Los sueños perdidos del quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   Lo que ayer era una estampa propia de un mundo inhóspito hoy es reivindicado como ejemplo de gran calidad de vida.

     Parece bastante probado y repetido que cuanto más confortable es nuestra existencia más ganas tenemos de recuperar algunas cosas de antaño. Progresar y, después, cuando el progreso parece consolidado, añorar una vida antigua y salvaje, pura e idealizada, que, a lo mejor, nunca existió de veras, pero a la cual queremos volver.

  El quiosquero de la esquina, el otro día, asistió al entierro del proyeccionista del antiguo cine del pueblo de su abuela, la que lo llevaba de pequeño, un domingo sí y otro también, y con el que formó su amor por las películas durante su infancia y adolescencia. Un hecho casi mimético al de aquella memorable película de Giuseppe Tornatore titulada ‘Cinema Paradiso’, realizada hace ya treinta años. La historia, recuerden, de un niño de un pequeño pueblo italiano cuyo único pasatiempo es ir a la sala Paradiso y de su amistad con el proyeccionista local. Un entrañable melodrama que homenajea al cine a través de un chaval, toda una mirada nostálgica (de la bien entendida) a la infancia, la amistad y el primer amor. El niño “roba” la primera parte del filme, mientras la última contiene un montaje casi tan célebre como la banda sonora del gran Ennio Morricone.

  El cineasta pone mucho de su memoria cinéfila en este puente tendido hacia el corazón de todos aquellos que amen las películas para rodar este filme fuera de norma que se lanza a tumba abierta, sorteando los peligros de la sensiblería, para relatar los recuerdos que un hombre tiene de su infancia y, en especial, del rural en el que vio sus primeros filmes. Entre escenas rápidas de un costumbrismo a lo Germi o al primer Fellini, van desfilando por la pantalla fragmentos de películas que han marcado todo un itinerario, desde el Visconti de ‘La tierra tiembla’ y los folletines de Raffaello Matarazzo hasta la llegada de Brigitte Bardot, que causa conmoción en las primeras filas, pasando por Alberto Sordi y el inefable Totò. La inenarrable secuencia final dejó boquiabierto al quiosquero cuando vio la película. Los momentos finales, en efecto, con el montaje de los recortes de besos censurados, obsequio del proyeccionista a un maduro y desengañado protagonista, son toda una síntesis de los sueños perdidos en una pantalla de pueblo.

  Como Tornatore, el quiosquero es un cinéfilo de la mejor especie y me advierte que Ettore Scola rodó el mismo año ‘Splendor’ sobre un tema parecido, aunque este filme del autor de ‘Brutos, sucios y malos’ resulte una metáfora demasiado obvia sobre el crepúsculo de una forma de vida que ha tenido en la exhibición cinematográfica (y no en la cultura televisiva) su punto de referencia predominante. Da gusto hablar con el quiosquero de todo tipo de cine, más añejo o más novedoso, aunque, muchas veces, no coincidamos en los diagnósticos. Es lo mismo, o casi mejor, porque la clave está en el aprecio de las discrepancias. En lo que sí estamos de acuerdo es que el cine es la mezcla más monstruosa de inteligencia y de estupidez, de cultura y de ignorancia, de honradez y de robo, de ingenuidad y de astucia, que la sociedad ha conseguido reunir jamás. Y, sin embargo, con todo esto, la potencia de este medio es enorme. La primera mitad del siglo veinte quedará ciertamente caracterizada, entre otras cosas, por el nacimiento y afirmación de este medio de comunicación, cuyo alcance trasciende los límites de la expresión artística e incluso del espectáculo. El espíritu del cine seguirá sobreviviendo más allá de los cambios de formas que aporten las permanentes revoluciones técnicas.

    Desde la invención de los hermanos Lumière, allá por el año 1895, que hacía prácticamente posible la reproducción de las imágenes en movimiento, hasta hoy, se puede decir que el cine ha penetrado en todos los dominios de la vida contemporánea: desde el laboratorio de investigaciones científicas hasta la escuela, desde el periodismo a la publicidad, desde la documentación con fines de estudio al espectáculo recreativo. Seguidores de las más variadas disciplinas culturales no pueden dejar de ocuparse del cine tanto como instrumento de búsqueda y de comunicación como por los reflejos de orden sicológico, social, político, moral, estético, que derrama sobre la colectividad humana. Para resolver la crisis actual del cine es necesario que todo el problema sea visto orgánicamente y, de la misma forma, se resuelva. El cine hay que defenderlo en nombre de la inteligencia, pero hay que hacerlo inteligentemente. 

    El cine puede contar historias sobre las cosas que pasan en la vida y algunos cineastas deciden hacerlas y compartirlas con los demás. La pantalla nos enfrenta siempre con aquello de lo que huimos. Y que solo unos pocos maestros saben rescatar de la penumbra. El cine básicamente de entretenimiento, algo perfectamente legítimo, no debe marginar otro tipo de narración. Pero ha ocurrido un salto gigantesco con la revolución tecnológica, que ha cambiado completamente las pautas de casi todo. Ahora es más difícil todo, no solamente en el cine. La palabra cine pertenece al pasado. Estamos asistiendo a un cambio absoluto en la forma de entendernos, de relacionarnos. Antes vivíamos en la era analógica y ahora estamos en la digital, que supone algo parecido a lo que produjo la máquina de vapor. No hay que satanizarlo ni sacralizarlo, sino que forma parte del proceso histórico. Los escribanos desaparecieron cuando apareció la imprenta y los jornaleros desaparecieron cuando surgieron la cosechadora y el tractor. El marxismo sigue teniendo vigencia cuando entiende que los medios de producción son los que condicionan y crean una forma de relación y de entendimiento de la sociedad.

    Si nos fijamos bien, las salas de cine como antaño las entendíamos han ido desapareciendo ante otras tendencias de ocio. Ahora agonizan. Las salas de cine, como los seres humanos, nacen, crecen, se desarrollan y mueren. La expansión de la televisión comenzó a restarle espectadores y le provocó al cine la primera gran crisis. El boom del vídeo doméstico causó otro gran bajón en la afluencia del público a las salas. La crisis más profunda para el cine llegó con la aparición de plataformas digitales de televisión, que multiplicaron la oferta de películas para verlas cómodamente en el salón de casa. Esa crisis provocó el cierre de numerosos cines. La puntilla llegó con el abaratamiento de la alta tecnología del sector y el acceso de la gente al ámbito de la imagen, pero, sobre todo, por la extraordinaria irrupción de internet y de las redes sociales como vehículo de comunicación.

    Estos fenómenos han acarreado la muerte biológica, o casi, de lo que antes era conocido como cine. En Zaragoza, sin ir más lejos, la sangría de los cierres de las míticas salas de estreno del centro urbano (Rex, Dorado, Avenida, Actualidades, Goya, Coliseo Equitativa, Argensola, Coso, Mola, Don Quijote, Buñuel, Renoir, Elíseos) o las de reestreno , ubicadas generalmente en las barriadas (Torrero, Venecia, Victoria, Roxy, Dux, Rialto, Palacio, París, Gran Vía, Pax, Norte, Salamanca, Arlequín, Latino), es un dato esclarecedor. Y otro dato irrefutable es el cambio de hábitos en el consumo familiar de películas. A la hora de elegir pantalla grande se opta por las salas de los centros comerciales, en los que se puede devorar cine y comida basura. Los clásicos cines zaragozanos han sido absorbidos, maldita sea, por las grandes superficies (Aragonia, Grancasa, Puerto Venecia, Yelmo Plaza Imperial). En la capital del Ebro, salvo el cine Cervantes y los multicines Palafox, el centro se ha quedado sin salas. Del recogimiento a la algarabía. Del cine comprometido al entretenimiento vano e inane. Del cine de autor al cine más comercial.

    El cine de autor, el que hurga en las emociones y chapotea en la condición humana, está en peligro de extinción, como el lince ibérico, el tigre de Bengala o cualquier quiosco de prensa y pequeño comercio en general. El cine de autor, esto es, está amenazado por las grandes maquinarias cinematográficas que, encima, andan moldeando los gustos de la audiencia. Parece que el cine ya no está interesado en plasmar la complejidad de las emociones humanas ni en ahondar en las preocupaciones reales. Parece que el cine, en fin, ya no sintoniza con esa voluntad de cartografiar los sentimientos, cuestiones más bien complejas como la culpa, el perdón y la redención. Triunfan la fantasía y el escapismo, pero el cine de autor, demonios, cada vez está más reducido, es un nicho, y las grandes maquinarias lo están ocupando todo. No hay esperanzas para el optimismo, aunque sí las puede haber en el documental. Casi todo lo demás son secuelas de secuelas de secuelas. O, peor aún, precuelas de precuelas de precuelas. Y eso es algo que va a tener, más temprano que tarde, un efecto muy profundo en la próxima generación de espectadores.

    El cine de autor parece encontrarse en un callejón sin salida. Un cine hecho con las entrañas desde postulados independientes que, muchas veces, no encuentra la respuesta de las distribuidoras porque el público no acude a verlo. Y no es una pose intelectual, porque eso no quita para reconocer el cine de género o cualquier otro que guste al público. No todo en este mundo, claro, tiene que ser necesariamente cine de autor. Pero es verdad que el arrinconamiento que sufre de un tiempo a esta parte es un hecho palpable. El audiovisual, sin embargo, goza de una extraordinaria salud, a través de los canales más insospechados y siempre a nuestro alcance. Tecnológicamente estamos conectados a la imagen, mientras que el cine se muere de puro viejo o, al menos, está a la espera de cómo adecuarse y vehicularse también, como negocio que es, a esos canales de la comunicación global del tercer milenio. Es lo que ocurre a la prensa de papel, otra que tal, santa y seña del siglo veinte y que las nuevas tecnologías, ay, ha desbancado en esta nueva centuria.

    La innovación tecnológica, pues, está cambiando la manera de producir y consumir cine. Todo es pura transformación. Ahora bien, la expansión digital ha contribuido a emborronar las diferencias entre alta cultura, oficial, popular y subterránea, tirando abajo el edificio construido. En el seno de la cultura digital, todos los contenidos se ofrecen por un mismo canal, la pantalla, y son un mismo lenguaje, que es el audiovisual. Es decir, la banalización, la falta de criterio, la precaria espontaneidad. El capitalismo encuentra en las lógicas de la cultura digital un acomodo ideal para emprender una nueva fase, pues en su seno se permite, en primer lugar, que se produzcan cristalizaciones como las fusiones entre marca y consumidor propiciadas por él mismo. En segundo lugar, y más importante, se transmite una sensación de libertad para el individuo. Una libertad, no lo olvidemos, manipulada por las propias marcas y corporaciones para sacar partido y hacer caja. Por eso mismo, claro está, internet representa una fase más avanzada del capitalismo.

    Hacer cine, en cualquier caso, se une a una cierta perspectiva de comunicación y de compartir con otras personas lo que se piensa. Una película no debería ser algo terminado. Después de realizada se puede recibir un montón de información que enriquece todo aquello que se ha querido contar. Los procesos cinematográficos suelen ser relatos en sí mismos que están ahí esperando para ser despertados. El director imagina las secuencias y estas se abrazarán para crear un relato contenedor de muchas otras. Las historias habitan en los sentimientos, en los pensamientos, en las emociones. Hacer películas para que sean vistas u olvidadas, vivir en el intento del proceso que se convierte en meta y aprendizaje colectivo. Soñar a partir de la realidad y dejarse llevar por la ilusión de las imágenes y los sonidos.

    En tiempos de crisis económica, que marca de manera nefasta lo social, lo político y lo cultural, lo primero que se maltrata de manera despiadada es la exigencia y el rigor. En estas situaciones, el cine parece penetrar en los segmentos más fáciles, más trillados, con menos compromiso estético en busca de una solución mágica. Para mago, el francés George Méliès. O el turolense Segundo de Chomón. Porque solo se busca un prototipo de público como un simple consumidor, la mediocridad en su propia reafirmación, sin encontrar otras salidas a espectadores más exigentes que se relacionan de otra manera con el cine y con la cultura en general, que no se los atiende con el merecido respeto y dedicación.

Si no se ofrecen otras películas con mayor compromiso no se puede saber si existen otros espectadores o no. Estamos todos en una zona de confort que anula de manera radical la experimentación y el riesgo. Incluso la belleza. Es un momento de retroceso absoluto. Y se detectan muchas imposturas. Lo nuevo de hoy parece más viejo que lo antiguo.

  ¿Qué fue de aquellos proyeccionistas de antaño? ¿Emocionaría a las nuevas generaciones una película como ‘Cinema Paradiso’? ¿Está en crisis el cine o lo está la cinefilia? ¿O ambos a la vez? A veces, lo más difícil es explicar lo obvio. La verdadera crisis viene dada de las altas dosis de confianza que necesitan utilizar los cineastas para contrarrestar las dudas que siempre les invaden cuando empiezan el siguiente proyecto. Los títulos llegan solos, se instalan y no hay manera de bordearlos. No se entiende que salga la palabra crisis sin ser una descripción de personalidad. Estamos en la crisis de algunos principios morales. Al paso que vamos, nos quedamos sin golondrinas, como nos estamos quedando sin abejas y sin gorriones. O sin quioscos de prensa. Algo estamos haciendo mal. Como dice el quiosquero de la esquina, “todo ha cambiado, menos el mar, tan traicionero”.

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