Los enemigos de la Torre Nueva / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás.
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza 
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
(Publicado en Heraldo de Aragón)

    Los más notorios defensores del derribo de la Torre Nueva, hace ahora siglo y cuarto, nos son conocidos, incluido el alcalde –que lo fue dos veces-, Sr. Sala Santanac, abogado y acaudalado propietario en Zaragoza y Calatayud, que sería senador cuatro años más tarde.

    En cabeza de los combatientes antitorre actuaron Conrado Aramburo, licorero, con comercio en la calle Torre Nueva, 32; Francisco Navarro Pérez, comerciante de ultramarinos en el 37 de la misma vía, pegadito a la Torre: otros Navarro, pañero, que, al poco, se hacían casa nueva en el paseo de la Independencia con medio millón de los ladrillos de la Torre comprados tras su derribo; vecinos temerosos, o aborrecidos, del monumento como José Montañés , dueño del torreón de Fortea; Agustín Paraíso, propietario del número 1 de la plaza y supuesto autor del libelo antitorre (“muy bien escrito”, admitió el ecuánime Gascón de Gotor) ‘Testamento de la Torre Nueva’. También el prócer Joaquín Gil Berges, ilustre jurista, diputado por Huesca en las Cortes Constituyentes  tras la expulsión de Isabel II y dos veces efímero ministro en la I República, a quien Zaragoza recuerda con una minicalle, la cual, con gran puntería, desemboca casi frente al hueco que dejó la Torre mártir (es de imaginar que quién dispusiera tal cosa lo haría así de intento).

Comerciantes ‘modernos’

    No eran negociantes atrasados o ignorantes. Aramburo se presentaba  como ‘Gran Fábrica de Aguardientes y Licores’, cuya especialidad era el Anís del Toro. Navarro Pérez rotulaba su comercio como ‘Almacén de Frutos, Coloniales y del País’ y vendía tanto a mayoristas como al por menor. A juzgar por lo que proclamaba  de su género, vendía “en especial todas las clases de azúcares refinados que produce la Azucarera de Aragón”, además de traerlos del resto de la Península “y de las refinerías de Barcelona”. Paradójicamente, había creado, con la marca ‘Torrenueva’, una fábrica de “chocolates superiores elaborados a brazo” y vendía, en tiempos donde el dolo era tan común como hoy –cuando se venden engañosamente aceites ‘refinados’-, “aceites puros de confianza, sólo del Bajo Aragón”. Ofrecía un bonísimo azafrán y aseguraba que, en su antigua y acreditada casa, al opulento almacén se unía el deseo de atender  “a las familias con variedad de artículos a precios ventajosos y de completa confianza”. Hacía un uso muy avanzado de las técnicas publicitarias, pues hablaba de sí propio como si fuera un tercero: “Llama la atención por los chocolates elaborados a la antigua, como hace cuarenta años, surtiéndose directamente de los mejores cacaos, para que resulten de verdadera alimentación”: artesanía, calidad de materia prima, producto saludable y nutritivo. Desde luego, todo con el fin de ayudar al comprador a morigerar el gasto, pero no abaratando las cosas sin ton ni son, sino ofreciendo buena relación entre calidad y precio de venta: “Los precios, separándose de la corriente de ofrecer barato, sean como quieran, son: Los 350 gramos, de 4 reales lo más bajo, hasta 8, que no cabe mejor; a los cuales el comprador puede aspirar a clases nutritivas y de confianza”. Para cualquier  cosa, el cliente podía llamar al teléfono 122.

No fue cosa de carlistas

   No hay que rebuscar, esta vez, en los archivos para conocer los nombres dichos. El incansable Anselmo Gastón de Gotor fundó y dirigió una revista llamada ‘España ilustrada’, cuyo número 1 dedicó sus veintiocho páginas a llorar por el derribo y a vituperar a quienes habían logrado la ruina del precioso edificio, sin usar disimulos. En su largo artículo ‘Turrófilos  y turricidas’  cita, sin pelos en la lengua, los nombres quedan dichos. De paso, niega, con buenas razones, que los defensores de la Torre fuesen carlistas y reaccionarios, apegados a lo rancio y a las antiguallas, mientras que sus detractores  serían liberales, modernos y amantes del progreso. Eso era “faltar a la verdad descaradamente. Desgracia, y grande, es que para combatir una idea, sea la que fuere, se apele a la calumnia”. Y, tras aclarar que nada había de deshonroso en ser carlista, citaba a defensores del monumento conocidos por su republicanismo, como Desiderio de Escosura (concejal) y a carlistas que preferían destruirla, como uno que, ‘casualmente’, poseía “una casita en la calle de la Torre Nueva, cuya ‘artística fachada’ se ostenta en la plaza de San Felipe”. Hubo 3.875 vecinos de toda condición y pensamiento que se decidieron a firmar, pidiendo protección legal para la Torre: entre ellos, “católicos, pertenecientes a diferentes bandos políticos, y republicanos de todos los matices y hasta incrédulos en materia de religión y de política (…) Ricos y pobres, inteligencias privilegiadas y oscuras, fuertes y débiles, todos los extremos en ideales y posición, estuvimos allí representados”

   Así fue, aunque no sirvió de nada. Pero, como ahora mismo, algunos quieren hacer pasar por carcunda a quienes defienden el patrimonio histórico, ya sea una antigua factoría o un teatro romano.

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