de estos escribidores a sueldo son mejores, para qué engañarnos, que algunos sobrevalorados mediocres. Sea como fuere, es hora de hacer justicia a una literatura inmensa que casi nadie conoce. Los wésterns europeos que amamos, porque los hay muy buenos –y no es precisamente Leone uno de ellos-, fueron antes ficciones narrativas que permanecen en la sombra. Casi nadie se fija en ese pequeño rótulo que suele aparecer en todos ellos, con el título de la vieja novela de quiosco y el nombre de quien la ha escrito.

  Unas novelas cortas que se detenían, a veces, como en las intrigas de las obras de Agatha Christie, con aires de pieza teatral, a través de unos personajes en busca de horizontes de grandeza, que se abren, sueñan, no se arrugan. Y con autores siempre escondidos, decía, en diferentes alias, como en la cinematografía española, italiana o, en menor medida, alemana. Los directores de estas películas de segunda división se nutrían de estas novelitas de quiosco (o al revés) y utilizaban igualmente un sinfín de firmas extranjerizantes. Ahí está el récord del bueno de Jesús Franco, el tío de Javier Marías, al que se le deben un par de docenas de seudónimos, desde Jess Frank hasta Clifford Brown, pasando por Franco Manera, Peter Johnson, David Khunne…

  Es precisamente Jesús Franco el ayudante de dirección y coguionista de las dos primeras adaptaciones al cine de la entrañable y nada desdeñable creación del ‘Coyote’, dos filmes realizados simultáneamente en 1955 por Joaquín Luis Romero Marchent –con sus alias de J.R. Marchent o Paul Marchenti-, al abandonar la dirección el mexicano Fernando Soler. Este díptico representa el inicio del wéstern mediterráneo sonoro, que no es poco. Ya en 1998, Mario Camus recupera el mítico héroe creado por Mallorquí en la serie televisiva ‘La vuelta del Coyote’, partiendo de un guion donde participa uno de los hijos de este, César.

  El auténtico lejano Oeste americano también ha tenido novelistas de primer orden, escrituras descomunales como la prosa verdaderamente sorprendente de Oakley Hall, una suerte de Henry James con unos sonidos y canciones que no escuchamos pero que llegan al corazón, autor en la sombra de la mítica película ‘El hombre de las pistolas de oro’, ese extraño y atormentado filme de Edward Dmytryk que anticipa la vena abstracta y crepuscular del género, antes una obra de cuestiones morales (o religiosas: la fe, la culpa, la redención) que de acción.

    O el nombre de Dorothy Johnson, verdadero catalizador de los clásicos ‘El hombre que mató a Liberty Valance’, ‘El árbol del ahorcado’ o, en menor medida, ‘Un hombre llamado Caballo’, que John Ford, Delmer Daves y Elliot Silverstein levantan, respectivamente, a partir de unos relatos de amor y odio, de acción y violencia, de vida y muerte, de una, en fin, emoción apoyada en la agonía de un mundo crepuscular y la tensión entre realidad y leyenda.

    Escribe Julio José Ordovás, ese peatón sentimental de los rincones zaragozanos, que su padre “tuvo la inmensa fortuna de encontrar a una mujer como mi madre (y él lo sabía)”. También sé del poder de fascinación que sentía por unos narradores a tumba abierta. Y le ayudó, en esa tensión crepuscular entre realidad y leyenda, a ser el mejor tractorista del pueblo y el callado patriarca de la panadería de la otra esquina. Como le sirvió igualmente a mi tío materno, o así, para sus códigos desconocidos. Porque llega un momento en que te planteas hacer justo lo contrario de lo que has hecho hasta ahora, pero, en el fondo, lo haces convencido de que estás haciendo lo mismo: contar historias. La más elemental necesidad de contar, de narrar, de entretener al sultán para que no te decapite sin remedio.

    La idea, en definitiva, es narrar el sentido mismo de narrar. Todo lo que somos capaces de proferir o relatar es, por fuerza, una fantasía. Hasta un documental, con su afán de pegarse a la realidad, no es más que una invención. El modo cómo organizamos los hechos más comunes exige un esfuerzo imaginativo, necesario. La delgada línea que separa lo cierto de lo falso, lo común de lo extraordinario. Es más, la forma más depurada de narración es una teoría científica. Mediante una ecuación explicamos la gravedad y, de algún modo, somos capaces de ordenar los datos hasta hacer volar un avión que nos lleva desde Zaragoza a Berlín. Todo consiste en organizar símbolos, en narrar.

  La narración crea el mundo, se podría decir. Cada vez que llego a casa le pregunto a mi hija qué ha hecho en sus cosas más cotidianas. La obligo a que sea precisa. ¿De qué lado estabas acostada cuando te levantaste de la cama? ¿Qué fue lo primero que viste al abrir los ojos? ¿Qué te vino a la cabeza? ¿Cuál fue el primer olor? Le enseño, en fin, a prestar atención, a fijarse en los detalles, a construir su propia vida. Es una historia de amor desde la certeza de su imposibilidad. Porque el amor, al contrario del odio, necesita ser narrado. El odio se da solo. El odio es más comprensible y duradero que el amor. El amor dura poco en las novelas del Oeste. Unas historias profundamente bellas en su tozudez en derribar cualquier canon de lo bello.

    Ahora, más actual que nunca, España está de wéstern. Como esas novelitas de quiosco en las que nos cuentan historias de tipos de pasado misterioso que guían a los colonos en busca de la tierra prometida. O pistoleros en medio de familias que se disputan un territorio. O huidas encarnizadas de unos saqueadores de bancos. O recaudadores en cualquier ciudad sin nombre. Caudet en estado puro. Pero España, digo, está de wéstern. Hace tiempo. Con sus arbustos rodantes en los polígonos industriales desiertos. Con sus duelos al sol en las entrevistas de trabajo. Con sus pianistas a media jornada. Con sus cazarrecompensas. Con la gente abocada irremediablemente a hacer el indio frente a tanto trampero. De Águila Amarilla a Nube Roja. De Caballo Loco a Toro Sentado.

    Dicen que ya suena, a lo lejos, un ruido de cascos y un galope providencial, que ahora mismo está doblando la curva del camino el Séptimo de Caballería de la recuperación que nadie ve, ni intuye, ni cree, que nos van a rescatar a todos a fuego lento. Sucede que, a lo peor, cuando llegue el general Custer, ya es demasiado tarde. Y al entrar tocando la corneta en los miles y miles de hogares que no tienen ni un solo ingreso mensual, comprobamos –como en la batalla de Little Big Horn- que están todos muertos y con las cabelleras arrancadas.

  Julito, di algo, aunque no puedas oírnos y fueras un hombre “poco hablador y nada expresivo”, como cualquier Randolph Scott en cualquiera de sus películas. Ahora sabemos que acabas de iniciar un nuevo camino hacia los grandes horizontes, como en las viejas novelitas de a duro ambientadas en el lejano Oeste americano que tanto te gustaban. Recréanos la aventura. O invéntatela. Porque esos prosistas a los que (solamente) leías se limitaban a contar historias, el oficio más hermoso del mundo.

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