El quiosquero cava dos tumbas / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

   Tardes lisas. Sed de terrazas. Con esa responsabilidad que le caracteriza, que algunos califican de insondable, el quiosquero de la esquina prepara sus días de vacaciones veraniegas.

    Irá con su compañera y su hija al mar, a la montaña o a la Conchinchina. Sin embargo, su cara de susto ante todos los bultos del equipaje familiar no tiene precio. O cifra. Pero se lo toma con calma. Ante todo, mucha calma, por el amor de dios. El quiosquero, por el contrario, cuando viaja, viaja suelto. Eso sí, nunca le faltarán sus libros. Esos libros ávidos de ser leídos. La literatura estival, decía Ruano, debe ser otra que la de invierno, “suelta, fresca, poco trascendente”. La regla, claro, encuentra excepciones. O eso cree el quiosquero.

   La mañana en el quiosco está vertiginosa, pero de un vértigo semejante al de la película de Hitchcock. Como siempre, el quiosquero de la esquina mira la realidad con hambre. La devora. La mastica violentamente. La digiere con paciencia y, por fin, la arroja a la cara del cliente transformada en un espejo. Un espejo con el aspecto de una herida. Lo que plantea no es más que lo que hay. Y eso duele. Pese a todo, el quiosquero se siente optimista, porque sabe que los que odian no son más ni mejores que los que aman. Las relaciones de amor y de odio encienden la creación artística y proyectan su luz en el tiempo. Unas veces con relaciones interpersonales, pero, en ocasiones, ese sentimiento trasciende lo personal y llega hasta los acentos, los paisajes, los lugares. Las obras de arte, incluso.

  Para muchos de sus clientes, el quiosquero de la esquina es un parásito cuya estructura de éxito depende por completo de la desesperación. Es un tendero de ocasión, dispuesto a cambiar de bando en cuanto así lo exija el ambiente. Si el papel no vende, maldita sea, habrá que vender otra cosa. A rey muerto, rey puesto. El quiosquero, sin embargo, necesita el papel, aunque luego acude mucho a la pantalla. Pero sabe que las nuevas generaciones no compran papel. Cuando nosotros no estemos, ¿seguirá habiendo papel?

  No se dejen impresionar, desocupados lectores: la operación financiera ha sido un éxito, porque, de la templanza y hasta del aburrimiento en que se desenvolvía en los años ochenta y primeros de los noventa del siglo veinte, ha evolucionado hacia la tensión y el enfrentamiento. Cuerpo a cuerpo. Golpe a golpe. Aun así, ni sus ojos ni su voz ni su risa han perdido la luz. Una luz responsable como un trozo de vida imaginaria que se parece a la mayonesa, hecha con elementos simples: huevo, aceite y vinagre. Mejorar la receta de la mayonesa es mejorar la vida.

  La responsabilidad, con sus luces y sus sombras, es lo primero que trata el quiosquero de inculcar a su hija de cinco años, porque sabe, claro, que esa capacidad de reflexión y de valorar las consecuencias de sus actos será su pasaporte a la autonomía, a la vida social, a su integración en el centro de estudios y a su lugar en el mundo. Sin responsabilidad jamás se consigue la independencia total. Si se logra, puede ser a costa de la calma de los de alrededor o en perjuicio del bienestar de toda una sociedad. Aunque lo que para uno es insultante, ya se sabe, para otro puede no serlo. Que tampoco es cuestión de ese limitante y dañino sentimiento de estar con el quiosquero o contra él.

  Las heridas abiertas, sentencia el quiosquero, son el abono perfecto para la venganza. La venganza no hace distinción de géneros, como no lo hace la maldad o la locura. Ya lo dijo Confucio: “Antes de embarcarte en una venganza, cava dos tumbas”.

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