Una modesta proposición / Daniel Arana


Por Daniel Arana

    Hay en Europa unos países donde, hace algunos años, ocurrieron unos políticos.

    Si parafraseo a la gran Carson McCullers es, por desgracia, para hablar del estado de suspensión –y de suspenso– en el que se ha transformado la política. Vi hace apenas unos días a la presidenta del Congreso de los Diputados español emocionarse, después de un discurso elegante y no menos airado, mientras llamaba la atención de todos los integrantes de la Cámara sobre los insultos que se han convertido ya en único discurso y la, por consiguiente, rampante banalización de la palabra. Incluidos, por cierto, varios apelativos misóginos hacia ella misma.

    Un ministro denunció entonces que había sido escupido por otro diputado después de que asistiésemos a una bufonada más de un determinado parlamentario, chocarrero y de siempre arbitraria idiocia. Por otra parte, cuando a los más conservadores de la bancada no les gusta lo que, en una democracia, tiene que escuchar, gritan y boicotean la sesión con ruido, furia y, sobre todo, pobretona mentecatez.

   Los regímenes de Venezuela y Cuba -que son, en efecto, regímenes lamentables- copan el discurso de algunos. Nadie se acuerda, por desgracia, del resto de gobiernos totalitarios del mundo con los que también hacen negocio los políticos y algunos jefes de Estado. Otros parlamentarios hablan de fascismo como si supieran lo que esto significa y, por supuesto, son capaces de justificar lo injustificable.

    Querido lector, así podría llenar páginas de deméritos varios y variados.

   Diríase la situación y clase política, pues, en sazón general transitoria, en resultado de una estrategia para el cultivo de baja épica, de espúreo contenido e inconexa liturgia. Este circo penoso, esta hoguera de vanidades arroba a algunos, divierte a otros y al resto nos espanta. Pero sobre todo, se traduce en mucho dinero a cambio de nada, como si alguien quisiera que comprásemos una caja invisible, vacía, y pagar por ella un alto precio.

   Y se traduce, además, en algo todavía más peligroso: la fiesta ha terminado. Nada de lo que conocimos ha perdurado. Es evidente que estamos en un fin de régime.

   Pero que nadie vocifere antes de tiempo ni lancen campanas al vuelo. Ese final puede, sin la menor de las dudas, hacer que se avecinen tiempos –aún más- negrísimos para las libertades. Llegados a la supuesta madurez de una democracia timorata, edificada sobre no menos timoratos basamentos de hace cuatro décadas, el sprint final parece ser la irrupción en el parlamento de la extrema derecha, con un discurso temible sobre la inmigración, la derogación del matrimonio homosexual, el aborto y el endurecimiento de ciertos delitos que tienen que ver con la libertad individual y colectiva.

    ¿Qué hacemos ante esa amenaza? ¿Y también ante la amenaza que supone que el resto de partidos conservadores hayan derechizado su discurso, en transtemporal competición electiva?  

    La gansada y el escupitajo como símbolos de mendicidad mental –substrato de la firme incompetencia de la izquierda- hacen peligrar nuestra ya de por sí débil democracia: conocemos de sobra lo que un caudillo, erigido en mesiánico salvador de un Estado débil y empobrecido, puede acarrear para los que somos contrarios a todo totalitarismo. No es necesario insistir en que nombres como los de Salvini, Orbán, Trump o Bolsonaro, en el resto de Europa y el mundo, ejemplifican este argumento.

    Ningún Estado que se diga democrático sobrevivirá –aunque a este ácrata que suscribe le duela en prendas subrayar algo así- sin políticos conscientes del Estado por el Estado. De la Justicia por la Justicia.

   Olviden que este servidor de ustedes crea y haya defendido que un Estado debe incordiar lo justo al ciudadano. Hoy y así las cosas, veo por realismo necesarios a aquellos representantes que viven un poco en las tinieblas estatales, que tienen en su sombra los talentos de un guardián sempiterno. Que pueden decir, en definitiva, como Debré a Barre desde su escaño, hace ya unas décadas: « ¡Haga usted política! ». Ese grito era, no por nada, una sabia conseja, casi un rezo, para salvaguardar lo que quedaba de la Francia libre.

    Así las cosas, habremos de empezar a pensar si queremos seguir manteniendo a hombres –y mujeres- huecos, parafraseando a Eliot; a dilucidar si seguimos optando por una política que ha cambiado zapatos por pantuflas, la pluma nacarada por el bolígrafo de mercadillo o el bestialismo y la mala educación por el prestigio.

   Hagamos para ellos una retirada no demasiado humillante, pero sí sincera. Digamos a esa quimera llamada nueva política que sólo son viejísima política, que son de idéntico jaez al de todos los demás. Que la Historia recuerde épocas claras, no falsas victorias y fragmentos para el bochorno. Dejemos de entender como normalidad el que los políticos determinen aquellos jueces que más y mejor convienen a sus desmanes. Digamos no al vacío de este atardecer dominical en que ha devenido la política y el difunto régimen de 1978.

    Pero, sobre todo, voten en las próximas elecciones. Esa es mi modesta proposición. No voten por convicción en ninguno de ellos –porque sería inútil- pero háganlo como antídoto contra el veneno de los totalitarios que se avecinan.

    Unos a caballo, otros con levita: el resultado es el mismo.

    Voten por los que, al menos, salvaguardarían las pequeñas libertades de una democracia liberal y combatirían los errores de prognosis histórica de los que hacen gala ciertos personajes siniestros, como aquellos que estos días se han negado, una vez más, a condenar la dictadura del general Franco.

     Un instante de vacilación, entonces, nos haría rodar como una bola de cenizas, directos hacia la más absoluta barbarie.

    Felices Fiestas.

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