Los pasos perdidos del quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

  La vida ha llevado al quiosquero de la esquina por un paisaje de curvas peligrosas, algunas perfectamente mortales, que ha sabido salvar aprovechando bien el peralte con la inestimable autoridad de los seres intuitivos.

   Recorrió medio mundo. Deambuló por el desierto con rumbo desconocido, como el pobre diablo del filme ‘París, Texas’, de Wim Wenders, según el relato de Sam Shepard. Cazó un elefante en el África oriental. Disparó varias veces a un oso negro en una ladera de un bosquecillo asiático de abedules, pero las balas se empeñaban en rebotar en los troncos, que quedaron agujereados, y el plantígrado, erguido en pie, empezaba a mostrar su honda preocupación y un principio de enfado. Sobrevivió en una tribu caníbal. Hizo submarinismo como pez abisal de fondos muy al fondo. Escaló montañas del Pirineo rotundo. Cruzó ríos infestados de cocodrilos e hipopótamos. Sin apenas equipaje, como dios manda. El romanticismo del errante ligero de equipaje, de lastre, siempre ha sido singular, hasta el boom del mochilero. Porque el viaje es (era) sinónimo de aventura. Pero como cualquier tiempo pasado fue anterior, la vida viajera del quiosquero ha cambiado como los hábitos de lectura: antaño, en papel; hogaño, ay, en pantalla.

  También coqueteó con las drogas duras, como viajes alucinantes al fondo de la mente. Casi como una nueva versión del tema de Jekyll y Hyde. Fue realmente muy feliz recorriendo los fumaderos de opio, del más cochambroso al más sofisticado, desde Hanoi a Saigón. Y se metió, claro, en diversos líos de zambomba y pandereta. Usaba modales de primitivo que, a veces, se pasaba de revoluciones. Pureza paya de raza. ¡Cómo echa de menos sus culpas! ¡Cuánto añora sus errores! Ahora lleva una vida demasiado ordenada, casi monacal, y los días se le pasan entre lecturas, escrituras y cocinar lentejas, si quieres las tomas y si no las dejas. Y eso lo nota en sus últimos viajes estivales. O eso nos cuenta a su regreso, ya metido en el ajetreo –y agujero- otoñal, en el que, recuerden, se conmemoran los quinientos años del luteranismo, la doctrina de ese teólogo alemán que quiso acabar con el negocio del perdón. Frente a un viaje de ideas fijas solo permanece la belleza saltarina de las formas libres contra el tiempo. ¿Cuántos viajes realizamos de tal modo que al regresar uno ya es otro?

  Lo que sucede al volver de las vacaciones veraniegas es terrible: la realidad agarra y regresa. Una clienta del quiosquero, sicóloga y así, le ofrece un consejo: “Hay que darse cuenta de lo que está en tu mano para poder cambiar la situación”. Apenas entiende la frase el quiosquero, pero ha reflexionado. Y sabe lo que está en su mano. Nada. Es tremendo y debemos hacer caso a los expertos, esos impostores. Porque estamos ya en otoño, pero podría ser incluso peor. Hay que tomárselo con calma, pero lo cierto es que se veía venir: el verano, con lo del sol, la playa y los siestazos, incitaba al inteligente ejercicio de postergar lo irremediable. Para encontrar algo interesante había que alejarse de la costa y avanzar por una ruta poco transitada: el riesgo era no encontrar nada, o no saber regresar.

  El quiosquero añora aquellos viajes de su tiempo de soltería. Los buenos tiempos de soltero, como su padre. Se distinguió ya desde joven mezclándose con la fauna salvaje de los urbanitas, perdiéndose con prisa por callejones oscuros donde perpetró algún sobresalto en días cargados de excesos, pero salvado, siempre, por el buen ángel gatuno de los que se amarran al mástil de la pasión viajera y esa fiebre le ha permitido no naufragar del todo. El quiosquero se metió muchas noches en los ojos y tanto se rozó con las madrugadas que hoy acumula ráfagas de penumbra indescifrable. Y no puede entender que muchos consideren la moralidad una conquista cuando, en realidad, se trata de una secuela de la cobardía, algo que te ocurre cuando ya eres incapaz de evitar que te suceda, igual que con la rutina de la bondad te sobreviene la sensatez.

  Acaso viajar significa huir del ruido, pero sobre todo del que uno hace. “Repasando fotografías y libretas de viajes”, escribe Miguel Sánchez-Ostiz en su reciente dietario ‘Rumbo a no sé dónde’, “me doy cuenta de que no he sabido viajar, que lo he hecho como si fuera a regresar al lugar por el que he pasado, como si tuviera todo el tiempo por delante y las oportunidades abiertas. Lástima. Podría añadir que nunca he sabido vivir como si la vida, mi vida, fuera irremplazable y sus días fueran como son, irremediables”. Palabras del escritor navarro que hacen meditar al quiosquero.

  El verdadero viaje siempre sorprende. Si a uno no le sorprende, no le altera de algún modo lo que ve, es que no ha salido de casa. Si al viajar nos llevamos la casa a cuestas, como una especie de caracol, entonces el viaje se convierte en un puro traslado, en el que no acontece ninguna experiencia, porque nada altera la cotidianidad, y la rutina se impone de nuevo. Vamos, como hiciera, a finalísimos del siglo diecinueve, una de las primeras mujeres exploradoras, la adinerada estadounidense Mary French Sheldon, quien, lanzada a conocer el Kilimanjaro, hizo sus baúles, dejó a su compañero en tierra y se llevó una bañera que sus porteadores trasladaban en un palanquín. Acaso por eso, el quiosquero ha empleado buena parte de su particular canícula en relecturas que le hicieron amar el viaje. Bañarse en el mar y releer. No hay viaje sin aventura. No hay lectura sin aventura. No hay verano sin aventura. No hay formación sin aventura. Sus lecturas -o relecturas- de la canícula han sido el auténtico viaje del quiosquero de la esquina. E intenta recordar cuántos lugares imaginarios inventó.

  Un imaginario surgido de las lecturas de los tebeos, de Stevenson o de Verne, de London o de Conrad, de Twain o de las sagas islandesas. O de la riada novelística oriental. Los cuentos que llenan más de mil y una noche. O de Malcolm Lowry, ese borracho que quiso ser Kafka, que quiso ser Melville, el gran poeta del mar como símbolo de lo desconocido, y en cierta manera consiguió ambas cosas extrayendo de sus dos iconos literarios lo necesario para que su talento echara a navegar. Las narraciones del autor de ‘Bajo el volcán’ ofrecen tanto un trayecto marítimo como, también, un viaje interior de los protagonistas. ¡Ah, esos diarios de viaje a Oriente en un buque mercante a la edad de dieciocho años!

  Son lecturas, esto es, a rescatar. Siempre. Porque no tienen fecha. Como no tienen geografía los lugares imaginarios. Como no tiene precio soñar, irse más allá de la realidad al rincón más apartado de una supuesta esfera en la que el territorio es el mapa y el mapa, el castillo de Nunca Jamás. Eruditos o aventureros, exploradores o peregrinos, navegantes o buscavidas, geógrafos o desahuciados, ‘marcopolos’ o ‘hernancorteses’, en fin, hicieron del viaje su vida. Y de su vida un prolongado viaje hacia ningún sitio, o hacia sí mismos, o hacia la nada. Solo que el tiempo, el buen tiempo, pasará con el vértigo semejante al del paisaje a través de la ventanilla de un vagón de tren.

  A Mark Twain, enorme periodista que describió el oeste norteamericano a través de sus paisajes y folclore, el periódico para el que trabajaba le envió a cubrir, a finales del diecinueve, un viaje en un barco de vapor a lugares emblemáticos, partiendo de Nueva York, en el que iba a ser una de las primeras grandes giras organizadas. El resultado para el autor de ‘Las aventuras de Tom Sawyer’ sería una suerte de guía “para viajeros inocentes”, todo un festín maravilloso de humor, de información rigurosa y de peripecia ácida. Como cuando sentencia: “¡Cómo me han engañado los libros de viajes al Oriente!”, al comprobar, incauto, que los baños turcos son, lisa y llanamente, una estafa.

  Y, precisamente, una estafa, o un atentado, o un volcán a punto de estallar, le han parecido al quiosquero de la esquina sus vacaciones agosteñas, en lastre hacia el mar Mediterráneo, con su luz dura, implacable. Aunque ‘vacatio’, en lengua latina, tiene que ver con libertad, o con liberación, o con exención, el quiosquero parece haber venido de su viaje vacacional más cansado todavía. E, incluso, más atado. Culpa suya por abandonar su ciudad Inmortal para dirigirse, por tierra, a su destino turístico escoltado por su pequeño grupo familiar. Que se joda, por complicarse con el equipaje. El lastre. No es tiempo de lamentaciones. “Vamos de la mano tú y yo mientras la tarde se desparrama contra el cielo”, dejó escrito T.S. Eliot (al que Umbral empezó a leer en 1964) en su rutilante poema ‘La canción de amor de Alfred Prufrock’, que muy bien se podría aplicar a esos paseos por la arena (del desierto, de la playa) del quiosquero y su compañera. Unos paseos (románticos o así) entre el tumulto, la vorágine y la muchedumbre. El turismo, aparte de ser un gran invento, es masivo porque la clase trabajadora viaja también. La diferencia entre el turista y el viajero ya solo es anímica: viajero es quien está convencido de serlo y turistas somos todos. ¡Pasajeros al tren!

  Hace siglo y medio, el padre de Sawyer, siempre sistemático en la concienzuda demolición de los lugares comunes, se convirtió oficialmente en el primer turista de la historia. Sus observaciones aguantarían mal la prueba del algodón de la simple urbanidad en su delirante testimonio de lo que puede dar de sí un grupo de americanos ociosos a lo largo de un periplo extraño por Tierra Santa, Egipto, Crimea, Grecia y lugares de interés intermedio. Al mismo tiempo, con sus despiadadas y lúcidas descripciones en su particular guía para esos viajeros inocentes acaso pretendía demostrar los inconvenientes de salir de casa.

  Pese a los atentados, la gente sigue viajando. Más aún que antes. Nos hemos acostumbrado a la sospecha. Porque todos somos culpables. Es como para desear que caiga sobre nosotros el ángel exterminador. Con su enorme espada flamígera. Sí, ya sabemos que viajar cura nacionalismos y prejuicios, pero, también –aceptémoslo-, estriñe. Y mucho. Más allá de la diversidad de lenguas, culturas, posturas o hábitos, lo que importa es la claridad con la que acierta a ver que, al fin y al cabo, nos parecemos demasiado. Somos todos furiosamente cómicos. Por ridículos. La comedia, el humor, llámenlo como quieran, es, a menudo, la diferencia entre la sensatez y la locura, la supervivencia y el desastre. Incluso la muerte, las hojas secas. El otoño sacrifica la parte más decorativa, la más superficial, para salvar el tronco y las raíces. Anticipar la muerte de las partes más externas y vistosas para mantener con vida las esenciales.

  A lo mejor nos vamos de viaje –y hasta nos enamoramos- para olvidarnos, aunque sea un rato, de lo terrible que es todo, de cómo envejecemos, de que nos morimos. Es todo una lucha contra el tiempo. Quizá solo en verano el tiempo adquiere su verdadera dimensión dentro del tiempo. La abstracción de uno se encarna en la materialidad insolente del otro. La cronología se hace meteorología. El tiempo se detiene en la calma infinita del sol de mediodía. El buen tiempo, a veces, se precipita por el tumulto gris de una tormenta quieta. Otro día sin playa, otro día con la necesidad perentoria del tiempo. Se acabó hablar del tiempo para perder el tiempo. Que tampoco es cuestión de pasar el tiempo hablando solo del tiempo. Del cronológico o del meteorológico, subraya el quiosquero, quien, definitivamente, cambió el magma del volcán por el sosiego (o no) del mar Mediterráneo. Porque la densa humanidad del Mediterráneo ya es parte de la cultura del quiosquero. Y al aire de un mar tan viejo entiende que renovar es ahondar más en las raíces.

  Como Lowry y sus criaturas que huyen sin saber ni dónde huir ni de qué huyen. Solo en la huida, porque los desiertos crecen de noche, se cumplen los destinos. Los seres perdidos que buscan y no alcanzan. El mar inalcanzable, blanco e ignoto, entre lo real y lo irreal. Historias que suceden realmente mientras las escribe, personajes reales que están vivos e intervienen en sus relatos. Un autor que escribe, como Borges, sobre un personaje que es su doble y que, a su vez, vive y reescribe lo que ha vivido y ha escrito otro. Sí, la figura del doble, nuestro gemelo fantasmagórico, siempre presente desde la mitología griega a la literatura de muy distintas épocas, y de la que Dostoyevski, en su novela de mediados del diecinueve, fuera uno de los primeros autores en acercarse desde una perspectiva plenamente sicológica.

  Cada mañana de sus cortas vacaciones estivales, el quiosquero abría la ventana del bungaló del campin y se lo decía aún medio dormido: “Cómo habrá sido tu vida de aventurera para que amanezcas hoy aquí, en este puerto de la costa Malabar donde las velas de los galeones apenas te dejarán ver el cielo y te cruzarás con balleneros, contrabandistas, corsarios y viejos lobos de mar. Comienza un nuevo día. Tras ajustarse la pierna de madera, deberías prepararte una buena pipa de enebro y preguntar en la taberna del Berberecho Loco si algún barco ha traído noticias de Nantucket”. Luego ya se desperezaba y volvía en sí y se daba cuenta de que no estaba en un puerto del Índico, como Corto Maltés -el dandi, inconformista e indomable idolatrado por Umberto Eco, capaz de navegar por distintas cartografías-, sino en una zona turística del azulísimo Mediterráneo tarraconense. Incluso sospechaba que su vida puede no haber sido tan aventurera como creía.

  El quiosquero se sorprende a sí mismo rodeado de las mismas costumbres de siempre, un poco más baqueteado. Y aun así algo suena distinto, pues no acepta que la inercia le lleva a una vida anodina. A un horizonte aburrido que nunca aceptó. El otoño le va traicionando despacio. Ya llegará el invierno, ya. Acaso el otoño es una estación necesaria. Uno vuelve a la vida que tiene y así a los amigos. Casi nunca son más de los que sabes que había pero estos, si quedan, serán los mejores. El otoño es igual a sí mismo como no lo es ninguna de las estaciones que quedan. El otoño ensaya un reparto imperfecto de lluvia a deshoras. Cuando el quiosquero pisa Zaragoza después de un tiempo fuera es como si la estrenara de nuevo.

  Hubo un tiempo en que el quiosquero sentía la flexibilidad del tiempo libre. Eran buenos tiempos. Y conoció durante lustros el cansancio casi criminal del desarraigo. Y reconoce que temió reventar por su culpa, pero ahora ha descubierto que la felicidad consistía precisamente en aquello y echa de menos las interminables noches de caos, de desenfreno y de furia, cuando sus amigas lo que esperaban de él no era que llegara a ser su pareja, su porvenir o su tarjeta de visita, sino que se conformaban con que solo fuese una disculpa a deshora, un error en su vida o una mancha en su cama. Como cualquier viaje como dios manda. La importancia del viaje, a fin de cuentas, como símbolo de la experiencia del ser humano por la vida. Con buen o con mal tiempo. La idea del viaje nos hace acudir a la antigüedad clásica, padre y madre de nuestra cultura. Como Eneas, que ha simbolizado el héroe que viaja con su pueblo en favor de la tierra prometida. O como Orfeo, el desdichado cantor tracio que simboliza el viaje al otro mundo buscando la trascendencia y su propio yo.

  El quiosquero sabe que lo perdurable es la ruina: de una arquitectura, de un amor, de un entusiasmo, de un extravío, de un poema, de alguna noche muy loca, de la juventud perdida, de cualquier viaje sin equipaje. En el rincón donde se ha recluido en el estío, el quiosquero rememoraba la experiencia excitante de sentarse a observar la mar en calma o escuchar su silencio, solo roto por un par de gaviotas en vuelo sincronizado. O por la espuma de la fuerza destructiva de las olas. Con tan poco aparejo percibía que todavía pueden suceder cosas excitantes, como si aún fuera adolescente y descubriera, maldita sea, el magnetismo de la literatura de viajes. Porque sabe que somos lo que fuimos.

  También sabe que cuando contamos nuestras vidas hacemos inevitablemente un montaje. Elegimos las mejores escenas, los mejores planos. Y eliminamos un montón de escoria. Que tiramos a la papelera. Ningún recuerdo nos protege de las heridas del presente. Al contrario. Los recuerdos nos vuelven viejos y débiles. Sin embargo, como un Cavafis cualquiera, los recuerdos más emocionantes, más intensos, afloraban en la mente del quiosquero al contemplar, con un libro en las manos, el azulísimo mar de la costa Dorada. El admirable Robert Louis Stevenson de la maravillosa ‘La isla del tesoro’ convierte al quiosquero veraneante en marino, y lo traslada hasta parajes legendarios. Aún hay otro mar con más acción y menos color. El mar de ‘Juventud’ del viejo Joseph Conrad.

  Transcribo: “Lo más maravilloso de todo es el mar, o eso creo. El mismo mar. ¿O es solo la juventud? ¡Quién sabe! Todos habéis logrado algo en la vida: dinero, amor, cuanto se consigue en tierra. Pero decidme: ¿No fue el mejor de los tiempos cuando éramos jóvenes y no teníamos nada, en el mar que no daba más que duros golpes y, a veces, una oportunidad para ponernos a prueba, solo eso? ¿No es lo que echáis de menos? Y todos asentimos: el financiero, el contable, el abogado, asentimos sobre la mesa pulida que, como una lámina de agua parda e inmóvil reflejaba nuestras caras con surcos y arrugas, marcados por la fatiga del trabajo, las decepciones, los éxitos, el amor; nuestros ojos fatigados que buscaban todavía, buscaban siempre, buscaban ansiosos ese algo de vida que mientras se espera ya se ha ido, que ha pasado sin ser visto, en un suspiro, en un instante, junto con  la juventud, con la fuerza, con el ensueño de las ilusiones”. 

  El viaje que aún nos queda por hacer no tiene destino. Es una incógnita. Viajar es disfrutar y es aprender. No es perseguir postales, sino sueños. Porque todo comienza con un viaje. De la madre a la vida. Y ya no paramos hasta el final, yendo de un lado a otro. A veces, lejos; otras, dos calles de distancia. Todo es viajar y a ese ritmo es cuando se entiende mejor lo que sucede. Todo se arregla viajando, que le decía a César Antonio Molina su abuelo gallego. Hablar del mundo es un hablar desde lo más adentro de nuestros glóbulos rojos, de nuestras arterias, de nuestros cartílagos. Puro tiempo ido. Antaño, el mes de agosto era tan vacacional que incluso la actualidad se detenía para tomarse un respiro. Para rellenar periódicos y noticieros, había que recurrir a las fantasiosas serpientes de verano como la del entrañable monstruo del lago Ness. Ahora, sin embargo, acabamos el mes de agosto abrumados. Terminamos las vacaciones con el alma encogida y el corazón trastornado.

  “Viajes, qué viajes, de qué viajes hablas. Cuando ves las alambradas, la estampida, adivinas el viaje que hay detrás de miles y miles de personas que entran como pueden en Europa y mueren en el camino ahogados, abusados, expoliados. Ese es el verdadero relato de viaje, pero que lo escriban ellos, no tú para dar el pelotazo y gastar vitola de preocupao”, afirma, otra vez, el autor de ‘Las pirañas’ y ‘No existe tal lugar’. A lo mejor, o a lo peor, todo sea cuestión de distancias, como los versos de Joan Margarit: “Siempre he querido irme: / si viajo es porque aún insisto en perseguir / un lejano lugar como refugio. Y no regresar nunca. / Vi la casa más bella que recuerdo haber visto, / y también mi última oportunidad. / Pero ya estoy lo suficientemente lejos. / Ahora no hace falta que me marche”.

  Al quiosquero le gusta decir que el tiempo está ligado a la naturaleza. No lo entiende sin ella, sin el sol, sin las tormentas, sin la humedad, sin todo lo que nos rodea. Ya sabemos que en asuntos de humedad el agua siempre exagera. Porque el tiempo no se entiende sin el tiempo. El tiempo hay que habitarlo y descubrirlo, no solo es el marco en el que discurre la vida. El tiempo pesa, no pasa. Si el poeta F.W. Schelling estaba convencido de que la vida es una forma de atravesar por todo y no ser nada, el quiosquero no tiene la misma represa de convicción y se le nota. Y parece un discípulo de Rousseau con esa irónica piedad hacia aquellas teorías de retorno a la naturaleza.

  Quizá por eso las horas pesan. La mañana pesa. El silencio pesa. La espera pesa. Incluso el bullicio pesa. El tiempo, esto es, pesa. Y todo este ‘zureo’ emocional lo ha vivido el quiosquero entre bandadas de turistas, con quienes tenía que compartir la tumbona. Los había franceses, ingleses y, sobre todo, alemanes. Algunos, vaya por dios, de cinturas caídas por donde asomaba la sonrisa de unos culos pedigüeños. Al autor de ‘Las aventuras de Huckleberry Finn’, una mente ingeniosa que se pasó media vida estudiando alemán con una mezcla de denuedo y resignación, la lengua de Goethe le implicaba adentrarse en un esquema mental adverso, en el que, ya saben, lo complementario va delante y lo básico se reserva para el final. Y con los verbos, lo mismo. A oídos de un alemán, los españoles hablamos todos a la vez. Los alemanes no pueden permitírselo: hay que esperar a que el otro acabe la frase para pillar por dónde van los tiros.

  El quiosquero paseaba por el malecón y se veía de pronto rodeado de congéneres que pronunciaban fonemas complicados. No es tanto que ellos fueran más como que el quiosquero -y su pequeña tropa familiar- sumara menos. Veinte alemanes en el bar del campin son, en principio, veinte alemanes en el bar del campin y no la derrota de nuestra civilización a manos de los bárbaros. Sea como fuere, al quiosquero, en primera línea de mar, una madura mujer alemana le pidió, en una mañana soleada y ventolera, que le echase crema por la espalda, por el amor de dios, y él respondió: “Estoy de vacaciones, lo siento”. Y siguió con su lectura o mirando cómo unos turistas franceses –o alemanes o ingleses- robaban berberechos, o lo que fuesen, en la playa.

  España es un país totalmente mestizo. ¡Hemos tenido íberos, romanos, visigodos, judíos, árabes o bereberes! ¡Y ahora, mira por dónde, turistas franceses, alemanes, ingleses, belgas o rusos, compartiendo arena con fieles veraneantes de Aragón, de Lleida y del entorno de Barcelona! Parafraseando a Emerson, somos hermanos en la misma historia y a todos nos habita, como dijo Ortega, una patria mestiza. Cuando le hablan de nación, al quiosquero le da la risa, o ganas de gritar, según los días. ¿Qué quiere decir eso de la sangre, eh?

  Para Flaubert, de todas las orgías que conoce, viajar es la mayor. Para otros autores, la manía de cambiar de lugar es propia de la inmadurez e inconsciencia, tendencia al vagabundeo y al ocio perezoso. Vayas donde vayas te seguirán tus vicios y tendrás horas de aburrimiento, pero peor es trabajar y no cambiar de obsesiones. Aunque dice Horacio: “La negra preocupación monta a la grupa del jinete”. El verano, no hace falta recordarlo, está relacionado con las vacaciones. Y las vacaciones facilitan un fenómeno llamativo: la gente se va de vacaciones. Del mismo modo, la gente sale de viaje. A disfrutar o a lo que sea. El quiosquero no iba a ser menos y salió de la Inmortal apretando el acelerador con complejo de culpa. Y con tres bicicletas enganchadas en el módulo de la trasera de su automóvil y una tabla de surf en la baca.

  Viajar es también recorrer el universo de las letras. La estilizada Castilla de Machado, don Antonio. Los campos de Níjar de Juan Goytisolo. La Zamora poética de Claudio Rodríguez. La Segovia lírica de Ridruejo. La peregrinación de los suicidas al paraíso imaginario desde la subyugante prosa de Julio José Ordovás. La ironía desencantada y el escepticismo sin fisuras del ‘polizón’ Camba, don Julio (y sus rebajas). La senda por tierras del Ampurdán profundo que nos cuenta Josep Pla. También el monasterio de Veruela, a la sombra de Bécquer. O Calaceite, junto a Donoso. O la emblemática Lisboa, por la que nos guía Pessoa. O el viaje a la Alcarria, en compañía de Cela, don Camilo José. O, para ser exquisitos, el paisaje mítico del café Gijón evocado por el gran Umbral, don Paco. La acertada visión del viaje literario no entiende de estaciones. Ni de trenes. Es lo que tiene la buena literatura: las imágenes perduran en el tiempo.

  La mayoría de estos libros se los sabe de memoria el quiosquero, pero le agrada releerlos. La rica tradición de la literatura viajera se ha consolidado como un auténtico género narrativo. Las experiencias vitales del recorrido, sus trascendentes paisajes y variadas vicisitudes, conforman (o configuran) un relato que acaba siendo un viaje al interior del, a menudo, sedentario lector. Se puede vivir la aventura en casa, desde luego, dejando que sea el mundo el que te visite. O dejando, demonios, que los inmigrantes te cuenten sus sueños mientras comen contigo. Así, tal vez, habrás dado más vueltas que siendo mochilero. Aventura es acercarse a lugares olvidados, hospitales, manicomios, asilos, guetos que ya son tierras extranjeras. O haces esto o te adentras en la oscuridad luminosa de las interioridades.

  Si Marco Polo viajó para abrir rutas comerciales, el viaje, hoy, se ha convertido en hábito de consumo de una sociedad tan hiperactiva como muerta de aburrimiento, en una extenuante sucesión de ‘selfies’. El viaje no nos vacuna ya contra la intolerancia. Tendríamos que aprender a viajar de nuevo y asumir, como dijo Stevenson, que “no hay tierras extrañas: quien viaja es el único extraño”. Aún cree el quiosquero que la vida es, en cierto modo, más hermosa si de paso que la vives corres el riesgo cierto de perderla. Tranquiliza mucho ser lo bastante idiota como para creer que la vida consiste en pasar el rato hasta que tengas la misma edad que tu cadáver.

  No es necesario leer a Milton para sentir una lejana y extraña melancolía, la falsa sensación de que, otra vez, perdimos el paraíso. Los pasos perdidos. Uno se hace mayor cuando se entera de que ya se murió su pediatra y sabe que a partir de ese momento su conciencia le va a reprochar menos cosas que las que le rechace su estómago. Decididamente, el tiempo y la añoranza siempre viajan juntos, añoramos a los que hemos amado y ya no están, y también quizás a los que estaban en nuestro entorno y lo que la memoria quiere recordar, que no siempre coincide precisamente con lo que pasó. El pasado nos persigue hasta el presente… y sigue evolucionando ‘ad eternum’, hasta llegar a un futuro que nos va a ofrecer una perspectiva totalmente distinta de todos aquellos hechos, experiencias y recuerdos que antes parecían imperturbables.

  La primera impresión es siempre única. El primer amor y la primera aurora son recuerdos aparte en nuestra vida y despiertan una suerte de virginidad de los sentidos. Añoramos las sensaciones vividas como el quiosquero añora su encuentro, sin protección solar, con los caníbales tribales. Esta costumbre sorprendente la aborda su admirado Stevenson con un enfoque sorprendentemente actual: “Nada excita más nuestra repugnancia que el canibalismo; nada destruye con tanta seguridad una sociedad; nada endurece y degrada tanto el espíritu de quienes lo practican. Sin embargo, nosotros mismos causamos parecida impresión en los budistas y los vegetarianos. Consumimos los cuerpos de criaturas que sienten iguales apetitos, iguales pasiones y poseen los mismos órganos que nosotros. Comemos bebés que sencillamente no son los nuestros, y el matadero se llena cada día de gritos de sufrimiento y terror”.

  El espíritu ilustrado del dieciocho había introducido la idea del viaje como experiencia crucial en la educación y tanto los viajes al servicio del estado como los viajes filosóficos o literarios proliferaron en el siglo siguiente aventados por el espíritu del romanticismo y el nacimiento de las sociedades geográficas. Esto estimula al quiosquero, y sale verdaderamente de viaje cuando lee. O relee. Sin embargo, padece una irremediable nostalgia por el futuro, su nostalgia proviene del futuro, nunca del pasado; nostalgia por el futuro en que serán su hija y sus compañías quienes le cuenten lo que han visto. Acaso la libertad no es hija del orden, sino su madre. O eso sentenciaba Pierre-Joseph Proudhon. Y la hija del quiosquero, la niña de sus ojos, no paraba quieta: que un castillo, que una pelota, que tengo frío, que la arena quema, que no se ahogue, que no ahogue a otro…

  La lógica apunta hacia una vida más tranquila y sedentaria a medida que vamos cumpliendo años, aunque siempre ha habido rebeldes. El quiosquero pasó esos tontos días de agosto refrescándose en la playa entre la protección solar, la épica de toalla y las regañinas de su compañera, contra las que, de momento, no se ha inventado ningún bálsamo. En la arena, siempre pegada a su piel mojada y quemada, y mientras sudaba un poquito (pero poquito, eh, que mucho es de gente ordinaria), el quiosquero soñaba con los veleros y la navegación como aventura. Regresar a la ficción de los piratas, bucaneros, marinos de guerra, buscavidas, científicos, arribistas, viajeros, exiliados, prófugos, balleneros. Regresar a las lecturas de la infancia: abrir, otra vez, las páginas (mentales) de Stevenson, Defoe, Conrad, Verne, Paternain. Ingenio, violencia, una atmósfera asfixiante, un realismo minimalista estremecedor, unas tramas con sobresaltos y golpes inesperados, unos personajes perdidos en los recovecos de una huida hacia los confines del mundo.  

  Cuando se hace algo es cuando uno se olvida del tiempo, cuando no se ve el tiempo pasar. Y es una verdadera lástima. En cierto modo, el quiosquero ha adorado todos aquellos periodos de su vida en los que no hacía más que “perder el tiempo”. En realidad, en esos momentos, él “tenía al tiempo”. Estaba a solas con él. Ningún trabajo, ninguna distracción les separaba. Solo estaban el tiempo y él. Como la sal de las vidas vividas. O la balada del mar salado. Ya decía Gil de Biedma que la vida se acaba a los treinta años: lo que merece la pena vivirse tiene lugar antes de esa fatídica fecha. Y seguramente no le faltaba razón. Tampoco le falta a Sánchez-Ostiz, al que vuelvo otra vez: “Tal vez el único viaje que ahora mismo merezca la pena sea el del regreso sobre las huellas de los propios pasos, los que queden visibles, los que el bosque no haya cerrado, ir hacia el pasado o hacia el futuro, dilema irresoluble; cuando no hay futuro digno de recibir ese nombre, te lo inventas”.

  La libertad que proporciona un horizonte biográfico despejado no tiene precio, por no hablar del usufructo de un cuerpo glorioso indiferente a su futura decadencia. Ya se sabe que en la vida, como en la política, padecer un problema no implica conocer sus soluciones. Aquella manera tan amoral de vivir que tenía el quiosquero puso a prueba su capacidad para comprender la naturaleza humana. Y le sirvieron para darse cuenta de que solo se es joven en esos pocos años infecundos y dorados en los que un hombre ignora la importancia de las doctrinas, el valor de los símbolos y el precio de las cosas.

  Los mejores recuerdos del verano del quiosquero se remontan a ese momento mágico de finales de junio en el que terminaba el curso y le daban las vacaciones, sobre todo si tenía la suerte de haber aprobado. Era entonces cuando se abría ante él y sus amigos todo un mundo de posibilidades que no podían desaprovechar. Tenía esa sensación de contar con todo el tiempo por delante. Los mejores recuerdos provienen de aquellos primeros viajes con los amigos, aquellos veranos que uno vivía con el apasionamiento de la adolescencia. Sin embargo, el quiosquero va cumpliendo años y no debe perder más tiempo. Ya no le toca seguir la literatura actual, lo hizo demasiado. Prefiere releer a sus autores preferidos, como en este último verano de lujurias y azoteas. Sus citas llegan por una suerte de azar decisivo, se incorporan a su mística con naturalidad, hasta ser parte de él.

  En ‘Es otoño en Crimea’, de Carlos Pujol, uno de sus personajes saca un reloj que tiene esta leyenda: “Es más tarde de lo que crees”. A decir verdad, no puedes volver atrás ni rectificar nada de lo vivido. Entre un pasado inalterable y el vaho de un futuro quizá improbable, el veraneante solitario en que se ha convertido el quiosquero, en su bungaló de la costa mediterránea, parece estar obsesionado, en estos días otoñales sepultado entre coleccionables, con la posibilidad de ser otro, a la manera del cuento borgiano, tan distinto a sí mismo que, efectivamente, no puede ser más que él. Sueño o realidad, ira o luz, esquizofrenia o metáfora, somos la misma persona. O acaso no fuimos quienes somos. Fuimos el ser que mengua. Seguimos con la historia y los cuentos. Damos cuerda al recuerdo, más allá de que los desiertos crezcan de noche. Basta leer. Y saber escuchar.

  Leer a Borges, claro está, y a Kafka y a Melville y a Twain y a Shepard y a Stevenson y a Verne y a London y a Conrad y a Lowry y a Eliot y a Cavafis y a Milton y a Dostoyevski y a Defoe y a Paternain y a Machado y a Goytisolo y a Sánchez-Ostiz y a Pujol y a Ridruejo y a Pla y a Donoso y a Bécquer y a Pessoa y a Cela y a Camba y a Ordovás. Y, por supuesto, al faltón e incorrecto Umbral, el que siempre literaturizaba las cosas, el amo de la palabra, que la cuidaba sin dejar de escribir rápido, a toda velocidad, incluso a salto de mata, con negritas incluidas. El que, más allá de la frivolidad y la ocurrencia cínica, componía en el espacio privado su mejor literatura, con frecuencia nacida de recuerdos penosos y de heridas internas que nunca logró curar, sobre las que aplicó la guata incesante de su prosa. Y el tac-tac de las teclas de su máquina de escribir se le figura al quiosquero un ruido de viejos tiempos. Sin Umbral ya no somos los mismos.

  Como la enigmática creación errante de Hugo Pratt –un políglota, un vividor con múltiples singladuras a sus espaldas, cuyas historias proceden de la nebulosa de recuerdos-, el quiosquero siempre tuvo más fe en los finales que en los principios. Por eso, muchas veces, se enfada y la emprende con todo y con todos. Sus rabietas las calma disfrazándose con una gorra de visera acharolada, una elegante casaca con bocamangas, un arete y su perenne y humante cigarrillo. Y su hija, que es muy limpia y aseada, de su muñequito Maltés está encantada. Esos relatos en la historia del noveno arte hablan de conflictos geográficos o de la pérdida de identidad. Y, como Tintín o Astérix, siempre han entusiasmado al padre de la criatura.

  El quiosquero, ya metido en años, medita no salir en los próximos estíos, no sea que le abandonen en la primera gasolinera. De joven, tuvo sus mejores viajes en las peores camas. Ahora lleva una vida más confortable y es teóricamente más feliz. Con su compañera y su hija de siete años, que quería vaciar el mar con un cubo, el quiosquero ha pasado unas, esto es, “felices” vacaciones veraniegas en el azulísimo Mediterráneo español: playita (barata), paseíto (romántico) y paellita (amarillentamente pegajosa). Pero no olvida que alguna vez, hace ya algún tiempo, tuvo la inenarrable sensación de ser mucho más sensato gracias a la inmensa suerte de ser bastante menos razonable.

  En pleno periodo otoñal, con esa luz enmoquetada, deprimente, y los árboles cansados (“Ahora es otoño y los frutos caen / en un largo viaje hacia el olvido”, versificó D.H. Lawrence), las vacaciones son para el quiosquero un recuerdo lejano de una vida vivida antes y de la que es más un personaje en el recuerdo que él mismo. Su vida ya ha sido escrita y, por lo tanto, también vivida. En el fondo, el quiosquero de la esquina no pertenece a ningún sitio. No importa donde se encuentre, su hogar ha estado en la carretera. Alguien que, como el personaje de la película de Wenders, surge de la nada y parece que no va a ninguna parte. O sí, a una habitación de motel. Un desierto. Una autopista. Una nube de polvo.

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