El quiosquero atrapado en el tiempo / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

    El final del año es también final de curso para muchos. Lo ha sido para mí, que he tenido la fortuna de que me tocase la lotería, y también lo ha sido para el quiosquero de la esquina, el hombre impertinente al que compro diariamente mi adicción a la letra impresa.

    Para el quiosquero, el año viejo, caduco e inservible, ha sido un año poco liberal, armado de conmemoraciones, metáforas y paralelismos bélicos. Afirma que se ha hablado mucho de guerras y poco de batallas. A menudo, recuerda el quiosquero a sus parroquianos, se olvida que en las guerras, tanto si son calientes como si son frías o retóricas, las batallas tienen consecuencias y pueden cambiar de manera imprevisible las situaciones. Como buen profesional, mi quiosquero me ha guardado todos los suplementos especiales que rememoran el 2014, y se ha imbuido de tal modo en ellos, maldita sea, que se ha pegado todo enero del nuevo año con las monsergas. Las pesadas monsergas, por el amor de dios, del quiosquero de la esquina.

    La crisis. El paro. Los recortes. Las reformas. El gobierno. La oposición. Pedro Sánchez entra, Rubalcaba sale. Pablo Iglesias y Podemos. La casta. La regeneración. Las elecciones europeas. Los empresarios. Los desahucios. Los bancos. El rescate. Las tarjetas ‘black’ (u opacas). El estado de bienestar. La evasión fiscal. Escocia y la unidad. El desafío soberanista catalán. Pujol confiesa. Belloch no repite. Las últimas jerominadas. Los sindicatos. Las huelgas. Los impuestos. Los mercados. Las religiones. Las catástrofes. Las vallas y los inmigrantes. El racismo. El ébola. Jordi Évole y su falso documental. El lindano. El desamparo de los enfermos de la hepatitis C. La reventa de fármacos. La contrarreforma del aborto. La dimisión de Gallardón. Los curas pederastas. Los obispos pederastas. La renuncia de Manuel Ureña. La canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II. El evangelio según el papa Francisco. Hawking versus dios. La abdicación de Juan Carlos I. La proclamación de Felipe VI. Los ‘nomeacuerdos’ de la infanta Cristina. Los jueces y los fiscales. El nuevo diccionario del español. El hasta siempre a la docta de José Manuel Blecua. Modiano y el ‘nobel’ de literatura. El ‘cervantes’ de Juan Goytisolo. El nacional de narrativa y crítica de Rafael Chirbes. Las publicaciones de Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Luis Landero, Jordi Gracia o Javier Cercas. Los ultras. El viacrucis del Real Zaragoza. La décima del Madrid. El Atlético, campeón de liga. Alemania reina en Brasil. La selección española, destronada. Las recetas de Arguiñano. El intermedio de Wyoming. El cambio climático. El desbloqueo de Cuba. El hambre fílmico de Lorenzo Montull. El Aragón podado de Vicky Calavia. Un pequeño ‘goya’ para Gaizca Urresti y un gran féretro para Álex Angulo. El olor a chorizo del jamón de Teruel.

    Afirma el quiosquero que nació las primeras horas del primer día de un año muy, muy lejano. Es a lo que se llama, según él, comenzar las cosas por el principio. Acaso por ello desarrolla una suerte de inclinación insuperable hacia el orden y la cronología. Para el quiosquero, el resto de los mortales, los no nacidos el uno de enero, o más exactamente las primeras horas del uno de enero, nacemos con una enorme desorganización, de repente, a lo bruto, sin ton ni son, como si pudiéramos irrumpir en la existencia de cualquier manera, cuando nos venga en gana. Nacer el uno de enero, o el dos, o el tres, por lo visto, tiene que imprimir carácter, al contrario de los que hemos nacido sin orden ni concierto, un día cualquiera, como si nos hubiesen agitado en un cubilete antes de lanzarnos a ciegas sobre el calendario. Y en su afán por rememorar el 2014, esto es, el quiosquero de la esquina me ha estado agobiando todo el mes de enero con hechos y situaciones acaecidos ese año. Tuve que dejar de ir a su establecimiento varios días, a ver si, de una vez por todas, se le pasaba la fiebre onomástica. Pero que si quieres arroz, Catalina.

    El lírico y narrativo anticuerpo de Julio José Ordovás. El sonido del viento acaricia las hojas de González Sainz. El frondoso jardín de Ismael Grasa. La buena reputación de Ignacio Martínez de Pisón. Sergio del Molino, lo que a nadie le importa. Miguel Serrano, de autopsias y acnés. Miguel Mena y el inspector Mainar, todo alcohol de quemar. Las noticias zaragozanas del capitán Marlow, de bicicleta por Lekeitio. El regreso a la piel de la alcaldesa Gavás, luz que agoniza. Joaquín Berges, la línea invisible del horizonte. Paula Figols y el refugio de las golondrinas. Ramón Acín ya no está entre vosotros. El entresuelo revalorizado de la familia Rodríguez y Gascón. La poesía del escenario de Daniel Rabanaque. Julio Donoso, el poeta maldito por excelencia. Manuel Vilas, premio de poesía ‘Generación del 27’. Los cuentos de José Verón Gormaz para sentir los minutos, las horas, los días, los meses, las décadas, los siglos. Las páginas amarillas de Luis Alegre. El pequeño Nicolás. Y el gato con botas. Y el marqués de Carabás. La facilidad de vivir en Lechago con los ojos bien cerrados. David Trueba, triunfador de los ‘goya’. Paolo Sorrentino y su gran belleza felliniana. Quiteria Martín, caramelos de postín. José Luis Cortés y su flamenco diásporo. La inauguración de Caixafórum en Zaragoza. El cine llora a Raúl Artigot, y a Juan Miguel Lamet, y a Paul Mazursky, y a Gordon Willis, y a Vera Chytilová, y a Gabriel Axel, y a Riz Ortolani, y a Mickey Rooney, y a Shirley Temple, y a Philip Seymour Hoffman, y a Alain Resnais, y a Lauren Bacall, y a Robin Williams, y a Bob Hoskins, y a James Garner, y a Virna Lisi, y a Harold Ramis, y a Eli Wallach, y a Maximiliam Schell, y a Richard Attenborough.

    Cerrar un año y abrir el nuevo. Clausurar un periodo, ni demasiado corto ni demasiado largo, antes de abrir uno nuevo, para que todo ello permita ordenar la experiencia, caligrafiarla, resumirla, vivirla con ese mínimo implícito de racionalidad y orden tan necesario como el aire para respirar. Es el momento del balance y la recapitulación. Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias, por decirlo con la frase ‘tomada’ del gran Cortázar que tanto repite el quiosquero. Es la repetición, esto es, de unos gestos, hábitos y rituales. Y porque somos seres para la vida volvemos, una y otra vez, al cierre y a la apertura de un nuevo ciclo con la conciencia de que, incluso ante la anomalía, a veces inesperada, de la muerte, la vida continúa.

    El fallecimiento de Adolfo Suárez. Y de Emilio Botín. Y de la duquesa de Alba. Y de Gabriel García Márquez. Y de Ana María Matute. Y de Ana María Moix. Y de Leopoldo María Panero. Y de Joan Barril. Y de Peret. Y de Paco de Lucía. Y de Manolo Escobar. Y de Joe Cocker. Y de Junior. El adiós también de Ignacio García Valiño, y de Pilar Molinero, y de Alfredo Alcón, y de Daniel Dicenta, y de Ariel Sharon, y de María de Ávila, y de José Luis Abós, y de José María Latorre, y de Manuel Pertegaz, y de Miguel Boyer, y de Máximo San Juan, y de Fabiola de Mora, y de Manu Leguineche, y de Blas Piñar, y de José Emilio Pacheco, y de Arturo Beltrán, y de Johnny Winter, y de Mark Strand, y de Alfredo di Stéfano, y de Eusebio da Silva, y de Tito Vilanova, y de Luis Aragonés, y de Vujadin Boskov. El encarcelamiento de Isabel Pantoja. Y de José Luis Núñez. Y de Francisco Granados. Y de Luis Bárcenas. Y de Ortega Cano. Y de Jaume Matas. Y de Carlos Fabra. Y de José María del Nido. La ausencia de Óscar Pérez. Los doce retratos imprevistos de Val Ortego. La aficionada fotografía real de Antonio López. La colección de arte contemporáneo de la odontóloga Pilar Citoler. El fenómeno sociológico de ‘Ocho apellidos vascos’. Los deportes rurales vascos, muy importantes para los vascos. La sardana, el chotis, la jota y las sevillanas rocieras. Los títeres y los titiriteros. Los escritores y los escritorzuelos. José Antonio Labordeta, homenaje y fundación.

    El quiosquero no estuvo en el homenaje a José Antonio Labordeta, con ocasión de la fundación creada, porque no quería cruzarse con ciertos personajillos de la vida cultural zaragozana. La vida cultural zaragozana, afirma el quiosquero, se ha convertido en un pueblo de agentes de comercio, como pulcros custodios de archivos, como funcionarios amargados, como lacayos bien retribuidos. Una cultura provincial o municipal de café, sin lágrimas ni humor, que se odia a sí misma, al entorno, a la vida. Unos agentes que han vendido su carácter, que sienten un miedo desenfrenado de la necesidad, miedo de sus pensamientos, de la malignidad. Sus reverencias son indescriptibles: se inclinan ante cualquier desharrapado con influencia…

    El quiosquero piensa que los seres humanos somos libres y, por eso mismo, estamos condenados a elegir. Uno es lo que elige ser aunque sea contra todos. Y ese es el fundamento de nuestra dignidad, que es lo único a lo que no debemos renunciar jamás. Al quiosquero de la esquina no le importa lo que digan de él, le da igual. Nunca le ha importado. Tanto si hablan bien como si hablan mal. Siempre ha intentado mantener la misma línea de trabajo, de juego, de vivir. Su dignidad ante todo. Para bien o para mal. Para bien lo agradece, pero no le cambia nada. Sabe lo que es el día a día, que cada jornada laboral hay que dar el máximo, conseguir las cosas trabajando, no medrando. Desde niño le han enseñado que ese es el camino, así que el resto no le importa. Respeta la opinión de todo el mundo, pero ya está. Y lo que ve mal, lo dice, lo escribe, con más o menos acritud, pero sin la intención de ofender, porque es una manera de aprendizaje. El que no quiere aprender es un necio, dice el quiosquero. Nadie nace aprendido.

    En su afán de arrancar máscaras y deshacer convenciones, el quiosquero ha ido labrando desencuentros, hostilidades, desavenencias, en su decisión de ir en dirección contraria. Salvo algunas excepciones, el quiosquero tiene tantos enemigos como somardas la cultura zaragozana. Pero no le importa, porque de esas excepciones se alimenta y existe. El quiosquero, al fin y al cabo, está más cerca de la cirugía sin anestesia para poder entrarle a todos esos que desde el poder (desde cualquiera de los peldaños del poder) condenan a la mayoría a conformarse con su insignificancia.

    En su espeleología por el desafecto, el quiosquero afronta asuntos principales en su pensamiento: la incomunicación, la soledad y la obsesión intelectual como billete de ida hacia la locura. El quiosquero, en efecto, preña sus pensamientos de observaciones fieras, como un insumiso que no abraza sin consecuencias el soborno de vivir. Y en esa expedición sin compañeros de viaje no se agota nunca. Porque el quiosquero ha estado solo mucho tiempo, se ha acostumbrado a estar solo, se ha adiestrado para ello y ha descubierto cada vez más cosas allí donde para los demás no hay nada.

    Esta percepción podría ser su norma de conducta. Para el quiosquero, las obras de los que siempre echan las campanas al vuelo y que resuenan hasta en las cervecerías llenas de borrachos son, en su mayoría, solo tonterías engalanadas y productos de moda. Lo que le importa es lo original, precisamente lo elemental. Por eso, aquí y ahora, admira al escritor Julio José Ordovás, al pintor Alfonso Val Ortego, al cineasta Lorenzo Montull… El quiosquero, en fin, no acepta las costumbres de su tiempo, cuenta su desacuerdo en voz alta, desenmascarando hipocresías, ansioso de reyertas, más con rigor que rencor.

    Para el quiosquero, 2014 ha sido más malo que el chocolate con sifón, pero hay vida más allá de la crisis. De hecho, en esos trescientos sesenta y cinco días, la lucha por la igualdad de hombres y mujeres ha tenido logros históricos como la invención de la palabra ‘miembra’. Tal innovación ha equiparado el tramo y la trama, el trato y la trata, el cheque y la checa. Si lo analizamos fríamente, dice el quiosquero -ya sin recochineo-, el año siempre acaba con el convencimiento de que todo ha salido mal. No puede ser de otro modo. Las expectativas de enero, el deseo, nunca alcanza a las realidades de diciembre, la realidad. Por ello, hace falta una fiesta, pagana o sagrada, que nos ayude a seguir adelante, que nos fuerce a creer. La catarsis se impone, aunque cueste.

    Creer es necesario por la misma razón que lo es la ficción, el cine o el cariño. No hay otro consuelo posible para la herida de estar vivo. El quiosquero reflexiona sobre el aprovechamiento de oportunidades y la forma de integrar conocimientos en el desarrollo de la vida cotidiana. Y sabe que la historia es cíclica, se repite, porque los humanos somos incapaces de aprender de nuestro pasado. A Bill Murray, despectivo y pagado de sí mismo, no le pudo ir peor el famoso día de la marmota. Mil veces se repetirán esas fatídicas veinticuatro horas, siempre igual hasta que el protagonista cambie su áspera conducta y se convierta en un hombre entregado a la sociedad. Vive un pliegue en el tiempo que le obliga a despertarse cada mañana en el mismo día sin poder liberarse de la monotonía. Parece condenado a verse atrapado en un mismo día para siempre. Hay momentos en que el tiempo sigue la consigna de Lampedusa de cambiarlo todo para que nada cambie.

    Y el quiosquero de la esquina, don erre que erre, siempre a lo mismo. Y vuelta a empezar, como la carga de la brigada ligera, una y otra vez: la crisis, los recortes, el paro, las huelgas, los impuestos, los políticos, las religiones, los bancos, el rescate, los homenajes, las fundaciones…

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