Del quiosquero, el de la esquina, a Buñuel, el padre de ‘Jeanne’ / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

     Aunque la cinefilia no tiene edad, asegura el quiosquero de la esquina, el paso del tiempo es imparable y cada vez quedan menos referentes en activo.

    Icono del cine (y el teatro) francés y europeo de la segunda mitad del siglo veinte, calificada por Orson Welles como “la mejor actriz del mundo”, Jeanne Moreau ha sido siempre una mujer fuera de la norma, nada convencional, cuyo misterio, su yo inaccesible, reside en esa impresión de madurez tanto en la vida como en la pantalla, y esa libertad autoimpuesta. Es el propio Welles, su director en ‘El proceso’ (1962), ‘Campanadas a medianoche’ (1965) y la inconclusa ‘The deep’ (1970), quien le anima a debutar como guionista y realizadora en ‘Lumière’ (1976), una película que tiene mucho de confesión en crudo. También dirige más adelante ‘La adolescente’ y un documental sobre Lilliam Gish. Ha sido musa de cineastas de peso como François Truffaut y su ‘Jules et Jim’ (1961), ese triángulo –‘Dos hombres y una mujer se subtituló en España- de amor y destrucción basado en un relato de Henri-Pierre Roché, o Luis Buñuel, quien, con la ayuda de su inseparable Jean-Claude Carrière, le saca su faceta más pícara en la pérfida y memorable ‘Diario de una camarera’ (1963), ácida crítica a la burguesía narrada por una sirvienta que ve las infamias de su patrones, según la novela de Octave Mirbeau ya adaptada a la gran pantalla por Jean Renoir en el Hollywood de 1946.

  “La moral burguesa es lo inmoral para mí, contra lo que se debe luchar; la moral fundada en nuestras injustísimas instituciones sociales, como la religión, la patria, la familia, la cultura, los llamados pilares de la sociedad, en fin”. Las palabras son de Buñuel, quien sabe que trasciende el original literario y la versión del autor de ‘La gran ilusión’, y nadie mejor que Jeanne Moreau, la mujer de espaldas a las convenciones, para demoler lugares comunes. Porque la lujuria y la lascivia de los hombres que la persiguieron y la desearon no las necesitaba. Era una mujer libre, un erotismo libre, y solo ella podía perdonarse o castigarse. Y Buñuel la filma maravillosamente en ‘El diario de una camarera’, siempre con esos deseos que se enredan, esos sentimientos contrarios, que trata de resolver, de triturar, de fundir en su interior.

  Español e internacional, burgués y subversivo –el pensamiento antiburgués nace entre los hijos de la burguesía-, anarquista y ordenado –más comunista que anarquista, por esa manía suya del orden que no puede reprimir-, brutal y tierno, simple en apariencia y complejo en sus deseos, artista y enemigo del arte, surrealista, concediendo siempre a la imaginación un papel privilegiado, pero trabajando a la vez con guiones elaborados, minuciosos. En el plató, un cineasta clásico. Contradictorio y simple, esto es.

  Si Buñuel la moldea, Jeanne Moreau se hace actriz a las órdenes de Jacques Becker, Jacques Demy, Philippe Agostini, Tony Richardson, Peter Brook, Louis Malle, Jean-Luc Godard, Roger Vadim, Marcel Ophüls, Michelangelo Antonioni, Elia Kazan, Joseph Losey, Rainer Werner Fassbinder (la rodea, en ‘Querelle’, de belleza masculina en un clima abiertamente homosexual, mientras entona ‘Each nan kills the thing he loves’). Theo Angelopoulos, Wim Wenders, Amos Gitai, Manoel de Oliveira o Bertrand Blier. Probablemente, uno de sus grandes éxitos reside en ser creíble cada vez que interpreta a un personaje, algo harto difícil para una actriz con su enorme palmarés y los cambiantes registros para lo que es elegida. Parte de este triunfo de su camaleónica capacidad interpretativa radica en que consigue parecer distintas personas físicamente, según la película y el rol del que se trate. Porque acepta simplemente la vida y cómo esta va pasando por encima de ella. Buñuel lo sabe y la absorbe para su causa, aunque también tiene claro el calandino que los hombres, absurdamente, destruyen aquello que aman, pero difícilmente puede olvidar a una mujer como la Moreau.

  De todo esto y mucho más me ilustra el quiosquero de la esquina, una máquina cinéfila, pero le aclaro que la mejor película de Jeanne Moreau no llegó a rodarse, está flotando en los limbos del sueño buñueliano. Iba a ser una extraña mujer que invocaba, en medio de un círculo de fuego, a un demonio joven y melancólico. El más allá gris, húmedo y silencioso. Y la tristeza de los demonios, una engañifa más. Su personaje lo habían pergeñado, cómo no, Buñuel y Carriére, al alimón, sobre una adaptación de ‘El monje’, esa novela gótica de Matthew Gregory Lewis escrita en la Inglaterra del siglo dieciocho. Un relato que fascinaba al aragonés, y a los surrealistas en general, hasta tal punto que Antonin Artaud hizo una traducción, y cuyo protagonista, a punto de ser torturado por la inquisición, firma el clásico pacto con el diablo y automáticamente acaba siendo papa, en el balcón de San Pedro, bendiciendo a la multitud de fieles. Y Jean Moreau, en medio de nigromantes, de caníbales, de ramas que abren puertas, de asfódelos que permiten oír las voces de los muertos o de castillos en los que se destruye el amor. Acaso el monje (otro) tenía razón: “Si todo el mundo le rezase a san José una hora al día, las cosas irían mejor”.

  Rebelde e indómita, provocadora e insumisa, misteriosa e inasible, visceral e inteligente, desprejuiciada e independiente, carnal y etérea, de una mirada dulce o airada, particularmente ojerosa y un erotismo tamizado (“He sido más deseada que yo he deseado”), Moreau no duda en apostar por la juventud iconoclasta de la ‘nouvelle vague’, que transforma el cine y la convierte en el rostro más representativo (y enigmático) del movimiento francés. Malle afirmaba que podía resultar casi fea y, al momento, diez segundos después, encontrarla atractivísima. Y nadie ha fumado en la pantalla mejor que ella. Ni nadie ha recogido tan bien las migas de la mesa después de una comida. Porque siempre ha llevado a cabo las acciones más simples con absoluta naturalidad y gracia. Como una Bette Davis a la francesa.

  Que se lo digan, si no, a Buñuel, quien sublima las delicias del encanto perverso de la mujer francesa para convertir la frialdad en una actitud juguetona, entre frívola y condescendiente. Son las experiencias de una doncella durante sus servicios a unos burgueses provincianos en los años treinta del siglo veinte. El cineasta la filma en formato panorámico, convirtiéndola en el ojo del huracán del encuadre. No solo a ella, sino también a sus pies, enfundados en unas botas de tacón alto que hacen, en efecto, las delicias del fetichista de turno. La actriz le llamaba su “papá español”, pero si el autor de ‘El discreto encanto de la burguesía’ llega a ser su padre, maldita sea, la habría tenido atada y entre rejas. Palabra del quiosquero de la esquina.

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