La playa vacía / Daniel Arana

Por Daniel Arana

A todas las víctimas de la violencia,

desamparadas por un código penal

injusto

    Cuando vienen mal dadas, como suele decirse, busco el mar.

   Esas larguísimas playas, en medio de bahías, o quizás cercadas por paseos marítimos que el sol vacía de viandantes. Y es un hecho que, en efecto, mal dadas vienen.

   Ayer, cuando remachaba estas palabras que siguen, y después de que todo el país recibiera la noticia de que, hace siete años, la ahora presidenta de la comunidad de Madrid y entonces número dos, había sido sorprendida en flagrante latrocinio, la justicia española decide poco menos que exonerar a esa criminal caterva de violadores apodada «la Manada».

   Según lo que se deduce de la sentencia, los once acometimientos sexuales –que prefiero no detallar por respeto a la víctima– de cinco personas hacia una muchacha de dieciocho años, indefensa y ebria, a la que introducen en un portal, graban y cuyo teléfono después arrebatan, no merecen ser calificadas de agresión sexual (lo que antes llamábamos violación).

   Por si la ignominia no resultase lo suficientemente terrible y peligrosa, uno de los tres jueces de la Audiencia Provincial de Navarra aprovecha para teñir el escrito de su voto particular de verdaderas barbaridades, tratando lo que es un horror innegable de situación alegre, delicada y jolgoriosa. El siniestro vocabulario empleado se corresponde con el de un oscuro funcionario del extinto Tribunal de Orden Público, y no con un juez demócrata.

   Ojalá el recurso no caiga en saco roto y suponga, además, un precedente para que violadores y criminales así, doquiera los haya, no vuelvan a ser exonerados jamás por un tribunal. De paso y por añadidura, que tenga lugar, al fin, una reforma del Código Penal español, dado que aquel se ha demostrado injusto, insuficiente y pacato.

    Y que llegue en un momento tan penoso en el que los parlamentos aprueban, además, rebajas penales para la peor calaña del país. No llámese nadie a engaño, pues todo esto también es política.

    Política que, damas y caballeros, se ha convertido en algo mayoritariamente destructivo. Este liberalismo atroz no es demasiado consciente de los fosos del castillo, de los corredores tétricos o de los subterráneos de la historia. Y en el caso de que lo sea, es porque tiene responsabilidad estratégica en todo este barrizal.

    ¡Qué ingenuos, cuando no mezquinos, quienes deciden ignorar a Hobbes o a Maquiavelo! Ni siquiera existe un conservadurismo puro que se complazca demasiado en ellos.

   Pero no seré yo quien tampoco bendiga la atorada insensatez del camino emprendido por las izquierdas. Hubo en su día alguien que rescató la expresión clásica «pasar el Rubicón» y, en parte, no erraba el tiro.

    No hay vuelta atrás en ese paso. Esta axiomática tontuna de los populismos, ni zurdos ni diestros, sino estrambotes del ambidextrismo, es sintomática también de una era nefasta.

   Los maîtres políticos de esta época nos han servido y aún nos sirven la idiocia en platos imposibles, cargados de salazón o insípidos hasta la hartada. Y es que, al menos quien esto suscribe, ha dejado de aplicar sus conocimientos de psicología –ni siquiera el condimentaje edípico, tan freudiano en origen, tiene razón de ser aquí – porque no comprende que, a la vista de los sondeos, perdure la ceguera del votante.

   Una admiración ciega hacia lo que, me parece, es un menú no apto para gourmets: la nueva política o el viejo orden, esto es, la hoz y el martillo y los caralsoles, penosamente teñidos de sangre por la historia contemporánea.

    El peñazo de los españoles sin complejos, de banderita y faena a media tarde, o el estalinismo de quien decide ya no purgar a los contrarios, sino sumarse a la reaccionaria proclama de independencias territoriales que nadie ha pedido y que convenía no haber agitado (máxime cuando se trata, en el caso catalán, de tapar los inmensos pufos llevados a cabo por los diferentes gobiernos de la Generalitat).

    Son de espanto también las apariciones diarias en ese aciago y goebbelsiano aparato de propaganda en que se han convertido las televisiones (públicas o privadas, autonómicas o nacionales) para eternizar ese mercadeo de baratillo tan hortera que hoy es la política.

    Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, decía Sánchez Ferlosio. ¿Cuánto tardarán las ráfagas de toda esta debacle, me pregunto, en salpicarnos a nosotros para que tomemos conciencia de una vez por todas?

   Algunos han convertido –y en ello siguen– aquel antiguo estado de comercio y soberanía, de libertades ganadas con sangre, en una provincia abrumadora, semi analfabeta, sucursal por vocación y caricatura de regiones. La energía de la nación está carcomida por la plaga infame de la corrupción y, por si fuera poco, existe una hermenéutica informativa basada en la propensión a silenciar y destruir.

    Esta es la tragedia de los tiempos, como un lastre inexorable, mientras seguimos consintiendo la penuria y la debacle.

   Decía, al inicio de esta columna (que tengo, por cierto, el privilegio de escribir en uno de los pocos órganos informativos libres que queda en Aragón) que cuando vienen mal dadas busco el mar. A veces, la playa está vacía y el camino de vuelta es más asfixiante de lo habitual.

   Pero si los acontecimientos nos enseñan a gozar tanta vacuidad pletórica y nos permiten seguir refugiados en las bibliotecas –las públicas, pero sobre todo, las de cada uno–, quizás pensar en libertad todavía sea un privilegio.

    Me despido pidiéndoles que sean críticos y traten, desde donde puedan, luchar contra la injusticia y la desprotección de todas las víctimas. Que poden la arboleda podrida cuando aquella no nos deje ver la realidad del paisaje y que se cautiven del lado bueno de la existencia humana. Arróbense con un libro o una buena conversación, porque ningún político ni tampoco juez alguno va a venir a salvarles con falsas promesas, sino que la tarea de defensa les corresponde a ustedes.

Artículos relacionados :