La felicidad es un violín, quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

    Para el quiosquero de la esquina, Zaragoza es una ciudad provinciana, de cultura provinciana y con una vida intelectual escuálida y poco original.
     Entiende el quiosquero que muchos probables lectores encuentren irritante este tono desdeñoso que no deja de ser su diagnóstico acertado, si bien incompleto. El quiosquero piensa que la tradición literaria de esta ciudad inmortal fomenta la ocurrencia, la frase feliz y el subjetivismo más arbitrario, y se abona al artículo de opinión más facilón y sonríe para sus adentros cuando alguien exige rigor.

    Sin querer ser desdeñoso, solo faltaba, el quiosquero de la esquina, muchas veces, saluda con unas citas a sus clientes mañaneros de un día cualquiera. El quiosquero atiende con una cita a un cliente que entra en el comercio marcha atrás y, para no chocar contra nadie, mueve constantemente la cabeza, a izquierda y derecha. El quiosquero se pregunta si entrará alguno arrastrándose de rodillas o a la pata coja. Y empieza a encadenar citas. Venga citas. Que si Greer: “La mejor época de mi vida siempre es el presente”. Que si Glouberman: “Lo que más carga de energía un cóctel es el miedo de la gente a que la vean sin hablar con nadie”. Que si Goethe: “Si cada uno limpia su acera, la calle estará limpia”. Que si Hamilton: “Si quieres expresar tu afecto a alguien, quizá haya maneras de hacerlo menos agotadoras para el alma que ir a su fiesta”. Que si Newton: “Lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos, el océano”. Que si Talleyrand: “Todo lo que es exagerado es insignificante”. Que si Einstein: “La felicidad es una mesa, una silla, un plato de fruta y un violín”. Y en ese plan.

    Al quiosquero, sobre todo, le gusta lanzar a sus clientes esta cita de Stevenson, un escritor al que aprecia sobremanera, porque con él, de niño, se enfrentó por primera vez a la lectura de una novela, o eso recuerda: “Mi memoria es magnífica para olvidar”. Cómo olvidar la primera vez. La primera vez que vio un dinosaurio, la primera vez que probó carne de unicornio y la primera vez que contempló en un cine ‘Blade runner’. Hay otras primeras veces, pero no es el momento. Cada detalle, o cada gramo de emoción, queda para siempre fijado en la memoria. El problema es la segunda. O la carne es el solomillo del unicornio o se corre el riesgo de olvidarlo todo al instante. Acaso la pregunta esencial del quiosquero, por rebatir a Hawking, es si el tiempo existe o no es más que una mera ilusión de nuestro cerebro. Lo segundo, ay, nos reduciría a la nada. El problema, a fin de cuentas, son las primeras veces. Si no fuera por ellas, si no fuera por la memoria, todo parecería siempre nuevo. Y, quién sabe, seríamos más felices. Y aún más tontos, claro.

    El quiosquero, entre cita y cita, atiende a un cliente de mediana edad que le compra garrapiñadas. Luce barba larga y la mirada mefistofélica de diablejo simpático.  “Como el amor”, le advierte el quiosquero, “la primera es la mejor”. Y el cliente solo saborea la primera y se empalaga con la tercera.

“A la oca se le embuda comida hasta que hace ¡fua!”, parece pensar el quiosquero, mientras atiende a otros clientes y les vende, en perfecta fila india, un ‘Heraldo’ sin promoción, un ‘Marca’ con promoción de un deuvedé de Chuck ‘Hostias’ Norris, cien gramos de caramelos de menta blanca, cuarto y mitad de los de eucalipto, medio kilo de cacahuetes repelados fritos, un kilo de castañas pilongas, una revista ‘Hola’, una ‘Pronto’, una ‘Semana’…

    Y entre uno y otro, u otro y uno, vuelve a la carga, como la brigada ligera. Y cita a Orwell: “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras parezcan verdades”. Y cita a Bukowski: “Resistir solo tiene sentido si sales ganando”. Y cita a Tácito: “Para quienes ambicionan el poder no existe vía media entre la cumbre y el precipicio”. Y a Ovidio: “Los esfuerzos inútiles lo único que producen es nostalgia”. Y a Arango: “¿Cuánta verdad contiene una mentira? ¿Cuánta mentira encierra una verdad?”. Y a Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro”. Y a Beckett: “Si fallas una vez, no pasa nada; pero la próxima vez, falla mejor”. Y a Shakespeare: “Ahora empieza lo malo y lo peor queda atrás”, conformada expresión del inevitable azar que rige todo lo humano. Y, como humano que es, se cita así mismo, que ganas tenía: “Si el elogio debilita, la antítesis, o sea, la crítica, debe ser un motivo de superación, un estímulo”.

    El quiosquero siempre ha tratado de hacer justicia a las aportaciones necesarias, se apodera de los pensamientos que traducen una experiencia vital más que culterana y se defiende de los autores de citas con voluntad de postrimería. Citar lo realmente observado o vivido enriquece la capacidad de observar y de vivir de los otros, pero las citas de mármol de los pensadores de la antigüedad le parecen una colección de ruinas que mienten en su pérdida de toda policromía como mienten las ruinas con su estética para arqueólogos y turistas. Los poetas, a veces, aciertan con sus diagnósticos fronterizos, como esos diálogos sublimes y olvidados de aquellas maravillosas películas fronterizas del oeste americano, porque envejecer y morir es el único argumento de la obra.

    “La cita”, dice el quiosquero que dijo Egon Beaudoin, “es algo que alguien dijo y parece tener sentido en algún momento”. Aunque también dice el quiosquero que Ambrose Bierce dijo: “La cita es el acto de repetir erróneamente las palabras de otro”. Acaso todo lo que necesita ser dicho ya se ha dicho, solo que nadie estaba escuchando y todo debe decirse de nuevo. Por eso, el quiosquero da la bienvenida a la pregunta lúdica y escapista de Joel Rosenberg: “Soy un hombre simple. Todo lo que quiero es un sueño para dos hombres normales, suficiente whisky para tres y bastantes mujeres para cuatro”.

    Al quiosquero le da exactamente igual que le acusen del más irredento de los misóginos. Es más, lo desmiente rotundamente, a la manera del gran Jardiel: “No soy un misógino: sin la compañía, sin la presencia de las mujeres no podría vivir; me gustan por encima de la salvación de mi alma. Lo que no hago, al menos por ahora, es entregarles el corazón, porque cada vez que lo entregué me rompieron un pedazo, y lo necesito entero para la metódica circulación de mi sangre”. Al quiosquero, en efecto, le importa un bledo lo que de él piensen los demás, no es su problema, porque lo que quiere es jugar, provocar, aunque el grupo más variado de féminas (las casadas, las solteras, las exitosas, las fracasadas, las aventureras, las insolentes, las desorientadas, las explosivas, las tímidas, las ninfómanas) se rebelen contra su persona, contra su impulso, en el fondo, nada perverso y sí literario o cinematográfico. Y recuerda aquella famosa película de Buster Keaton perseguido por esa ‘troupe’ de enloquecidas. Corre, Buster, corre…

    Y por eso cita a Poncela (“El amor es una comedia en un solo acto: el sexual”) y a Houber (“Las mujeres son realmente insaciables: les prometemos el placer y ellas pretenden la felicidad”) y a Nietzche (“En la venganza y en el amor, la mujer es aún más bárbara que el hombre”) y a Konody (“Las mujeres son juristas natas y jamás hablan con más persuasión que cuando están equivocadas”) y a Gracián (“Menos mal te hará un hombre que te persiga que una mujer que te siga”) y a Ovidio (“Las mujeres lo negarán o lo aceptarán, pero lo que siempre quieren es que se lo pidamos”) y a Pitágoras (“Dos especies de lágrimas tienen los ojos de la mujer: de verdadero dolor y de despecho”) y a Francis (“La gran diferencia entre sexo por dinero y sexo porque sí, es que el sexo por dinero a menudo cuesta menos”) y a Johnson (“Cuando un hombre dice que estaba a gusto con una mujer, no quiere decir que estuvieran conversando”). Pero también la picarona salida con que Mae West burló a la censura: “¿Eso que llevas en el bolsillo es una pistola o es solo que te alegras de verme?”.

    El quiosquero de la esquina atiende a un niño, tranquilo y bien educado, que entra en la tienda con sus padres y sus abuelos, y viste un jersey de manga larga, carmesí, con tres rayas horizontales, de un dedo de ancho, que rodean el cuerpo: una blanca, una negra y otra gris. Son, casualmente, los mismos colores del jersey que lleva puesto el quiosquero, combinados de otra manera, con distinto grueso: su camiseta es gris, con algo de rojo, y tiene dos bandas que envuelven el tronco, a la altura del pecho, una blanca y otra carmesí. Más finita, una raya negra separa las dos bandas anchas. Es de cuello redondo y manga ancha y larga. Al quiosquero no se le ocurre ninguna cita, pero sabe que nuestro cuerpo es un conjunto, que todo está relacionado. Y descubre que su recurrente acidez de estómago ha desaparecido. De repente

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