Constitución y monarquía / José Luis Bermejo


Por José Luis Bermejo
Profesor de Derecho administrativo de la Universidad de Zaragoza

    Cada generación debería poder elegir, o cuando menos refrendar, a su monarca. Asumiendo que el monarca es un mero símbolo político, el más solemne y adornado, pero solo un símbolo de la nación (o sea, de la suma de todos los españoles de cuna y de adopción), no se sostiene que la jefatura del Estado sea una magistratura inexorablemente vitalicia.

    Menos aún, hereditaria. El desconcierto de las Cortes Generales al recibir la abdicación del rey Juan Carlos y la tensión que sufrió el orden constitucional de sucesión a la Corona hasta que se conoció el sexo de la infanta Sofía han revelado la necesidad de contar con resortes, otra cosa es su alcance, que modulen el carácter vitalicio y hereditario de la monarquía española.

    No comparto los falaces argumentos acerca de la mejor calidad democrática que conlleva una República, pero creo que el carácter no electivo de la Corona no encaja bien con la naturaleza democrática del Estado español, precisamente por el brillo institucional que tiene la Jefatura del Estado. Otros poderes del Estado no son tan democráticos o no lo son tan directamente como, por ejemplo, los Ayuntamientos de nuestros muchos pequeños municipios, sin embargo deslucidos en el panorama constitucional. Pero la monarquía no puede permitirse el lujo de no expresar con plenitud los valores del Estado, pero tampoco el de quedar en un segundo plano, excusada de ellos.

   Es evidente que la monarquía ya no expresa el autoritarismo político ni la identificación de soberanía y propiedad (el monarca no ostenta el dominio eminente sobre todas las almas y haciendas del país, como en el absolutismo). Pero la monarquía sí representa dos fenómenos contrapuestos: la continuidad en el tiempo (los políticos pasan pero la estirpe regia permanece) y la discontinuidad en el espacio (la realeza es inaccesible a terceros no familiares). Preservar la monarquía intacta puede no valer para mantener el primero, y puede contribuir a ampliar el segundo. La vinculación histórica de las gentes del país con sus antecesoras no depende de un modelo concreto y petrificado de monarquía: España era una nación reconocible en los tiempos en que la monarquía se configuraba y se ejercía a la manera antigua, y también mientras la Jefatura del Estado fue puntualmente ejercida por monarcas no coronados (presidentes de república, caudillo). Por otro lado, debería estrecharse la distancia de la monarquía con el resto de instituciones políticas del Estado y hasta con el mismo pueblo, mediante instrumentos que conecten más, mejor y más a menudo a representantes y representados.

    La torpeza del debate recurrente sobre la monarquía es su planteamiento en términos binarios (“monarquía o república”), cuando en realidad hay muchas configuraciones posibles de la monarquía. A quienes justifican su monarquismo en la pretensión de garantizar la unidad territorial de España hay que recordarles que un Estado federal desintegrado como Bélgica es un reino… lo cual demuestra la irrelevancia, pero al mismo tiempo la versatilidad de la monarquía, a esos efectos.

   Cualquier institución del Estado debe estar sujeta a cambios, y las propuestas de reforma no deberían ser tratadas como amenazas. Hay una gradación posible en las modificaciones de las instituciones y, en lo que respecta a la monarquía, cabe imaginar una diferente, con toda la mística de la monarquía, pero con más elementos democráticos que su fundación en 1978 gracias a un pacto constitucional.

   Cuestionar la monarquía no tiene por qué significar desdeñar a un concreto monarca –desde luego, no al actual-, ni rechazar de plano el régimen constitucional de 1978, cuyas principales materias problemáticas son otras (cito solo dos: la representatividad política y la articulación territorial). De hecho, cuestionar los perfiles de la monarquía es ayudar a mejorar su función representativa, contribuir a renovar la voluntad de concordia que inspiró la aprobación de nuestra Constitución.

   Termino haciendo mía la ironía formulada en 1816 por Thomas Jefferson, uno de los “padres fundadores” de los Estados Unidos, cuarenta años después de la proclamación de la Constitución de Virginia: “podríamos pedirle a un hombre que vistiera el abrigo que le ajustaba de muchacho…”. Hoy, cuarenta años después de la aprobación de nuestra Constitución de 1978, debemos reconocer que nuestro abrigo soporta y merece arreglos, siquiera de detalle, en casi todas sus piezas.

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