Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho Administrativo, Universidad de Zaragoza
España se presenta ante sus ciudadanos y ante el mundo como una monarquía parlamentaria, concepto próximo al de república coronada (una república cuyo máximo órgano representativo no hubiera sido elegido ni plebiscitado, sino impuesto por la Historia). La jefatura del Estado es un reflejo del estado del Estado. Se proyecta hacia el interior y hacia el exterior. La jefatura del Estado, al igual que sucede con todas las instituciones y magistraturas, no solo la caracterizan las personas, aunque también, y mucho. Las reglas de formación, permanencia, competencias y financiación dicen mucho de la naturaleza de la Corona y de la idiosincrasia del país. La Corona española se pretende normativamente hereditaria, priorizante del sexo masculino, exclusivamente simbólica aunque altamente representativa y aparentemente barata pero opacamente costosa. España quiso en 1978 que así fuera y si nada ni nadie lo remedia, así seguirá siendo por mucho tiempo.
Entre los deudores morales, políticos y financieros de la monarquía al estilo “rey Juan Carlos” y los revolucionarios nostálgicos de la II República existe algún espacio para los desapasionados de todo esto, entre los que me incluyo. Reclamo ese espacio y, con él, otro modelo para la Corona española. No creo conveniente dejar solo al albur de la personalidad del nuevo buen rey la reforma de las prácticas regias que poco se acomodan a los tiempos actuales y a las normas deseables. La monarquía lleva siglos intelectualmente desmitificada, y años políticamente desvirtuada. Las leyes que la rigen deben compadecerse con esta realidad so pena de legitimar una institución paulatinamente desacreditada.
La monarquía como forma de Estado de España puede mantenerse, ser abolida o reformada. Hay muchos motivos a favor de cualquiera de estas opciones, pero ninguno debería pesar más que la voluntad de un cuerpo social adecuadamente informado de todos las demás. Felipe VI debe legitimar su herencia regia y su reinado, y bien podría hacerlo prestándose a la reforma de la Constitución en lo que a la Corona toca.
La corona puede ser hereditaria o electiva. O una fusión de ambas características: una corona se puede heredar con “adveración de testamento”, mediante autorización del auténtico soberano del país y de sus instituciones: el pueblo, que se puede expresar con normalidad a través del parlamento y/o de una consulta o plebiscito. La voluntad de los españoles debería ser tenida en cuenta en cada proceso de transición de semejante calado. Si el rey ha de refrendar las leyes, los autores de las leyes deberían poder refrendarle a él.
La corona puede ser unitaria o dual. Pero en el significante del concepto “monarquía” está implícita la unicidad. Así que Doña Letizia no debiera ser más que eso, “Doña”. Esposa regia, primera dama, Duquesa del título más resonante que en el reino hubiere, miembro de la familia real, pero no y nunca reina, ni siquiera reina consorte. No porque sea antipática, pedante, arribista o izquierdosa. No por principio y punto. Bastante supone admitir que la más resonante institución del Estado se rija por el Derecho civil patrimonial como para asumir que también se le apliquen las normas del Derecho civil matrimonial más allá de lo sensato y razonable.
Mientras todo esto pasa o no pasa, no dejo de preguntarme quién le podría llevar a Felipe VI la ofrenda de los tres higos que nuestro paisano imaginario Pedro Saputo le allegó a su tatarabuelo y antecesor en el ordinal.
José Luis Bermejo Latre. Profesor de Derecho Administrativo, Universidad de Zaragoza