El río se nos lleva / José Luis Bermejo

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Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza

   A finales de febrero de 2015, el río Ebro se desbordó en su valle medio, provocando daños superiores a 50 millones de euros en caminos, parques, acequias, granjas, naves industriales, plantaciones y hasta domicilios particulares, entre otros.

   Las avenidas del Ebro son relativamente frecuentes, pero la de 2015 evidenció que el cauce va perdiendo capacidad de desagüe, y que el nivel de aguas altas es más alto aunque los caudales que bajan por el Ebro sean muchísimo más bajos. En medio siglo (desde 1961 hasta 2015), el caudal que baja por el Ebro alcanzando una altura de 6 metros en Zaragoza se ha reducido a poco más de la mitad. El cauce se ha aterrado paulatinamente por depósitos de gravas provenientes de alguna obra civil, la construcción de motas y diques que cierran el acceso del agua a las llanuras de inundación natural y la ocupación de las zonas próximas al cauce con obras e instalaciones inapropiadas dado el riesgo de inundación constatado.

   Aunque son peligrosas, los científicos proponen que nos acostumbremos a las avenidas como fenómenos normales, que adoptemos un mix de medidas puntuales (dragados puntuales y selectivos, protección de los núcleos urbanos consolidados, retranqueo de motas, apertura de canales de alivio, liberación de usos y construcciones en las zonas ribereñas), que se mejoren los sistemas de alerta hidrológica temprana y que se paguen las indemnizaciones o ayudas necesarias para reparar los daños causados por los desbordamientos periódicos cuando sucedan.

   Las avenidas se consideran inevitables para la mayoría; para una minoría, son ecológicamente deseables e incluso necesarias, porque rinden servicios ambientales “de soporte” a los ecosistemas fluviales (transporte de seres vivos, distribución y clasificación de sedimentos, fertilización de las márgenes y vegas, conexión y llenado de acuíferos, mantenimiento del nivel freático, arrastre y limpieza de especies invasoras y de poblaciones excesivas de determinadas especies, ordenación de la vegetación…). El hecho, no obstante, es que las avenidas causan cuantiosos daños materiales (unos 50 millones de euros en 2015) y ponen en riesgo la vida y las haciendas de los ribereños. No se debe olvidar que la principal función natural del río es la evacuación o transporte de agua. Sus funciones colaterales o derivadas son importantísimas, pero el río es un recurso natural al servicio de la colectividad, y no a la inversa.

   El río es de dominio público, es decir, propiedad colectiva de todos los españoles representados por el Estado. Como tal es gestionado por la Administración hídrica estatal, llamada Confederación Hidrográfica del Ebro. Por gestión hay que entender una suma de tareas que van desde la obtención de información, pasando por el mantenimiento (correcciones y saneamiento, defensa activa) y la policía (inspección-sanción, defensa pasiva) hasta el aprovechamiento o la explotación de su principal producto, el agua transportada (pero no solo). La propiedad, por ser pública, no es menos propiedad y, como tal, es un derecho que implica cargas y responsabilidades.

    Las cargas de la propiedad, en lo que afecta a las avenidas, se traducen en aplicaciones de gasto público. Estos costes pueden ser preventivos o compensatorios. Por ejemplo, los afectados por las riadas (la propia Administración estatal u otras, responsables de infraestructuras que resultan dañadas; los particulares, dueños de edificios, instalaciones y hasta de animales que perecen bajo las aguas) suelen exigir indemnizaciones por los daños sufridos, a las cuales tienen derecho bajo diversos títulos, salvo fuerza mayor (“acontencimiento natural imprevisible e inevitable”). Hoy por hoy, por más que se esfuerce el “Estado-dueño del río-responsable del río-autor de leyes” en confeccionar leyes para alterar a su medida los conceptos de “avenida ordinaria/extraordinaria” (y, de paso, el concepto de imprevisibilidad) y los criterios para determinar el carácter de un territorio como “zona inundable”, queda claro que las riadas en el valle medio del Ebro son bastante previsibles y parcialmente evitables, cuando no mitigables.

   Uno de los graves problemas del Ebro (y de otros ríos) es el desconocimiento, en términos jurídicos, que se tiene acerca de su extensión. Literalmente, hay un déficit casi absoluto de información fiable sobre los límites del río. Con los registros en la mano, su propietario y gestor no sabe por dónde va el río. La solución responsable para un propietario de un río que desconoce el alcance de su propiedad es el deslinde: pero un deslinde masivo es una operación compleja, que genera gastos cuantiosos en ingeniería y en gestión de la información jurídica (con la geográfica, de mucha calidad, sí se cuenta), y que está destinado a abrir conflictos con muchos particulares (los propietarios ribereños) de no fácil resolución. La solución cómoda para un propietario de un río que desconoce el alcance de su propiedad está servida en bandeja por la más moderna y avanzada ciencia hidrológica: el recurso al imaginativo concepto de “territorio fluvial”, según el cual el río transita no solo por su cauce sino por otros espacios que le son naturalmente propios, y que deben ser respetados (aunque también es preciso y costoso identificarlos).

   Esto puede suponer una magnífica coartada para eludir el deber administrativo de conservación de los cauces, entendiendo que cuando el río se desborda, ocupa legítimamente un suelo que le corresponde por naturaleza, ya que no por Derecho. Esta pirueta intelectual, que no parece totalmente irrazonable, encajaría perfectamente y aun extendería idealmente una sugerente doctrina ecológica liberal (ultra liberal, neoliberal) de matriz estadounidense, cimentada en la consideración de los animales, las plantas (y, en este caso, también los accidentes georgráficos) como sujetos titulares de derechos (“el río baja con las escrituras de propiedad debajo del brazo”), en plano de igualdad con el ser humano. El río sería equiparable a un menor de edad, irresponsable de sus actos lesivos, de los cuales tocaría compensar los daños causados a sus tutores, o sea, al Estado tras el que nos parapetamos todos los ciudadanos y contribuyentes, incluida la población afectada por las riadas.

   Cabe plantearse la cuestión de si no sería más inteligente propiciar una actuación administrativa constante de defensa preventiva de los cauces o riberas, en lugar de repartir ayudas y subvenciones e indemnizaciones siempre y solo parcialmente reparatorias y tardías. Y, en todo caso, cabe recordar que nos hallamos en un esquema de derechos y libertades respaldadas por compromisos internacionales, de los que se puede llegar a derivar una penalización de la laxitud gubernamental. A estos efectos, me permito traer a colación el episodio del desbordamiento del río Pionerskaya, ocurrida cerca de Vladivostok en 2001 tras un desembalse urgente y masivo, como reacción a unas fuertes lluvias excepcionales. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó al gobierno ruso en sentencia de 28 de febrero de 2012 (caso Kolyadenko) por incumplir su obligación de proteger los derechos a la vida y a la propiedad de los afectados por la riada. En algún pasaje de la sentencia se alude precisamente a esas actuaciones preventivas que aquí defiendo como preferibles a las indemnizatorias: las autoridades eran sabedoras del estado del cauce del río sin haber procedido a limpiarlo de vegetación y basura; debieron haber adoptado las medidas necesarias para proteger a los residentes, y no debieron haber permitido la erección de construcciones en las inmediaciones del río.

   Estamos en la antesala de un nuevo mes de febrero y poco se ha hecho en el capítulo preventivo. Tocará, tarde o temprano, pechar en el indemnizatorio, máxime ahora que tenemos al Tribunal de Estrasburgo sensibilizado ante esta cuestión.

 

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