Por José Luis Bermejo
Profesor de Derecho administrativo de la Universidad de Zaragoza
Una hipoteca viene a ser una condición que acompaña a un préstamo para la compra de una vivienda.
Con hipoteca, el préstamo resulta más barato (en torno al 2% de interés) que sin ella (sobre el 6%), porque la hipoteca es una garantía muy sólida de recobro para el banco: si el cliente no devuelve el préstamo, el banco se queda la vivienda. La hipoteca se debe escriturar ante notario e inscribir en el registro de la propiedad y ello entraña un coste de formalización que se desglosa en varios conceptos: la escritura notarial, la inscripción registral, la gestoría… y el impuesto de Actos Jurídicos Documentados (AJD). Esta formalización se realiza en interés del banco que toma la garantía, pero también y sobre todo del cliente que toma el dinero, pues sin hipoteca no hay préstamo. Lo principal en el negocio hipotecario es el préstamo, la hipoteca sigue al préstamo y le da sentido, pero sin préstamo no hay hipoteca, la hipoteca por sí sola no tiene razón de ser. Todo el embrollo se resume en dos preguntas que, en realidad, son una sola: ¿quién adquiere qué en un préstamo hipotecario? ¿A quién interesa o beneficia? En mi opinión, fundada y coincidente con la del magistrado disidente de la sentencia revolucionaria, aunque totalmente carente de fuerza ejecutiva, en un préstamo hipotecario se adquiere dinero a crédito, y el cliente es el principal interesado en el negocio.
Impulsada desde el Tribunal de la Unión Europea, la justicia española emprendió en 2013 una nueva línea “pro-cliente/anti-banco”, revirtiendo situaciones muy asentadas en nuestra economía doméstica pero que se entendían injustas. Primero se declararon nulas, por abusivas, las famosas “cláusulas suelo” de las hipotecas. Luego, en 2015, cayeron las cláusulas que obligaban al cliente a asumir los gastos de la hipoteca: en una sentencia prenavideña (23 de diciembre) se afirmó que el banco debía pagar esos gastos por tener el interés principal en solemnizar el negocio, lo cual le facilita el embargo de la vivienda en caso de impago. Este nuevo criterio, que puede valer –con matices y salvedades- para los aranceles de Notarios y Registradores (los honorarios que cobran estos profesionales), resultaba dudoso de extender al impuesto AJD. Por eso, la tercera y última etapa en la que nos acabamos de adentrar es la de la reasignación al banco del impuesto de AJD, etapa que le tocaba cerrar a la justicia contencioso-administrativa, ya que hasta ahora era la civil la que venía juzgando -aunque últimamente había vuelto a asumir el criterio tradicional de la contencioso-administrativa (“paga el cliente”)-.
La ley, al referirse a las escrituras notariales, obliga al pago del impuesto AJD “al adquirente del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan” (artículo 29). El pasaje del reglamento que acaba de ser anulado por el Supremo (art. 68.2) precisaba que en las “escrituras de constitución de préstamo con garantía se considerará adquirente al prestatario”. El origen formal de este pasaje es el artículo 8.2 de la ley del impuesto, ley que regula en realidad dos impuestos (transmisiones patrimoniales y AJD). Este artículo, aunque se refiere a las transmisiones patrimoniales, sigue vigente y aún se puede manejar en vía interpretativa para mantener el estado de cosas anterior a la sentencia. No obstante, el Tribunal Supremo ha cerrado la duda que él mismo había reabierto sobre quién es el interesado en solemnizar un préstamo hipotecario: para el Supremo, el único interesado es el banco, tal es la consecuencia de la afirmación tajante “el sujeto pasivo en el impuesto AJD cuando el documento sujeto es una escritura pública de préstamo con garantía hipotecaria es el acreedor hipotecario, no el prestatario”. Por ello es difícil de anticipar el sentido y el resultado del pleno convocado el 5 de noviembre. Ese día el Tribunal Supremo, ya anulado el pasaje reglamentario, pero también proclamado su nuevo criterio (“paga el banco”), podrá intentar fijar el alcance prospectivo de su nueva doctrina, con el fin de blindar las las oficinas de hacienda autonómicas ante reclamaciones masivas de ingresos tributarios indebidos por parte de los clientes, que podrían extenderse hasta 4 años a contar desde ahora. Este intento sería insólito, pues la nulidad retrotrae las situaciones jurídicas a su estado original. Además, sería relativamente estéril, porque las haciendas autonómicas podrían oponerse a las reclamaciones, arrastrando a los reclamantes a un largo y trabajoso proceso primero administrativo y luego judicial, dando de nuevo ocasión al Tribunal Supremo de reconsiderar su criterio. Para los nuevos préstamos, la banca podría protegerse del deber recién impuesto, mientras se mantenga la incertidumbre, con aumentos de las comisiones de apertura u otras maniobras del estilo. Un cambio de la ley en cualquier sentido es improbable a corto y medio plazo, dada la delicadeza sociopolítica del asunto en tiempos preelectorales (clientes) pero, sobre todo, económico-financiera (bancos, Fisco).