Tal vez / Daniel Arana


Por Daniel Arana

    Los ciudadanos, sobre todo los que nos jactamos de ser y vivir como librepensadores, estamos ya habituados a ver y oír de todo.

    La cuestión catalana, impenitente monserga de los últimos tiempos, ha levantado de nuevo a los patriotas de uno y otro bando. El domingo primero de octubre, tratando de ir en busca de un libro a un mercadillo de antigüedades, me crucé con un grupo de estos héroes de novelita barata que, lozano brazo en alto y supino caralsol, se esforzaba por salvar el país, pensando que con rescatar viejos himnos falangistas y amaneramiento fachoso –de facha y de ridículo, mal que bien- la seguridad y la integridad del estado no corría peligro.

     Por su parte, las calles de Barcelona se llenaban, y aún lo hacen, de algunos que confunden soberanismo y añejo nacionalismo con verdadera libertad. Cuidado, no digo aquí que todo el manifestante lo pensase, más sí desde luego sus sacrosantos líderes, cantautores incluidos.

    He oído ultrajar a los que alzaron sus voces contra la codicia de los dirigentes catalanes. Entre ellos, había líderes feministas históricas, músicos progresistas o sencillamente verdaderos presos políticos del más negro franquismo. Pero al personal exaltado todo le es exactamente lo mismo.

    Claro, lo que para unos es horizonte y emancipación a otros nos suena a oscuro veneno de dioses menores, a apología demodé, bien escoltada por la burguesía que ostenta el poder. Se construye el relato a debidas voces sin que, como sugeriría un Pirandello postmoderno, hayamos encontrado al autor. Y entonces, los cuestionados son implacables: quien no esté con nosotros, es un reaccionario.

    Ah, ¡cómo carece la alta política carece de la clase que tiene incluso la más baja literatura!

     Enarbolamos la memoria como si fuese la espada de San Jorge y nos vemos sumidos en un pasado alusivo, arteramente revivificador y cargado de los más torpes afectos y pasiones. A quien ha hecho de los nacionalismos –de todos ellos– una causa, sólo le aguarda la más penosa y fatal infelicidad. El amargo sabor de un edificio sin cimientos.

     Dentro de esos relatos –me refiero tanto al españolista como a ese renacido nacionalismo de izquierda (sic)- lo que se ha hecho es conferir forma a una materia temporal diseminada, dar vida a una suerte de criatura de Frankenstein llamada efecto de ficción. Oponer, pues, el tiempo a la eternidad.

     Fuera del relato, y en esto me declaro optimista, carece de sentido esa oposición: no vive el tiempo, por lo que tampoco la eternidad. Y por eso uno debe tender a la expansión, jamás al aislamiento. Cuanto más se aminora un territorio, más se convierte en provincia abrumadora, sucursal por vocación y caricatura de región. Si ese es, como parece, el clima geopolítico al que aspiran todos, envueltos en banderas de uno u otro mal gusto o sencillamente, a culpar a factores externos –desde las patrias inmisericordes que tanto aborrece el independentismo hasta las aguas subterráneas de un pasado negro donde se bañan las derechas–, prefiero mantenerme ajeno a él.

    Los políticos, me temo, han aprendido la lección del pasado al que tanto aluden y no se esconden: todo es producto de una confabulación entre partidos, que se mide entre el desprecio profuso a la lógica y la libertad por un lado, y la angustia a que otros destapen su calamitoso proceder por el otro. De la fractura social, que ya se habían encargado los nacionalistas de crear en el caso catalán, hemos pasado a la fractura política que, lejos de arreglar el asunto, lo entorpece y complica aún más.

     No hay siquiera una desvaída presencia de cambio. Quienes una vez se atribuyeron la causa de éste, han traicionado con vileza, nocturnidad y alevosía los valores progresistas que parecían ostentar. Han ocupado sus asientos, como si de un espectador más de la tragicomedia tratárase y han fatigado hasta límites insospechados su discurso y promesas.

     Ninguno de los partidos que hoy ocupa el parlamento español tiene ambición alguna de cambiar lo que a todos favorece. Las pruebas están cada día en los plenos, los discursos, las comparecencias. Al alcance de todos, puesto que la estupidez y la mentira son dos de los vicios que menos ocultan las democracias.

    Cuánto bien nos haría un joven y corajudo Montesquieu, dispuesto a pavimentar con denuedo moral y legal los yermos territorios en los que transitan nuestro gobierno y nuestra oposición. Y es que los ingenuos liberales y los conservadores de toda la vida –no digamos ya socialistas y poscomunistas- se tapan ojos y nariz cuando leen o escuchan sobre ese filósofo de la Ilustración, desoyendo también a Hobbes y a Maquiavelo.

    Más allá de las raíces circunstanciales de todo lema, lo que peligra –vistas la deriva totalitaria y la falta de valores democráticos en la extrema izquierda, la burguesía nacionalista y el más rancio españolismo- es un hecho substancial: la propia noción de libertad. Una vez desaparecidos las dictaduras en Europa, no quisiera yo ver convertidos estos tiempos, de nuevo, en la noche definitiva de nuestro siglo, sólo por los desmanes de una caterva iletrada que tinta sus ideas de madurez, pero no puede evitar que se decoloren en la más simple tonalidad anímica de la pubertad.

     Tal vez la felicidad, para evitar esos relatos infames, consista en habitar un presente que dure lo que dura aquello eterno. Para eso, cada vez es más difícil contar con una clase política no envilecida, determinada sólo por ansias de poder, ruido y furia, que dirían Shakespeare y Faulkner.

    Esas ansias son, a fin de cuentas, pura tentación.

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